Compuse el poema “Nueve años después” en 1977; se publicó en el centro del libro Versión en 1978, con el sello del Fondo de Cultura Económica, dentro de la serie “menor” de la colección Letras Mexicanas. La portada fue hecha por Vicente Rojo: una serie de 49 asteriscos dibujados con tinta muy espesa, en alusión a un poema, “Tres asteriscos”, dedicado a él; el diseño tipográfico y gráfico fue de Rafael López Castro. En 2005 la editorial Era reeditó Versión a iniciativa de Marcelo Uribe; el libro y mi “trayectoria” merecieron —es un decir—, el Premio “Xavier Villaurrutia”.
La decisión de ponerlo en el centro de ese libro de 1978, con una especie de extraña portadilla interior —que se perdió en la reedición de 2005—, fue tomada por mí con la guía de Alí Chumacero, mi mentor en tareas editoriales. Chumacero me corrigió las primeras notas editoriales —o “solapas”— que redacté en las viejas oficinas del Fondo en avenida Universidad, donde también conocí al genial Juan Almela, una presencia cenital en mi vida. El título está acompañado de un subtítulo que reza “Un poema fechado”, como para indicar en filigrana el peso histórico que fue determinante en su hechura.
El título del poema quiere decir lo siguiente: su tema es lo que ocurrió en nuestro país, y particularmente en la capital, en 1968. Nueve años después escribí este testimonio de mi presencia, mis sensaciones, mis ideas y las imágenes que desencadenó en mí esa tarde. Subrayo la palabra “testimonio” porque le da título a un poema sobre el mismo asunto, publicado en mi primer libro, El jardín de la luz, que apareció en la colección Poemas y Ensayos de la Universidad Nacional. Ese viejo poema de 1970-1971 acaba de ser traducido al inglés por Adam Feinstein, poeta y crítico, ampliamente conocido como biógrafo de Pablo Neruda.
Cuando le puse el título a “Nueve años después” no tenía yo presente la máxima horaciana que puede leerse en el Arte poética: hay que guardar un poema durante nueve años antes de darlo a conocer. Digo con franqueza que no la tenía presente aunque ya había leído, a tropezones, el divertido y pintoresco poema preceptivo de Quinto Horacio Flaco en la colección de clásicos griegos y latinos animada por el humanista y poeta Rubén Bonifaz Nuño, mi padrino —junto con Jesús Arellano— en la edición y publicación de ese primer libro mío, El jardín de la luz. Aquella Arte poética era una laboriosa versión yuxtalineal, hecha en la tradición de esos traslados supuestamente fieles, pero en verdad presentados a los lectores azorados en una lengua anfibia que no es latín ni castellano. El gran Antonio Gómez Robledo se encargó de reprobar esas prácticas en el prólogo de su hermosa versión del libro inmortal del emperador Marco Aurelio, publicado en la misma colección (¿cómo le habrá caído a Bonifaz Nuño ese jalón de orejas?).
Pero divago. Vuelvo a mi poema sobre 1968 y la matanza de Tlatelolco.
Nueve años… El número nueve no parece tener una significación especial, pero también lo utilicé cuando dispuse en nueve “capítulos” las partes de mi libro Incurable, de 1987: siempre he dicho que esos nueve “capítulos” aluden al tiempo normal de la gestación de los seres humanos a partir de la concepción.
En mi departamento de la colona Del Valle me senté una tarde a pensar qué debía hacer con la idea de escribir otro poema, esta vez considerablemente más largo, acerca de la masacre en la plaza de las Tres Culturas. Me di cuenta de que habían pasado esos nueve años del título y de la recomendación de Horacio (aunque yo no tuviera presente aquel precepto clásico). Otra recomendación estaba implícita en unas palabras de Samuel Taylor Coleridge que sí tenía presentes: un poema recoge y trasmite las emociones recordadas en medio de la tranquilidad. Esa tranquilidad no estaba a mi alcance todavía a mis 27-28 años de edad (¿lo estará alguna vez?), pero entonces pensé y sentí que ya podía escribir el poema.
Una curiosidad gramatical que me gusta ver como una decisión estilística que llegó a buen puerto: En el poema digo que no voy a utilizar adverbios, “gritar o lamentarme”; lo digo con la intención de que no se confunda “Nueve años después”, precisamente, con uno de esos testimonios —a veces engolados dentro del registro patético— en los que en el primer plano aparece el extremado sentimiento de las víctimas; no: en el poema las víctimas son los heridos y los muertos, y quien habla pone de resalto, sobre todo, su condición de sobreviviente. Así, entonces: nada de adverbios; pero un poco más adelante escribí con toda intención y con todas sus letras un tremendo adverbio terminado en mente: mismamente, muy mexicano y resonante, me parece. Lo hice conscientemente, desde luego, y sólo alguien muy distraído o malintencionado podrá acusarme de incurrir en inconsecuencia. Ese “mismamente” está relacionado con la muerte que “entregaré”, igual que doy a veces mi cuerpo desnudo —según puede leerse un poco después—, “como un espacioso alimento”, a “la boca devoradora del amor”.
