enero 2019 / Ensayos, Traducciones

El género del sonido

Traducción de Valeria List. Primera parte de dos.



Es en gran medida por los sonidos que juzgamos a las personas como sanas o insanas, hombres o mujeres, buenas, malvadas, dignas de confianza, depresivas, núbiles, moribundas, proclives o no proclives a causarnos conflictos; un poco mejores que animales, seres creados por dios. Estos juicios son rápidos y pueden ser brutales.

Aristóteles dice que la voz aguda de la mujer es una evidencia de su disposición malvada, pues las criaturas que son valientes o justas (como los leones, los toros, los gallos y la raza humana masculina) tienen voces gruesas y profundas. Si escuchas a un hombre hablando con un tono de voz gentil o agudo, sabes que es un kinaidos (“catamita”).

El poeta Aristófanes hace un giro cómico a este cliché en Las asambleístas: cuando las mujeres atenienses están a punto de infiltrarse en la asamblea ateniense y tomar el control político, la líder feminista Praxágora asegura a sus compañeras activistas que ellas tienen exactamente el tono de voz requerido para esa tarea porque, como dice, “Ustedes saben que entre los hombres jóvenes, los que resultan ser fantásticos oradores son aquellos a los que fornican mucho”.

Esta broma pende del colapso conjunto de dos diferentes aspectos de la producción del sonido: la calidad y el uso de la voz. Muchas veces, encontraremos a los hombres antiguos luchando por asociar estos dos aspectos bajo un rubro general de género. Un tono de voz muy agudo va de la mano con la locuacidad. Lo que caracteriza a una persona que está desviada es que cumple deficientemente con el ideal masculino del autocontrol. Las mujeres, los catamitas, los eunucos y los andróginos se encuentran en esta categoría. Sus sonidos son desagradables y ponen incómodos a los hombres. Esta incomodidad es tal, que Aristóteles se atreve a explicar el género del sonido fisionómicamente, pues termina por circunscribir el tono de voz más bajo del hombre a la tensión que existe en sus cuerdas vocales y sus testículos, cuyo funcionamiento explica como unas pesas que se levantan.

En los tiempos helenísticos y romanos, los doctores recomendaban ejercicios vocales para curar cualquier tipo de dolencia en los hombres con la teoría de que la práctica de la declamación liberaría la congestión de la cabeza y corregiría el daño que los hombres habitualmente se infligen a sí mismos en la vida diaria al usar su voz para emitir sonidos agudos, gritar fuertemente o tener conversaciones baladís (aquí, de nuevo notamos una confusión entre la calidad y el uso vocal). Esta terapia no era recomendada a mujeres, eunucos o andróginos, de quienes se creía que tenían el tipo incorrecto de piel y un alineamiento incorrecto de los poros para la producción de tonos vocales bajos, sin importar cuánto se ejercitaran. Pero para el físico masculino, la práctica vocálica era pensada como una manera efectiva para restaurar el cuerpo y la mente al llevar la voz hacia abajo, a tonos apropiados.

Tengo un amigo que es periodista en la radio y me asegura que estas suposiciones de la voz masculina todavía nos acompañan. Él es gay. Pasó los primeros años de su carrera en la radio defendiéndose de los intentos de los productores por reducir, profundizar y ensombrecer su voz, a la cual describían como “muy sonriente”.

Muy pocas mujeres en la vida pública no se preocupan por que sus voces sean muy altas, muy delgadas o muy estridentes como para infundir respeto. Margaret Thatcher entrenó por años con un coach para hacer que su voz sonara más como las de los miembros honorables y aun así le dieron el apodo de “Atila la gallina”. La analogía de la gallina se remonta a la fama que rodeaba a Nancy Astor, la primera mujer que fue miembro de la Cámara de los Comunes del Reino Unido en 1919, quien era descrita por su colega Sir Henry Channon como “una rara combinación de corazón gentil, originalidad y rudeza… se precipita como una gallina decapitada… intrigando y disfrutando el olor de la sangre… esa bruja loca”.

