octubre 2019 / Ensayos

Ramón López Velarde regresa a la Ciudad de México (2)

Esta es la segunda parte de este ensayo. Puedes leer aquí la primera parte.



Al poco de llegar a la gran metrópoli, el poeta busca a conocidos y amigos que trató durante su primera estancia, de finales de marzo de 1912 a mediados de febrero de 1913. Muy pronto se le verá en el estudio de Saturnino Herrán, en el número 82 de la calle de Mesones. El pintor aguascalentense se ha ido forjando poco a poco un nombre, en medio de una generación brillante, donde habrán de figurar José Clemente Orozco, Diego Rivera, Ángel Zárraga, Roberto Montenegro y otros más. Algunas tardes, mientras el artista continúa sus faenas con la paleta y los pinceles, un grupo de bohemios se reúne en su estudio. Varios de los asiduos a la tertulia herraniana son periodistas, reporteros gráficos y literatos, por lo que el recién llegado se siente, aunque tímido y expectante, en su elemento.

En el primer semestre de 1914, Ramón López Velarde sólo publicará el cuento “Luna de miel”, el 13 de abril, y la crónica “Dolor de inquietud”, el 18 de mayo, ambas en las páginas de La Ilustración Semanal.1 Tal vez el contacto para publicar en este semanario fue el pintor Alberto Garduño, visitante consuetudinario del taller de Herrán y hermano del fotógrafo Antonio Garduño, colaborador estelar de dicha publicación, la cual renovaría el periodismo mexicano de aquel momento. Fundada por el fotógrafo tapatío Ezequiel Álvarez Tostado y J. M. Cuéllar, en La Ilustración semanal también participarían Agustín V. Casasola y José María Lupercio, dos pilares de la fotografía en México. Aunque tuvo corta vida, la publicación hizo época. Su primer número apareció el 7 de octubre de 1913 y sus directores bajaron la cortina el 13 de marzo de 1915, tras lanzar a la calle su última edición. Sus portadas son memorables y pasaron a formar parte del imaginario colectivo de la Revolución Mexicana (recuérdese por ejemplo, la instantánea de la edición 62, del 7 de diciembre de 1914, con Pancho Villa sentado en la Silla del Águila y flanqueado por Emiliano Zapata y Tomás Urbina).2 Bajo el control y la censura huertista de los medios, la revista de Álvarez Tostado gozó de cierta independencia editorial gracias, en buena parte, a los numerosos lectores que seguían cada semana los reportajes de los frentes de batalla. En esas páginas saturadas de fotos se publicaban poemas y relatos para el solaz cultural del lector fiel. Sin someter su conciencia a ninguna aduana moral, el autor de El minutero entregó un par de colaboraciones a una publicación orquestada por periodistas libres y comprometidos a muerte con su oficio. En esos momentos cruciales, los periódicos católicos de la capital —El País, La Nación o El Tiempo— se hundían en el lodazal del oficialismo y de la sobrevivencia frente a un régimen criminal y chantajista.

¿Qué otras opciones tenía para dar a conocer su trabajo literario? Aunque seguramente lo pensaría en varias noches de insomnio, Ramón López Velarde decidió buscar a José Juan Tablada, el antimaderista número uno de la intelectualidad mexicana, convertido ahora en diputado federal huertista por el distrito 6 de Jalisco. Como ya conocía el camino a la casa japonesa del autor de Florilegio, por el rumbo del convento de Churubusco —puesto que en abril de 1912 lo visitó en compañía de Pedro de Alba—, emprendió el camino hacia el pueblo de Coyoacán a inicios de mayo de 1914. Para contrarrestar su timidez, se hizo acompañar del escritor guanajuatense Jesús Villalpando, con el que se pudo terciar la conversación, sin duda apabullante y seductora, de Tablada. Tres años después, López Velarde recordará aquella visita exótica y órfica cuando el escritor modernista —ya en trato con otras estéticas y vestido con kimono de seda— “nos leyó, entre el humo de sus pebeteros orientales, el prólogo y un capítulo de su Hiroshigué. Nos recitó en su jardín, en presencia de los sapos y las otras bestias predilectas, los poemas en los que los alaba. Nos hizo sentarnos en el umbral de su pagoda. Nos mostró las repetidas cartas autógrafas de Lugones…”3 Con toda seguridad, al final del encuentro el anfitrión solicitó al zacatecano que le remitiese a la brevedad unos poemas, puesto que guardaba muy buena impresión de aquellos que había reproducido en El Imparcial en 1911, cuando supuso que se trataba de un poeta español. Los dos jóvenes escritores salieron de la mansión oriental, deslumbrados por haber compartido unas horas “con una de las más severas aristocracias de nuestra poesía”.4 Además, la cortés y sincera petición hecha a López Velarde animó el espíritu del poeta, quien, en poco tiempo, remitió al hogar nipón de Tablada una carta y varios de sus poemas, pertenecientes a su primer libro todavía inédito. Días después, el 7 de junio, en su columna de El Mundo Ilustrado, el autor de Li Po y otros poemas escribirá una nota elogiosa sobre los poemas manuscritos que el jerezano le enviara, donde lee “con la creciente emoción de encontrar un nuevo astro que se revela con sencillas músicas y fragancias encantadoras”.5

