Carmen Leñero, ¿De qué tamaño es el cielo? Breve antología musical de la poesía mexicana (2 CD), Universidad Nacional Autónoma de México / Instituto de Investigaciones Filológicas (UNAM) / Centro de Poética, 2019.
La reciente aparición de ¿De qué tamaño es el cielo? Breve antología musical de la poesía mexicana, de Carmen Leñero en una edición notable, me ha llevado de nuevo a una reflexión que hago de forma un tanto esporádica sobre la relación entre la música y poesía. Hubo una época en que estuvieron estrechamente ligadas e incluso esa liga tiene un carácter mítico fundador: eran lo mismo. En nuestra época, esa relación es muy distinta, no siempre buena y no pocas veces conflictiva. Como muchos poetas, he dicho en ocasiones que lo que escribo aspira a ser parte, algún día, de la cultura popular, y que un poema cantado por alguien en una fiesta sin saber de quién es, es la mayor fortuna de un escritor. Para mi generación, el rock y el folk replantearon el asunto hace más de medio siglo: hoy Bob Dylan es Premio Nobel, no hay duda de que la rumba es cultura y el son jarocho fascinante poesía musicalizada, pero la relación sigue siendo conflictiva.
Carmen Leñero es una de las más importantes poetas mexicanas actuales y ha sido versátil en su relación con los textos, donde ha practicado desde el aforismo hasta el relato para niños. Y ha tenido también un notable desarrollo como cantante. En este disco confluyen sus dos vertientes de manera importante. No es la única entre los escritores de su edad en correr esa aventura. Pienso en Ricardo Yáñez, Ricardo Castillo y Eduardo Langagne entre quienes lo han hecho de manera sostenida, ya sea como músicos, como letristas u ocupándose de pensar esa relación. Recuerdo varias presentaciones en que Carmen presentaba composiciones cantadas con una voz atractiva y singular. Si esa memoria, por definición traicionera, no me traiciona esta vez, las letras eran textos —hay que llamarlos poemas— suyos.
Pero este disco corre más riesgos, pues no es lo mismo cantar letras propias que letras de otros (que no ajenas), incluidos autores clásicos. Esa diferencia entre lo ajeno y lo otro es nodal: al cantarlos, Carmen Leñero se apropia de una manera brillante de esos textos. Se apropia a la vez que los presenta ante el público de una manera distinta; se diría que cantarlos es una manera de hacer un ensayo sobre ellos, de pensarlos de forma diferente. Pienso, por ejemplo, en la versión que canta de los poemas de cuatro figuras imprescindibles de la actual poesía mexicana, y compañeros de generación (ella es más joven por algunos años): Antonio Deltoro, Coral Bracho, José Luis Rivas y Verónica Volkov. No escoge poemas fáciles de musicalizar y cantar. No es lo que llamaríamos música culta ni tampoco música popular ni nueva canción (en el sentido usado en los setenta), ni se sitúa en la línea de Juan Manuel Serrat o del hoy olvidado Paco Ibáñez, pero algo de cada uno de esos mundos está presente. Sin embargo, la consecuencia es que el muy serio trabajo musical del equipo que participa en el disco, que tiene una perspectiva muy moderna, las sustrae al tiempo actual pero no los remite a un tiempo específico, sino que los pone en ese vago tiempo que llamamos aire antiguo.
En México hubo un momento en que varios compositores se animaron con obras literarias para componer ópera. Mario Lavista, Daniel Catán, Federico Ibarra y Marcela Rodríguez, entre otros. Paz, Fuentes, Inés Arredondo. Se me ocurre ahora, mientras escribo estas líneas, que la relación de la ópera con su libreto es similar a la del poema (texto) con su música, su condición cantable. Pero la novela sería el pasado de la ópera mientras que el poema es el futuro de la música, su relación temporal no es simétrica. Leñero se le mide a Sor Juana y a Paz, a Sabines y a Pellicer, a Huerta y a Gutiérrez Nájera, a Villaurrutia, a Nervo y a Concha Urquiza, a López Velarde, a Gutierre de Cetina, a Tablada, a Rosario Castellanos y a Efrén Rebolledo. Vaya nómina.
Si, en cierta manera, la poesía en sí se sustrae al tiempo al no ser actual, con la música se vuelve de un tiempo otro, siempre otro. Por ejemplo, la rarísima y muy buena musicalización de un poema de Canciones para cantar en las barcas de Gorostiza: esos poemas, llamados canciones, y lo son, son muy difíciles de cantar. Es y no es una paradoja. La música de esa canción está implícita en la letra y cuando se la musicaliza se rompe una condición de unidad. ¿Cómo evitar que eso ocurra? Por ejemplo, los poetas no suelen ser buenos letristas, y si encontramos poesía en Agustín Lara, José Alfredo Jiménez o Consuelito Velázquez es porque son buenos letristas, no buenos poetas. Leñero a veces canta como si fueran poemas renacentistas, otras jazzea con plena libertad y otras casi recita, o canta “La duquesa Job” como la cantaría Frank Sinatra, pero siempre se siente que, para bien, detrás de la cantante está la poeta, su conciencia de ese oficio; es decir, el dominio de la forma, su uso. Por eso su elección de los poemas que canta, todos ellos frutos de un trabajo sobre la forma como vehículo de la experiencia. Pienso que se debe haber divertido mucho haciendo este disco, oyendo el ritmo salir del poema mismo en busca de esa “música implícita” y encontrándose con otra que no es, sin embargo, explícita.
La problemática señalada en Gorostiza —una musicalidad evidente no traducible en términos cantables— se agudiza cuando la forma es más rígida, sea un soneto o una décima. Por eso, y para volver a los poetas actuales, las versiones que hace de poemas de Antonio Deltoro y José Luis Rivas me parecen muy logradas. ¿Cómo se oirán ellos en la voz de Carmen Leñero? Y no me gustan tanto porque coincidan con lo que aquí he llamado música implícita, sino porque aportan otra mirada —debería decir: otro oído—, distante de la mía.
La poesía actual está escrita para leerse, no para escucharse leída en voz alta, menos aún cantada. Por eso es tan interesante cuando alguien como Leñero, con preparación musical y experiencia como escritora, asume el desafío de forma tan profesional y ambiciosa. Su proyecto, aunque tiene puntos en contacto con, por ejemplo, Jaramar, es muy distinto en sus resultados. Es, en términos extremos, una manera distinta de leer la poesía. Por eso musicalizar un poema es más parecido a escribir un ensayo sobre él: acompaña una segunda lectura. Desde luego que esta breve antología es, también, una manera de buscar que la poesía alcance otros públicos.
Autores
José María Espinasa
Ciudad de México, 1957. Poeta, ensayista y editor. Es editor fundador de Ediciones Sin Nombre y director del Museo de la Ciudad de México. Fue secretario de redacción de las revistas Tierra Adentro y Casa del Tiempo, así como del suplemento La Jornada Semanal. En Piélago, publicado por la UNAM, reunió buena parte de su poesía escrita entre 1977 y 2007. Es, asimismo, autor de múltiples volúmenes de ensayo como Notas sobre la literatura mexicana después de 1968 (2019).
Dreyk Rivas
/ Estado de México, 2000. Forma parte de la segunda generación de Nido de Poesía en LibrObjeto Editorial. Su obra ha sido publicada en revistas como Página Salmón, Nocturnario y Punto de partida. Actualmente estudia en la Facultad de Medicina de la UNAM.