Primera parte de dos.
Proveniente de San Luis Potosí, el joven abogado Ramón López Velarde llega en tren, la noche del jueves 10 de enero de 1914, a la estación de Colonia de la Ciudad de México. A diferencia de otros puntos del país, la capital goza de tranquilidad y bullicio. Los banquetes en honor al general Huerta, “el salvador de la patria”, son noticia frecuente en los diarios. El 24 de diciembre, el asesino intelectual de Madero y Pino Suárez celebró su cumpleaños número 62 en un salón-comedor de Palacio Nacional donde, en un momento estelar de la noche, José Juan Tablada dedicó al usurpador estas palabras: “Se evocan de Cuauhtémoc la figura / su alma y su faz de bronce, no es en vano / pues renovaste su épica bravura / al triunfar en Bachimba y en Rellano.” El 27 del mismo mes, la comunidad norteamericana agasaja al militar golpista. El 1º de enero de 1914, el gobierno de Huerta organiza una recepción en Palacio Nacional a mediodía y, por la noche, recibe en cena de gala en el Castillo de Chapultepec a la crema y nata de la sociedad capitalina. El 12 de enero el inspector general de Policía, Francisco Chávez, y el torero Rodolfo Gaona, complacen a “El Chacal” y a varios de sus ministros con una comilona en una casa de campo de Huipulco. El Teatro Principal presenta la revista 1913, un musical que celebra “las hazañas” del militar jalisciense, sobre todo las perpetradas durante los días de la Decena Trágica. Es común encontrarse al general Huerta en los palcos de aquel foro, pero también en los del Teatro Lírico o en los del Apolo, donde el auditorio, suspendiendo la función, se pone de pie y ovaciona al “restaurador sangriento” del orden nacional.1
Mientras corre el tranvía rumbo a la colonia Roma, el poeta recuerda la ciudad que abandonó a mediados de febrero de 1913: una urbe convulsa de metralla y traición. En nada se parece a esta ciudad pacífica, con paseantes despreocupados que caminan por las calles nocturnas de regreso a sus hogares. Él también se encamina a su morada, una casa familiar que estuvo lejos y a la deriva desde que dejó la ciudad de Aguascalientes para marchar a la escuela de leyes del Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí; luego, con la muerte del padre, en noviembre de 1908, la madre se recogió con sus hermanos y regresó a Jerez, donde pasarían una temporada de cinco años. Sin embargo, bajo la bandera del Plan de Guadalupe, muy especialmente en los estados del norte del país, se desató una serie de alzamientos armados en contra del ejército federal que afectó seriamente la vida de muchas de las comunidades. Durante un periodo los saqueos, los asesinatos, los secuestros y las violaciones fueron parte de una pesadilla recurrente para estos poblados que, de la noche a la mañana, se convertían en plaza a tomar o en cuarteles de guerra. La familia López Velarde Berumen, con los hijos mayores, Ramón y Jesús, muy posiblemente en San Luis Potosí, se sintió insegura y frágil en medio de galopes amenazantes, tiroteos sin ton ni son y estrépitos de cañoneo a la distancia; con el apoyo del boticario Sinesio y de Salvador Berumen, hermanos de la viuda, la familia del poeta abandonó el edén jerezano para instalarse en la Ciudad de México. ¿En qué fecha se realizó esta mudanza? ¿Colaboró en esta pesada travesía el autor de Zozobra? ¿Se encargaría personalmente de la renta del departamento ubicado en Avenida Jalisco 71, donde habrán de alojarse su madre y sus seis hermanos?2