Unas palabras sobre la sobrevivencia. He tenido presentes, durante largos años, desde que las leí, las palabras de Jorge Aguilar Mora, quien también estuvo en la plaza esa tarde (era representante de El Colegio de México en el Consejo Nacional de Huelga, a diferencia de mí, que era un simple brigadista); escribió Aguilar Mora en La divina pareja que si decimos o escribimos que los asesinados en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968 “no han muerto”, como suele decirse en los discursos, debemos creerlo literalmente. No está allí, de forma explícita, en mi poema, esa idea de Aguilar Mora; pero siempre me ha conmovido su forma de ver la matanza, en abierto y explícito contraste con las imágenes que presentaba Octavio Paz en Posdata. En “Nueve años después” los asesinados lo han sido de verdad; acaso después de que el poema concluye y yo ya he salido de la plaza “vivo aún”, podré pensar y sentir lo que escribió Aguilar Mora, quien fue a dar esa noche, arrestado, al Campo Militar número 1; de allí saldría poco después, por fortuna, y se iría a París a estudiar con Roland Barthes.
Me propuse escribir un poema en primera persona. Yo sería el protagonista del poema. Yo es quien ha estado en la plaza y ha salido de ella tremendamente aturdido por el ruido, la sangre, los gritos, el desconcierto.
Paso a una referencia literaria que me importó mucho incorporar en el poema de un modo, me parece, singular. Un tema y una imagen me acompañaban desde que leí La peste de Albert Camus: el miedo que se apodera de una ciudad ante un desastre natural. Recreé algunas palabras de Camus en el poema, sobre todo en los últimos tramos.
El final del poema es una evocación de las descripciones del miedo en el Orán de la novela de Camus (son notables las de la tercera parte). Nunca se me había ocurrido establecer un paralelismo entre la peste y la violencia política en forma de represión estatal, hasta ahora, a pesar de que podría haber pensado en eso hace cuatro décadas, cuando escribí y publiqué “Nueve años después”. Ese paralelismo me parece obvio ahora; pero entonces, cuando escribí “Nueve años después”, la imagen que me obsesionada era sobre todo la de la ciudad cerrada sobre sí misma y presa del miedo, un miedo monstruoso, ubicuo, que llegaba de lo alto (las “bengalas” tiradas desde un helicóptero, luces que dieron la señal de comienzo de la “operación” policiaca y militar) y desde todos lados, como si efectivamente, según se lee en el poema, no hubiera salidas ni vías de escape, de salvación.
Al pie de los versos, una vez que el poema ha concluido, aparece una fecha, que justifica y explica el subtítulo: “Octubre de 1977”.
Nueve años después. Un poema fechado
Yo aparecí en la sangre de octubre, mis manos estaban fúnebres de silencio
y tenía los ojos atados a una espesa oscuridad.
Si hablaba, mi voz me sonaba como una materia desalojada,
mis huesos estaban empapados de frío,
mis piernas fluían con el tiempo, moviéndose hacia afuera de la plaza,
en una dirección extraña y sin sentido: de renacimiento,
llevándome a los espejos y las calles desordenadas.
La ciudad estaba arrasada por el silencio,
cortada como un cuarzo, tajos de luz diagonal daban sus raciones apretadas
a las esquinas, los cuerpos estaban callados y aplastados contra su vida,
pero había otros cuerpos también, pero había otros cuerpos también.
Hablo con mi sangre entera y con mis recuerdos individuales. Y estoy vivo.
Yo me pregunto: ¿cómo tenemos los ojos, las manos, el cerebro y los huesos
después de que salí de la plaza? Todo es denso, voluminoso y fluye,
después de que salí de la plaza.
El aire me decía que todo estaba quieto, esperando.
Yo me moví hacia afuera de la plaza, mi boca estaba quemada por los recuerdos,
y mi sangre estaba fresca y luciente como un anillo continuo
en el interior de mi cuerpo absolutamente vivo. Pues me movía
hacia afuera de la plaza, entero y respirando.
Respiraba imágenes y desde entonces todas esas imágenes me visitan en sueños,
rompiéndolo todo, como caballos delirantes.
Estaba en el amasijo del día el espejo de la muerte.
Y una palabra de mi vivir colgaba de un borde infinito.
Yo no quisiera hablar del tamaño de aquella tarde,
no poner aquí adverbios, gritar o lamentarme.
Pero quisiera, sí, que se viera toda una quemadura de cólera
manchando el espejo de la muerte.