La locura y la brujería, así como la bestialidad, son condiciones comúnmente asociadas con el uso de la voz femenina en público en los tiempos antiguos y modernos. Considera cuántas mujeres célebres de la mitología clásica, la literatura y el culto son censuradas por la manera en la que usan la voz. Por ejemplo, está el escalofriante rugido del Gorgon, cuyo nombre se deriva del sánscrito garg, que significa “aullido gutural de un animal que se emite como un gran viento desde abajo de la garganta a través de una boca muy distendida”. Están las Furias, cuyos tonos de voz sumamente agudos y voces horrendas son comparadas por Esquilo con los aullidos de los perros y los sonidos de personas siendo torturadas en el infierno (Euménides). Está la voz mortífera de las sirenas y el peligroso ventrilocuismo de Helena (Odisea), y el increíble balbuceo de Cassandra (Esquilo, Agamenón), así como los atemorizantes murmullos de Artemisa mientras va por el bosque (Himno de Homero a Afrodita). Está el discurso seductor de Afrodita, que es una característica tan distintiva de su poder, que lo puede usar en su cinturón como un objeto físico o prestárselo a otras mujeres (Ilíada). Está la mujer vieja de la leyenda eleusina, Yambe, quien chilla obscenidades y se levanta la falda para exponer sus genitales. Está el acechante gorjeo en la ninfa Eco (hija de Yambe en la leyenda ateniense), quien es descrita por Sófocles como “la niña sin puerta en la boca” (Filoctetes).

Poner una puerta en la boca de las mujeres ha sido un proyecto importante de la cultura patriarcal desde la Antigüedad hasta el día de hoy. Su táctica principal es una asociación ideológica del sonido femenino con la monstruosidad, el desorden y la muerte. Consideren esta descripción de uno de los biógrafos de Gertrude Stein: “Gertrude era robusta. Solía rugir de risa, muy fuerte. Tenía una risa como un bistec. Amaba la carne”.

Estos enunciados, con su confusión artificiosa de niveles fácticos y metafóricos, llevan consigo lo que a mí me parece un tufo de puro miedo. Es un miedo que proyecta a Gertrude Stein en el límite entre una mujer, un animal y una monstruosidad. La sonrisa (“tenía una risa como un bistec”) que identifica a Gertrude Stein con ganado es seguida por la aseveración “amaba la carne”, lo que indica que Gertrude Stein comía ganado. Las criaturas que se comen a su propia especie regularmente son llamadas caníbales y son vistas como anormales. Los otros atributos anormales de Gertrude Stein, como su alta estatura y su lesbianismo, eran enfatizados constantemente por los críticos, biógrafos y periodistas que no sabían qué hacer con su escritura. La marginalización de su personalidad era un modo de desviar su escritura de la centralidad literaria. Si es gorda, su aspecto es gracioso y tiene una desviación sexual, debe ser un talento marginal.

Uno de los patriarcas literarios que más le temían a Gertrude Stein era Ernest Hemingway. Es interesante escuchar la historia de cómo terminó su amistad con Gertrude Stein porque no podía tolerar el sonido de su voz. La historia tiene lugar en París. Hemingway la cuenta desde la perspectiva de un expatriado desencantado que se acaba de dar cuenta de que después de todo no puede hacer una vida por sí mismo en la cultura extraña en la que está varado. Un día de primavera de 1924, Hemingway va a ver a Gertrude Stein y le abre la empleada doméstica:

La sirvienta abrió la puerta antes de que yo tocara y me dijo que pasara y esperase, la señora Stein bajaría en un momento. Fue antes del mediodía, pero la sirvienta me sirvió una copa de eau-de-vie, la puso en mi mano y me guiñó el ojo felizmente. El líquido incoloro se sintió bien en mi lengua y todavía estaba en mi boca cuando escuché a alguien hablándole a la señora Stein como nunca había escuchado a alguien dirigirse a otra persona jamás en ningún lado. Entonces la voz de la señora Stein sonó suplicando y rogando, diciendo “No, gatito. No, no, por favor no. Por favor, no, gatito”. Me tomé la bebida, puse la copa en la mesa y empecé a dirigirme a la puerta. La sirvienta agitó su dedo y me dijo “No se vaya, está por bajar”.

“Tengo que irme”, le dije y traté de no escuchar más mientras me iba pero se seguía escuchando y la única manera que tenía de no escuchar más era yéndome. Era malo oírlo y las respuestas eran peores…

Así terminó para mí, de una manera suficientemente estúpida… Ella se figuraba como un emperador romano y eso está bien si te gusta que tus mujeres se vean como un emperador romano… Al final todos o casi todos se reconcilian para no ser remilgados o justos. Pero yo no podría reconciliarme de verdad, ni en mi corazón ni en mi cabeza. Cuando ya no puedes hacer amigos en tu cabeza es lo peor. Pero era más complicado que eso.

