Poesía eléctrica
| ReseñasRafael Espinosa, El vaquero sin agua en la cantimplora, Caleta Olivia, Buenos Aires, 2018, 54 pp.
“La vida de un poema depende de la duración de su carga eléctrica”, auguraba Vicente Huidobro en su Manifiesto de manifiestos de 1925. Ahora, casi cien años después, podemos responderle que hay algunos cuya carga parece ser eterna, poemas que son como un movimiento de partículas en constante exaltación. Es cosa de tomar un libro como El vaquero sin agua en la cantimplora, del poeta peruano Rafael Espinosa (Lima, Perú, 1962), para evidenciarlo y sentir que, tras su lectura, algo de nuestra comprensión de la materia puede ya no ser la misma: una lógica de la palabra altera el lenguaje con el efecto de que ya no miramos igual. Siguiendo nuevamente con Huidobro, “un poema sólo es tal cuando existe en él lo inhabitual” y eso, en estas páginas, es ley.
Ya con tres ediciones a su haber, la de Librería Inestable (Lima, 2017), Liliputienses (Cáceres, España, 2017) y Caleta Olivia (Buenos Aires, Argentina, 2018), El vaquero… no sólo goza de un título “descolocador”, sino también de un interior que atestigua el trabajo largo y silencioso de uno de los poetas más interesantes de Latinoamérica. Por lo tanto, no deja de extrañar la falta de reseñas o notas al respecto —incluso de entrevistas—, más allá de algunas nombradías en donde es seleccionado como “libro del año” o donde se hace muestra de algunos poemas. Al parecer, la vida eléctrica de ciertos libros llega a tener la suerte de un Nicola Tesla, incomprendido en un principio, pero ante todo por su oficio de rebelión contra las formas domesticadas del lenguaje, y por qué no, de la poesía corriente en nuestros días. Y entiéndase una cosa: en estas páginas hay de todo menos sequía.
Le debo a un amigo peruano el descubrimiento de El vaquero…. Fue una noche de Buenos Aires en cuando mi amigo Raúl me leyó “Gorros de mapache”, que comienza así: “Afuera ocurre literalmente todo./ Lo menos ruidoso es el agujero/ de ozono recibiendo el alma/ de David Bowie”. Si intervenimos la bujía del pensamiento por un instante, podemos ver esas yuxtaposiciones aleatorias que aparecen en todo el libro, y en donde, mientras en el mundo exterior David Bowie asciende al cosmos, “adentro hay una mezcladora de cemento/ y adentro habito yo”. Esos cruces entre lo interno y lo externo hacen que continuamente el mundo del litoral peruano actúe como escenografía con árboles y pájaros, o también como respuesta a las incertidumbres de un pensamiento que vaga e intenta desentrañar la constitución atómica de la materia. De esta manera, mientras todo ocurre simultáneamente, el poeta también es padre y su hijo borracho llega en la noche de una disco, anda sin trabajo y le pide “ser un amante/ en su sueño”. Esos flujos de energía son los que permiten el movimiento de estas escenas, hechas en parte de materia oscura y también de la luz que se cuela entre los fresnos.
Lo inhabitual de lo que hablaba Huidobro es un componente funcional al desplazamiento de esta poesía. Y eso inhabitual está tan constituido de intuición (esa primera inteligencia) como del seguimiento de un canto interior que incluye la geografía, flora y fauna, desechos, lenguaje tecnificado, momentos pop y un ahondamiento en la vida personal: el poeta Espinosa dice de las aves —que nada le gustan— “obro como ellas: hago poemas de la descomposición”. Va tomando las cosas de un panorama que parece derrumbarse para plantear preguntas sobre la piedad, el perdón, la escritura y la memoria. Un vaquero sin agua en su cantimplora parece ser alguien que retorna al lugar donde nació y se crío y se pregunta por los amigos que se fueron, por la familia y el deseo vuelto arena. Como en el poema “Las importaciones”:
Semejantes a escuchas telefónicas
Donde espiamos al mundo:
Sentimos a los árboles ser derribados,
Los sentimos caer sobre las poblaciones
Como bombas de racimo
Y al viento guardar esos infantes.