En la biografía velardeana, los meses posteriores al golpe de estado contra el presidente Madero son, todavía, una zona de brumas y especulaciones con pocas certezas documentadas. Once meses después de aquellos festivales de oprobio y crimen, el abogado López Velarde respira el aire invernal del Anáhuac. Tal vez, cuando desciende del tranvía eléctrico y camina por el amplio camellón flanqueado de fresnos y álamos, adornado de fuentes con figuras de la mitología grecolatina, su corazón acelera el ritmo por la emoción de abrazar y besar a doña María Trinidad, su madre, de 42 años, y a la benjamina de la tribu, la pequeña Aurora, de apenas cinco años. Con modesta imaginación es fácil fabular el recibimiento del primogénito. Doña Trini manda a sus hijos, Guillermo (de ocho años) y Leopoldo (de doce), a que avisen al tío Sinesio —quien despacha la Farmacia Berumen en la esquina de Córdoba y Tabasco— para que los acompañe a cenar, pues acaba de llegar Ramón, mientras José Trinidad (de veinte años) limpia y prende el fogón, María Guadalupe (de dieciocho años) y Pascual (de quince) sacan de un baúl el mantel bordado de Aguascalientes y lo extienden en la mesa de cedro que los ha reunido muchas veces. En tanto, en la habitación del fondo, el recién llegado conversa con su hermano Jesús (de veintidós años), próximo a graduarse de médico; ávidos de noticias, se ponen al día de sus andanzas, del momento aciago que vive el país y de sus planes inmediatos. Hasta este cuarto se escuchan la bulla y el trajín de la cocina, y se respiran ciertos aromas comestibles que hacen gruñir las tripas fraternales. Con la colaboración de todos, y bajo la batuta de la madre, en poco menos de una hora, sobre platones y cazuelas de barro de Tonalá, se ofrecen empanadas de picadillo, volovanes fingidos, figadete jerezano y asado de boda. Todo un festín rematado con los postres del terruño: torrejas y ponche romano.3 El poeta ocupa una de las cabeceras de la mesa, y el tío solterón Sinesio, el otro cabezal. Cada uno, con ojos de felicidad y gratitud, observa el ritual de compartir los sagrados alimentos. Después de algunas muertes y varias separaciones, la familia que formó el Lic. José León de la Trinidad Francisco de Guadalupe López Velarde Morán y la señora María Trinidad Berumen Llamas de López Velarde se ha vuelto a reunir, lejos de la tierra natal, en un tiempo inhóspito para los hombres de bien —“un tiempo de asesinos”, diría Arthur Rimbaud recordando las brutalidades durante la Comuna de París.
Aguijoneado por diversas inquietudes, el poeta abandona la cama y se encamina al comedor. El silencio de la alta madrugada es cómplice de sus cavilaciones. De su portafolio extrae unas hojas de papel y sentado a la mesa, donde hace unas horas la familia celebró su retorno, escribe una carta a la señorita María Nevares, residente en San Luis Potosí. En cuatro brevísimos párrafos notifica a su “amiga querida” que la noche de ayer arribó a la capital sin contratiempos; también le comenta, sin rodeos, que sigue pensando en ella, sobre todo en “sus extraños ojos, cuya belleza singular me ha dado una de las impresiones más gratas de mi juventud”. Bajo la stella polaris de la muchacha potosina, el corazón de López Velarde encontrará cierto equilibrio vital para resistir los embates y los retos de su actual situación. ¿Qué hará ahora en la gran urbe para solventar sus gastos y los de la familia? En San Luis Potosí abrió, en octubre del año pasado, un bufete jurídico con su amigo Ernesto Barrios Collantes —compañero de estudios y de militancia maderista— y había llevado a cabo ciertas diligencias encargadas, desde la Ciudad de México, por su otrora mentor en el periodismo y en la política, Eduardo J. Correa (1874-1956). Es un hecho que, durante el primer semestre de 1914, los ingresos de López Velarde —marcando una línea de fuego con la administración huertista— tuvieron como fuente exclusiva su trabajo de abogado litigante.