En efecto, es más complicado que eso. Así lo veremos si mantenemos a Ernest Hemingway y Gertrude Stein en mente mientras consideramos otra viñeta sobre un hombre confrontándose con una voz femenina. Ésta es del siglo VII a.C. Es un fragmento lírico del poeta arcaico Alceo de Lesbos. Como Ernest Hemingway, Alceo era un escritor expatriado. Había sido expulsado de su ciudad natal Mitilene por insurgencia política y su poema es un lamento solitario y desmoralizado desde el exilio. Como Hemingway, Alceo personifica sus sentimientos de alienación en la imagen de sí mismo como un hombre en la antesala de la alta cultura, que es sometido al perturbador estrépito de voces de mujeres en la habitación de al lado:

… Miserable yo
que tengo como suerte la barbarie

quisiera oír a la Asamblea
y el Consejo que me llaman
oh, Agesilao
—lo que mi padre y el padre de mi padre
gozaron al envejecer—

soy un marginado
entre estos ciudadanos que se atacan

como Onomacles, vivo un exilio en lo más aislado
he erigido mi casa en soledad
en los linderos de los lobos…

…Moro con los pies fuera de la maldad
donde lesbianas en concursos de belleza
vienen y van con sus batas que cuelgan
y alrededor reverbera
el insólito eco de aullidos terribles de mujeres (ololygas)…

Éste es un poema de una soledad radical que Alceo enfatiza con un oxímoron. “He erigido mi casa (eoikesa) en soledad (oios)” dice, pero estas palabras no tendrían mucho sentido para alguien que lo escuchara en el siglo VII. El verbo eoikesa está construido por el sustantivo oikos, que denota la compleja relación de espacios, objetos, parientes, sirvientes, animales, rituales y emociones que constituyen la vida de una familia en la polis. Un hombre sólo no puede constituir un oikos.

La condición de oxímoron de Alceo es reforzada por el tipo de criaturas que lo rodean. Lobos y mujeres han reemplazado a “mi padre y el padre de mi padre”. El lobo es un símbolo convencional de la marginalidad en la poesía griega. El lobo es un forajido, vive más allá de los límites de la marca cultivada y habitada que se denomina polis, en ese espacio que no es la tierra de nadie llamada apeiron (“lo desvinculado”). Las mujeres, en la perspectiva antigua, comparten este territorio espiritual y metafóricamente en virtud de una afinidad “natural” femenina por todo lo que es inmaduro, informe y en la necesidad de ser civilizado por las manos del hombre. Así, por ejemplo, en el documento citado por Aristóteles llamado “La tabla pitagórica de los opuestos”, encontramos los atributos de lo curvo, lo oscuro, lo secreto, lo malvado, lo que está en movimiento perpetuo, lo que se contiene a sí mismo y lo que no tiene límites identificado con las mujeres y dispuesto contra lo recto, lo ligero, lo honesto, lo bueno, lo estable, lo autocontenido y firmemente limitado con el lado masculino (Aristóteles, Metafísica).

Imagino que la jerarquización de estas polaridades no es nueva para ustedes, ahora que las historiadoras clásicas y las feministas han pasado los últimos diez o quince años codificando los argumentos con los que los pensadores de la antigua Grecia se convencieron a sí mismos de que las mujeres pertenecen a una raza distinta que la de los hombres. Pero me interesa que la radical otredad de lo femenino es experimentada por Alceo (y por Hemingway) en la forma de las voces de mujeres profiriendo sonidos que los hombres están indispuestos a escuchar. ¿Por qué es tan malo escuchar el sonido femenino? El sonido que Alceo escucha es el de las mujeres locales de Lesbia que conducen concursos de belleza y hacen que el aire reverbere con sus gritos. Conocemos los concursos de belleza de las mujeres de Lesbia por una nota en un escolio iliádico que dice que era una fiesta anual celebrada en honor a Hera.

Alceo menciona los concursos de belleza para remarcar el nivel prodigioso de ruido y, al hacerlo, dibuja su poema como una composición tonal. El poema empieza con el sonido urbano y ordenado de un heraldo que convoca a los ciudadanos masculinos a sus asuntos cívicos y racionales en la Asamblea del Consejo. El poema termina con un eco sobrenatural de mujeres chillando en el territorio de los lobos. Más aún, las mujeres emiten un tipo particular de aullido, el ololyga. Éste es un grito ritual de las mujeres. Es un penetrante grito agudísimo proferido en ciertos momentos climáticos de las prácticas rituales (por ejemplo, cuando se corta la garganta de la víctima durante un sacrificio) o en momentos climáticos de la vida real (por ejemplo, cuando nace un niño) y también es un rasgo común de los festivales de mujeres.