¿Dónde podría poner mi vivir, mis palabras
sino ahí, nueve años después, en esa cólera fría,
en ese animal de ira que se despierta a veces para esmaltar mi sueño
con su aliento sanguinario?
Toda mi sangre circula por mi vivir, entera, incuestionable.
Pero entonces oí cómo se detenía, amarrada a mi respiración,
y golpeando, con el sordo llamado de su inmovilidad, golpeando
mis voces interiores, mis gestos de vivo humano,
el amor que he podido dar y la muerte que mismamente entregaré.
Luego vino el miedo a mis ojos para cubrirlos con sus dedos helados.
Todo el silencio de mi cuerpo abría sus alveolos
frente a los cuerpos arrasados, escupidos hacia la muerte por el ardor de la metralla:
esos cuerpos brillando, sanguíneos y recortados contra la desmenuzada luz de la tarde,
otros cuerpos diferentes del mío y más diferentes aún,
porque habían sido extirpados a la vida humana por un tajo enorme,
por una vertiginosa ferocidad, por manos de una fuerza doliente que se lanzaba, aullando,
contra esos cuerpos más tenues ya que la tarde
y más y más brillantes, en mi sueño de todavía vivo ser humano.
Es verdad que escuché la metralla y ahora esto escribo,
y es verdad que mi sangre fluye de nuevo y todavía sueño
con una especie de muerta duda, y veo a veces mi cuerpo desnudo
como un espacioso alimento para la boca devoradora del amor.
¿Dónde estuvieron las ataduras de mi vivir,
mis espejos y mis días, cuando sobrevino la tarde en la plaza?
Si tomo un pedazo, una brizna de mi cuerpo para ponerla contra el recuerdo de esa tarde en esa plaza,
retrocedo asustado a mi vida como si me hubieran golpeado en la boca
los dedos levísimos de cientos de fantasmas.
Hablo de estos recuerdos inmensos porque tenía que hacerlo alguna vez, así o de otra manera.
Yo salía de la plaza con un vivo estupor en la boca y los ojos
y sentía mi saliva y mi sangre, vivo aún.
Era una noche fresca, dada al tiempo.
Pero en las calles, en las esquinas, en las habitaciones,
había cuerpos aplastados y sellados contra su vida por un miedo gigantesco y amargo.
Un anillo de miedo estaba cerrándose sobre la ciudad
como un sueño extraño que no cesaba y que no conducía a ningún despertar.
Era el espejo de la muerte lo que sobrevenía.
Pero la muerte había ya pasado con sus armaduras y sus instrumentos
por todos los rincones, por todo el aire abolido de la plaza.
Era el espejo de la muerte con sus reflejos de miedo
lo que nos daba sombra en una ciudad que era esta ciudad.
Y en la calle era posible ver cómo una mano se cerraba,
cómo sobrevenía un parpadeo, cómo se deslizaban los pies, con un silencio espeso,
buscando una salida,
pero salidas no había: solamente había
una puerta enorme y abierta sobre los reinos del miedo.
Octubre de 1977
Autores
David Huerta
Ciudad de México, 1949. Poeta fundamental de la lengua, es autor de títulos imprescindibles como Cuaderno de noviembre (1976), Versión (1978), Incurable (1987), Historia (1990), La música de lo que pasa (1997) y El azul en la flama (2002), entre otros. En 2013, el Fondo de Cultura Económica publicó una reunión de su obra poética en La mancha en el espejo. Ha recibido el Premio Xavier Villaurrutia, el Premio Nacional de Ciencias y Artes y el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, entre otras distinciones. Es creador emérito del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
Emiliano Delgadillo Martínez
/ Ciudad de México, 1988. Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México y maestro en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis. Se dedica al estudio de la lírica del siglo XX. Ha publicado Efraín Huerta. Iconografía (FCE, 2015) y prepara un libro sobre Luis Cernuda.
Julieta Lopérgolo
/ Rosario, Argentina, 1973. Poeta y psicoanalista. Autora de los libros de poesía Para que exista esa isla (2018), Más lento que la noche (2019), Agua de pozo (2020) y Pero en el aire (2020, Premio de Poesía de la Convocatoria del Fondo Nacional de las Artes en 2019). Vive en Montevideo desde 2017, donde coordina un Taller Experimental de Escrituras Psicoanalíticas.
Héctor Carreto
/ Ciudad de México, 1953. Poeta, antólogo, traductor y editor. Autor de varios libros de poesía, entre los que destacan Coliseo (Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, 2002), El poeta regañado por la musa: antología personal (2006), Poesía portátil 1979-2006 (2009), Todo tiempo pasado fue mejor (2019) y La constelación del gato negro (2021).
Francisco Xandóval
/ Ascope, Perú, 1902 – Trujillo, Perú, 1960. Poeta y periodista. Autor de los libros de poemas Canciones de Maya (1941) y El libro de las paráfrasis (1967, 1995).