No pareciera lejano decir que lo más parecido a esta torre de alta tensión poética es el árbol, con sus quince sentidos abiertos al aire, a la posible llegada del agua, o de criaturas que se alojan en él, o en sus raíces, estirándose lentas en el pasado de la tierra, en el pasado de la mente. Uno de los poemas claves de El vaquero es “Transpuesto (Homenaje a Robert Hass)”, en donde el poeta confiesa: “Yo miraba los árboles como se mira a las personas,/ con reproche, creyéndose en secreto mejor, con ternura/ y ganas de tocarlos”. Los poemas de Espinosa son, en cierta manera, árboles frondosos que necesitan de la estática y de los nutrientes necesarios para vivir, que conviven con lo de arriba y lo de abajo, lo horizontal y lo vertical, un entrecruce de lo mínimo y del cosmos, un ser que en su bambolearse a la velocidad de la brisa entra en comunión. Y no es menor que cuando se hable de árboles se hable de Robert Hass, poeta norteamericano emparentado con las lógicas de Espinosa, y que sigue un credo semejante en cuanto a considerar al poema como un fenómeno orgánico y congregante, o en las palabras del poema de Hass, “Arte y vida”: “Hay algo aquí que permanece, algo que cobra vida/ y no podemos tener, y que tenemos por poder tenerlo”.
Sin duda los lectores podrán advertir que esta edición de El vaquero…, hecha por la editorial Caleta Olivia salda una deuda de la poesía latinoamericana consigo misma y con las dificultades evidentes de su circulación, pero, ante todo, con hacer visible la electricidad de una poesía que recarga el sistema energético central de la lengua. Las mareas que dan contra el litoral peruano —ese “hermafrodita de mitos”— hacen funcionar este motor, mientras cormoranes, pelícanos y ostretos vuelan sobre los poblados; todas esas aves saben que los productos de esta poesía poseen “lo suficiente para convertir/ cualquier amor en partículas de piedra caliza”. Sobre ellas se sientan para despedir el sol, mientras un hombre con espuelas camina en la playa dentro de sí mismo.
Coge este acertijo:
¿Por qué los árboles no proyectan una arrogancia vertical
cuando a las claras no son seres horizontales?
Coge este otro:
A mi piso llega a veces de la nada un olor de pescado revuelto.
Ahora entremos en el aire.
Yo miraba los árboles como se mira a las personas,
con reproche, creyéndose en secreto mejor, con ternura
y ganas de tocarlos; yo miraba su presente,
lleno de estrategias de flores y comunidades que quieren vivir,
como un hombre con mala fortuna —y quién no lleva ese nombre—
mira su pasado, donde la pérdida formó bellas plantaciones,
y había olvidado cómo pescar;
esperar sin esperar grandes honores, según lo hace él,
parado allí donde las piedras han sido devoradas por el musgo,
los pulmones bendiciendo las ráfagas, el recuerdo soportando el sol,
y con suerte regresar a casa con dos o tres cabrillas, o quizá una manera
de disponer palabras en una página que brillan como escamas
o respiración, pues los pescados son para regalar a un amigo
y nadie desea más que aprender a respirar.
Yo había confundido los árboles con una purificación.
Quería pedirles lo que no podía entregarles, paz
para una repetición. Pero se posaría en mi brazo una mosca
con su día clínico, para recordar que una escena puede desvanecerse
pero no la pesadez que dejó caer, tonal como pensamientos sobre paja.
Yo buscaba en los árboles la seña de una concesión.
Yo, siendo hermosos, los tomaba por una forma enrevesada de la
felicidad.
Hasta que volteé hacia cualquier sitio de memoria,
todo desolación y derrumbe, y lo vi trabajar honestamente,
sin máscara antigás, jubiloso por recoger lo que ahí existe,
dolor cubierto de arena y arena que honra el dolor,
el soplo sucio de haber vivido
y pagarlo con pescados de palabras.
Yo miraba a los árboles en muda,
hasta que al pasar a otro nombre
de la antología encontré a Robert H.
Entonces no se me escapó el secreto:
primero está el deseo, antes los árboles, y arriba las estrellas muertas.
Diego Alfaro Palma / Limache, Chile, 1984. Publicó los libros de poesía Paseantes (2009), Tordo (2014, Premio Municipal de Santiago) y Litoral Central (2017), el libro-objeto Bolsas (2017) y la plaquette Los sueños de los sueños de Kurosawa (2017); también editó la Poesía reunida de Cecilia Casanova y tradujo El pensamiento zorro de Ted Hughes.