El ololyga, con su verbo cognado ololyzo, pertenece a una familia de palabras que incluyen eleleu con su cognado elelizo, y alala con su cognado alalazo; probablemente sea de origen indoeuropeo y, evidentemente, es de derivación onomatopéyica. Estas palabras no significan otra cosa más que su propio sonido. El sonido representa un llanto de intenso placer o intenso dolor. Emitir estos llantos es una función especialmente femenina. Cuando Alceo se encuentra rodeado por el sonido del ololyga, nos está diciendo que está completa y genuinamente fuera de los bordes. Ningún hombre haría ese sonido; ningún espacio cívico regulado lo contendría. Los festivales femeninos en los cuales estos llantos rituales fueron escuchados generalmente no podían realizarse dentro de los límites de la ciudad, sino que eran relegados a áreas suburbanas como las montañas, las playas o las azoteas de casa donde las mujeres podían divisarse a sí mismas sin contaminar los oídos o el espacio cívico de los hombres.

Para Alceo, estar expuesto a ese sonido es una condición de desnudez política tan alarmante como el arquetipo de Odiseo, quien despierta sin ropa en un matorral en la isla de Esqueria en el sexto libro de la Odisea de Homero, rodeado por el grito de mujeres. “¡Qué balbuceos de mujeres vienen a mí!”, exclama Odiseo, y empieza a fantasear qué tipo de salvajes o seres sobrenaturales pueden estar haciendo tanto escándalo. Las salvajes, por supuesto, resultan ser Nausícaa y sus amigas jugando en la ribera, pero lo que es interesante en este escenario es la asociación automática de Homero del desorden femenino con el espacio silvestre, lo salvaje y lo sobrenatural. Nausícaa y sus amigas son brevemente comparadas por Homero con las dos niñas salvajes que vagan en las montañas acompañando a Artemisa, una diosa que también es notoria por los sonidos que emite, si podemos juzgarlo por sus epítetos homéricos. Artemisa es calificada como keladeine, una palabra derivada del sustantivo kelados, que remite a un rugido fuerte como el del viento, el agua caudalosa o el tumulto de una batalla. Artemisa también es llamada iocheaira, que usualmente es etimologizado para decir “la que lanza las flechas” (donde ios significa flechas), pero también podría venir del sonido exclamatorio io, y significaría “la que emite el llanto ‘¡IO!’”.

A las mujeres griegas de los periodos clásicos arcaicos se les alentaba a no proferir cualquier tipo de llanto sin regulación dentro de los espacios cívicos de la polis o en el rango de escucha de los hombres. En efecto, la masculinidad en esa cultura se define por sus usos diferentes del sonido. La continencia verbal es un rasgo esencial de la virtud masculina sophrosyne (“prudencia, solidez mental, moderación, templanza y autocontrol”), que ordena la mayor parte del pensamiento patriarcal o de los asuntos éticos o emocionales. Con frecuencia, se dice que la especie de la mujer carece del principio de ordenamiento de la sofrosine.

Freud formula sucintamente el doble estándar en un comentario a un colega: “Un hombre que piensa es su propio legislador y confesor, y obtiene su propia absolución, pero las mujeres… no tienen la medida de la ética para sí mismas. Sólo pueden actuar si mantienen los límites de la moralidad, siguiendo lo que la sociedad ha establecido como adecuado”. Así también, discusiones antiguas de la virtud del sofrosine demuestran que, cuando es aplicado a las mujeres, este mote tiene una definición diferente que para los hombres. La mujer sofrosine es relacionada con la obediencia femenina al hombre y en raros casos significa otra cosa que la castidad. Cuando sí significa más, la alusión con frecuencia es al sonido. Un esposo que quiere convencer a su esposa o concubina de ejercitar la sofrosine, probablemente quiere decirle “¡Guarda silencio!”.