La última carta del epistolario entre el autor de La sangre devota y Correa, fechada en la capital potosina el 19 de noviembre de 1913, sugiere cuál es el estado profesional y afectivo entre estos dos amigos, tan cercanos en el pasado inmediato. Para esta fecha, Correa sigue siendo diputado del Congreso Federal, no obstante su distanciamiento con la cúpula del Partido Católico Nacional —el cual fue sometiéndose paulatinamente al reconocimiento abierto y activo del gobierno de Huerta—. Desde el 23 de agosto del mismo año, el político hidrocálido ya no es el director de La Nación; despedido de esta publicación ligada a la Curia Apostólica y al PCN, y en cuyas páginas López Velarde escribiría una cuarta parte de sus obras completas, pronostica malos tiempos a la causa de los católicos. La misiva en cuestión deja entrever que ha pasado cierto tiempo sin encontrarse en la Ciudad de México o en la capital potosina, incluso sin escribirse más allá del posible intercambio de documentos relacionados con los litigios de su profesión. El zacatecano alega que “Ocupaciones de diversa índole me habían impedido escribirle, como yo lo deseaba”.4 ¿Cuáles eran esas “ocupaciones”? ¿El traslado de la familia de Jerez a la capital del país? ¿El remate de las propiedades y los bienes de la familia en Zacatecas? En esa misma carta, López Velarde escribe: “Contra mis intenciones al salir de aquélla, he permanecido por acá indefinidamente”.5 No creo que esta vaga explicación —con pocas coordenadas para el lector de la epístola— tenga relación con la salida de la Ciudad de México del escritor en los primeros días de la Decena Trágica. Pese a que no volvieron a aparecer colaboraciones velardeanas en La Nación, después de “Saetas IV”, publicada el 7 de febrero de 1913, el jerezano se encontraría con Correa unos meses después de los fatídicos sucesos. Según la pesquisa de Elena Molina Enríquez, los dos abogados abrieron en sociedad un bufete jurídico con domicilio en la calle de Guillermo Prieto 12, en la colonia San Rafael, y continuaron llevando algunos casos durante esos meses de niebla espesa en el itinerario del jerezano.
La posible explicación de la ausencia de la pluma del poeta en el diario católico no es otra que la imposibilidad de condenar el cuartelazo del General Huerta, decisión acordada en las altas esferas del PCN y de la Curia.6 La lealtad siempre manifiesta a Madero impidió a López Velarde, a todas luces, manchar su honorabilidad en el festín de chacales tras el asesinato del presidente y el vicepresidente de la república.7 Poco o nada tiene que hacer en la capital del país. En cambio Eduardo J. Correa, en su calidad de legislador, soportó la llegada del usurpador a la Cámara de Diputados el 1º de abril de 1913, en sesión solemne; también presenció, e incluso participó en, la comparsa electoral del 26 de octubre —una vez disueltas las cámaras por el dictador—, donde triunfó grotescamente la fórmula Huerta-Blanquet.8 A eso se refiere en la carta a su amigo aguascalentense: “Me he enterado que sigue usted en los trabajos de política, pero de una política que tiene sus trazos de apostolado, ya que no puedo menos que conceptuar como romanticismo en el que estos tiempos singulares haya quienes emprenden campañas eleccionarias”.9 Con ese escenario en el pasado inmediato, el arribo capitalino de Ramón López Velarde resultaba absolutamente desalentador. Las noticias de las tomas de Ciudad Juárez (16 de noviembre de 1913) y de la de Ojinaga (11 de enero de 1914) a cargo de Francisco Villa, y de algunas plazas en Sinaloa y Tamaulipas, obra de Álvaro Obregón y de Pablo González, sumaban cierto optimismo a un panorama tan desolador. Al mismo tiempo, el no reconocimiento de los Estados Unidos al gobierno castrense de Huerta alienta a los distintos opositores, dentro y fuera de México, a velar armas por una próxima renuncia al cargo del Ejecutivo.
* Adelanto del libro Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-1921, publicado por el sello Calygramma.
1 Alfonso Taracena, La verdadera Revolución… 1912-1914, pp. 367-374.
2 En Un corazón adicto. La vida de Ramón López Velarde (1989 y 2002), Guillermo Sheridan “arriesga” una conjetura sobre las actividades del poeta en los meses posteriores al asesinato de Madero. Ubica a López Velarde desde junio de 1913 en San Luis Potosí y a su familia, ya instalada en la Ciudad de México, a partir de septiembre del mismo año.