¿Qué poemas seleccionó López Velarde en la carpeta que remitió a Tablada? En esa breve nota, donde también dedicaba líneas a un poeta francés de nacionalidad belga, Auguste Genin y a Efrén Rebolledo, curiosamente destaca y cita completo un soneto alejandrino, “Del pueblo natal”, que el joven poeta había publicado en Guadalajara, en el suplemento Pluma y Lápiz del 25 de mayo de 1912 —texto que por cierto ya aparecía en la edición frustrada de La sangre devota de 1910—. Digo curiosamente porque José Juan Tablada se encontraba en otra latitud estética: en febrero de 1912 visitó una exposición futurista en París y sucumbió a tal revuelta; antes de este encuentro con Marinetti y compañía, había desertado del modernismo versallesco y satánico, y su literatura se encontraba en la digestión cultural del mundo japonés y de la lírica lunar y conversacional de Leopoldo Lugones. Y, sin embargo, lo atrapó un soneto, el más clásico de los formatos clásicos, donde López Velarde recrea una estampa de la vida pueblerina con cierta audacia narrativa, sobre todo en el primero de sus tercetos: “De pecho en los balcones de ventanas de madera / platicáis en las tardes tibias de primavera / que Rosa tiene novio, que Virginia se casa”. Con el ejército constitucionalista dominando el norte del país y algunos estados de la región occidental, José Juan Tablada ya no pudo cumplir el artículo prometido donde ampliaría sus comentarios en torno de tan prometedor poeta. En otro contexto de menos alarma política y de exilio inevitable, cinco años después de la promesa, se publicará la nota juramentada por el poeta de Al sol y bajo la luna en las páginas de El Nuevo Tiempo de Bogotá, con fecha del 31 de marzo de 1919.6

* Adelanto del libro Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-192, publicado por el sello Calygramma.

1 Los hermanos Garduño, dedicados a la actividad artística, fueron Alberto, Alfonso y Antonio. Los tres pasaron por la Academia de San Carlos, interesados en el oficio de la pintura. Allí conocieron a Saturnino Herrán, quien pintaría un retrato al óleo de Alberto fechado en 1914. Los historiadores de arte y literatura suelen confundirlos muy a menudo. José Juan Tablada publicó una reseña en la Revista Moderna de México de diciembre de 1904 sobre la exposición del Salón de Alumnos de Bellas Artes; en esa muestra participó la nueva hornada de artistas mexicanos bajo las enseñanzas del pintor español Antonio Fabrés (1854-1936), entre ellos Alberto y Antonio. El poeta destaca especialmente los méritos del primero y dice del segundo, tras un forzado elogio: “Entendemos que este alumno tiene mucho que dar de sí”. Por fortuna, Antonio Garduño se toparía con la cámara fotográfica y dedicaría su talento a la magia de ese arte que comenzaba a definir su territorio. Tal vez, una de las series fotográficas más memorables sea la de los desnudos tomados a Nahui Olin en las playas de Nautla, Veracruz.
2 No obstante que en la portada aparece el crédito de Antonio Garduño, varios de los historiadores de la fotografía en México han argumentado que la célebre instantánea es de la autoría de Agustín V. Casasola. En realidad, ese momento histórico y simbólico de la Revolución Mexicana fue cubierto por tres fotógrafos; a los dos mencionados debe agregarse el nombre de Manuel Ramos, quien también disparó su cámara, un segundo antes que sus dos colegas, desde otro ángulo y con un panorama más abierto pues en su foto aparece, con la cabeza vendada, el general Otilio Montaño.
3 RLV, Obras, 42. Con el título “Poesía y estética. (José Juan Tablada)”, la crónica apareció originalmente en el número 16 de la revista Pegaso del 29 de junio de 1917. Para ese entonces, radicado en Nueva York, Tablada y sus amigos inician una campaña a sotto voce para que el régimen carrancista “disculpe” al escritor por su colaboración en el gobierno de Victoriano Huerta a fin de regresar a México y, tal vez, ocupar un cargo público —como finalmente sucedería.
4 Ibid., 541.
5 Citado en Calendario de Ramón López Velarde, recopilación de Alí Chumacero y Fedro Guillén, México, diciembre de 1971, p.761. El título del artículo es “Versos de Augusto Genin, prosas de Efrén Rebolledo y un nuevo poeta”. Promete Tablada dedicar un próximo escrito para ahondar sus impresiones sobre este “poeta intenso y noble”.
6 Tablada, José Juan, Crítica literaria, 304-309. Si bien el artículo —titulado “La nueva poesía de Méjico. Ramón López Velarde”— reproduce dos largos párrafos de Jesús Villalpando, tomados de la reseña sobre La sangre devota que publicó la revista Vida moderna, la agudeza crítica de Tablada observó pasajes de la lírica del zacatecano que remontan la superficie de la sociología y del paisaje provinciano; nota el crítico que en los versos velardeanos existe “movimiento espiritual” y que rebasada “la ingenuidad ilusoria, hay hondos estudios de síntesis, de dinamismo, de cromatización…” Para ilustrar su comentario, cita la estrofa antepenúltima del fragmento final del poema “Hoy como nunca”, que ese año de 1919 aparecerá en Zozobra, y las dos primeras estrofas de “A Sara” de La sangre devota. Para cerrar esta entrega periodística, Tablada reproduce tres poemas de López Velarde: “A la gracia primitiva de las aldeanas”, “La bizarra capital de mi estado” y “Trasmútase mi alma”, los dos primeros de su ópera prima y el tercero de su segundo libro, que posiblemente aún no llegaba a las manos del poeta de los caligramas.

Autor

Ernesto Lumbreras

/ Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966. Poeta, ensayista, crítico y editor. Ha obtenido, entre otros premios, el Nacional de Poesía Aguascalientes, el Internacional de Ensayo Siglo XXI y el Bellas Artes de Cuento Infantil Juan de la Cabada. Santo remedio (poesía para niños) y Tablas de restar (varia invención), publicados ambos en 2017, son sus más recientes publicaciones.

octubre 2019