La heroína pitagórica Timycha, que prefería morderse la lengua antes que decir algo erróneo, es considerada una excepción a la regla femenina. En general, las mujeres de la literatura clásica son una especie propensa a la desordenada e incontrolable salida del sonido —a gritar, gemir, sollozar, emitir lamentos estridentes, reírse muy fuerte, gritar por dolor o placer y a tener brotes de emoción bruta en general—. Como Eurípides lo plantea, “Es un placer innato de las mujeres que su corriente de emociones suba por su boca y salga por su lengua” (Andrómaca). Cuando un hombre permite que su corriente de emociones suba por su boca y salga por su lengua, está feminizado. Heracles agoniza al final de Las traquinias al encontrarse a sí mismo “llorando como una niña, mientras que antes yo solía seguir el curso de mi dificultad sin un gemido pero ahora, en sufrimiento, me descubro como una mujer”.

Es una asunción fundamental de estos estereotipos de género que un hombre, en su condición de sofrosine, es capaz de disociarse de sus propias emociones y así controlar sus sonidos. Resulta una asunción corolaria que el deber cívico propio de un hombre hacia la mujer es controlar su sonido, en la medida en que ella no puede controlarse. Observamos un momento que sintetiza esta benevolencia masculina en el Libro XXII de la Odisea, cuando la vieja Euriclea entra al comedor y encuentra a Odiseo bañado en sangre y rodeado por los pretendientes muertos. Euriclea levanta la cabeza y abre la boca para proferir un ololyga. Entonces, Odiseo levanta una mano y cierra su boca diciendo, ou themis: “No está permitido que grites ahora, regocíjate internamente…”.

Cerrar las bocas de las mujeres era el objeto de un complejo acuerdo de legislación y convención en la Grecia preclásica y clásica, del cual los ejemplos mejor documentados son las leyes suntuarias de Solón y el concepto nuclear es la afirmación genérica de Sófocles, “El silencio es el kosmos [buen orden] de las mujeres”. Las leyes suntuarias promulgadas por Solón en el siglo VI a.C. tenían como efecto, nos dice Plutarco, “prohibir todos los desórdenes y excesos bárbaros de las mujeres en sus festivales, procesiones y ritos funerarios”. La responsabilidad de los lamentos funerarios ha pertenecido a las mujeres desde la Antigüedad de Grecia. En la Ilíada de Homero, vemos a las mujeres troyanas, capturadas en el campamento de Aquiles, obligadas a llorar por Patroclo. Aun así, los formuladores de las leyes de los siglos V y VI, como Solón, sufrían lo suficiente como para restringir estas efusiones femeninas a un sonido y una expresión emocional mínima.

La retórica oficial de los legisladores es instructiva, tiende a denunciar los malos sonidos como una enfermedad política (nosos) y habla de la necesidad de purificar los espacios cívicos de esta contaminación. El sonido en sí es visto como un medio de purificación pero también como contaminación. Así, por ejemplo, el legislador Carondas, como Solón, estaba preocupado por regular los ruidos femeninos y puso atención en el ritual funerario. Las leyes se promulgaban especificando la locación, la hora, la duración, las personas, la coreografía y el contenido musical y verbal de los lamentos funerarios de las mujeres sobre la base de que “los sonidos duros y barbáricos” eran estímulos para “desorden y licencia” (como lo plantea Plutarco). Se consideraba que los sonidos femeninos despertaban y generaban la locura.

Detectamos, aquí, una cierta particularidad en el razonamiento: Si las manifestaciones públicas de las mujeres son encerradas a perpetuidad en las instituciones culturales como lamentos rituales; si las mujeres regularmente son reasignadas a expresiones de sonidos irracionales como el ololyga y las emociones naturales en general, entonces la tendencia tan llamada “natural” a los gritos de las mujeres, a los lamentos, los llantos, la exhibición emocional y el desorden oral no pueden evitar convertirse en profecías autocumplidas. Pero la circularidad no es lo más ingenioso de este razonamiento. Deberíamos ver un poco más de cerca la ideología que subyace al horror masculino del sonido femenino. Y en este punto se vuelve importante distinguir el sonido del lenguaje.


Lee aquí la segunda parte de este ensayo.

* “The Gender of Sound” por Anne Carson, en GLASS, IRONY, AND GOD, copyright ©1995 de Anne Carson. Reproducido con autorización de NewDirections Publishing Corp.


Autor

Anne Carson

Toronto, Canadá, 1950. Es una poeta canadiense en lengua inglesa. Además, es ensayista, traductora y profesora de literatura clásica y comparada. Algunos de sus libros traducidos al español son Autobiografía de rojo (Calamus 2008, traducción de Tedi López Mills), La belleza del marido (Lumen 2003, traducción de Ana María Becciu) y Albertine (Vaso Roto 2016, traducción de Jorge Esquinca).

enero 2019