3 Eugenio Del Hoyo, La cocina jerezana, pp. 34-95.
4 RLV, Correspondencia con Eduardo J. Correa, 162.
5 Ibid., 163.
6 No se olvide que Madero fue candidato presidencial del PCN y que, en su mandato, La Nación condenó las conjuras y revueltas contra el régimen maderista. Como trascendió poco después de los fatídicos acontecimientos de febrero de 1913, varios miembros de la cúpula católica fueron informados en los primeros días de febrero que se preparaba una conjura en contra de Madero. No es difícil pensar que esta información llegó a los directivos de La Nación, a Eduardo J. Correa en especial y, en consecuencia, a López Velarde, los dos leales simpatizantes del político de Parras. ¿Por qué no escribieron al respecto? Aventuro que una línea de censura y “prudencia” de la alta jerarquía del PCN y de la Curia lo impidió.
7En su libro El Partido Católico Nacional y sus directores, escrito en 1914 y publicado post mortem en 1991, Eduardo J. Correa confirma que la Secretaría de Gobernación hizo publicar a La Nación, y a la mayoría de los diarios metropolitanos, un boletín entregado el 23 de febrero de 1913 —es decir, al día siguiente del crimen contra Madero y Pino Suárez— “con la fábula del asalto” a los dos máximos políticos de la república. Meses después, agrega el propio Correa, “cuando se pudo hablar un poco, al ocuparnos en el estudio de la (cuestión internacional, expuse que no existía Jordán donde el régimen de Huerta pudiera purgarse de su pecado de origen…” (p. 162).
8 Para este momento una figura eminente del Partido Católico Nacional, Eduardo Tamariz, ya había sido subsecretario de Instrucción Pública en el régimen golpista. Será este político, en calidad de presidente del congreso, quien conteste el informe a la nación del general Huerta el 20 de noviembre de 1913. Como premio a su lealtad, el dictador lo nombrará Secretario de Agricultura el 18 de febrero de 1914. Cabe comentar, como dato de humor involuntario y trágico, que el candidato presidencial del PCN para las elecciones del 26 de octubre de 1913 fue un distinguido masón y porfirista de cepa: el célebre escritor Federico Gamboa. Otro testimonio sobre la debacle del PCN lo escribe el canónigo Francisco Banegas Galván (1867-1932) en el opúsculo El Porqué del Partido Católico Nacional, escrito en San Antonio, Texas, en 1915 y publicado por la editorial JUS en 1960. Para Banegas, futuro obispo de Querétaro (1919-1932), la participación electoral de PCN no se sumó a la comparsa y al fraude huertista de octubre de 1913; la decisión tuvo que ver, en buena medida, con una acción contenedora de las amenazas del vecino del norte de invadir México. Además, justifica que concurrieron a tan atípica contienda con candidatos del propio partido. En resumen, dice, todas estas acciones fueron “sacrificios por la Patria.” Asumiendo que después la derrota histórica devino un triunfo moral, el canónigo afirma: “Como hoy se entiende la política, esto no fue político; pero, ¿qué importa si fue recto y digno…?” Las colaboraciones y las omisiones del PCN en relación al gobierno de Huerta será una de las razones, y un eventual pretexto, para la persecución y el castigo de las comunidades religiosas por los grupos simpatizantes de la revolución constitucionalista y de sus continuadores sonorenses, en un largo periodo que va de 1914 a 1929 con la finalización de la Guerra Cristera.
9 RLV, Correspondencia con Eduardo J. Correa, pp. 164-165. La mordacidad y la ironía velardeanas no se ocultan en este comentario; su otrora mentor pagó cierto precio moral al participar en la comparsa de elecciones controlada por el régimen huertista.
Autor
Ernesto Lumbreras
/ Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966. Poeta, ensayista, crítico y editor. Ha obtenido, entre otros premios, el Nacional de Poesía Aguascalientes, el Internacional de Ensayo Siglo XXI y el Bellas Artes de Cuento Infantil Juan de la Cabada. Santo remedio (poesía para niños) y Tablas de restar (varia invención), publicados ambos en 2017, son sus más recientes publicaciones.