Dante Alighieri, Comedia, prólogo, comentarios y traducción de José María Micó, Acantilado, Barcelona, 2018, 936 pp.

lengua en otra, como no sea de las reinas de las
lenguas, griega y latina, es como quien mira los
tapices flamencos por el revés, que aunque se veen
las figuras, son llenas de hilos que las escurecen y
no se veen con la lisura y tez de la haz.
Quijote, II, 62
La metáfora que don Quijote ha empleado en el párrafo anterior —no original de Cervantes, por cierto— es de una soberbia exactitud: más allá del injusto traduttore, traditore, la imagen del tapiz en el que se reconocen las figuras, aunque sin lisura y oscurecidas por los hilos colgantes, condensa de manera harto sugerente las implicaciones literarias y hasta filosóficas de leer un texto en traducción. Es, sin embargo, una generalización, y como toda generalización es también un tanto injusta. Para resarcirlo, el propio hidalgo propone dos excepciones: el Pastor Fido y la Aminta —aquél un libro pastoril en verso, ésta una obra de Tasso—, los cuales, al haber sido vertidos con maestría en el vaso del español, alcanzan a poner en duda, al menos ante sus ojos, “cuál es la traducción y cuál el original”. Si jalamos el hilo de la metáfora primera, lo que ha hecho toda traducción digna de tal loa es tejer, con la madeja que trasquila del original, un tapiz igual de bello.
Reseñar la Comedia de Dante sería tan absurdo como imposible. Mi tarea, entonces, tiene que ver aquí con atender las ingentes labores que José María Micó hubo de desempeñar para presentarnos esta nueva edición de la obra maestra dantesca, edición que es ya un hito entre quienes leemos en español. Traducir, prologar y comentar la Comedia es vivir en carne propia una batalla contra un ente descomunal y mitológico.1 Aunque quizá convenga evitar el lugar común de la metáfora bélica: ¿en qué telar el hilandero puede reunir los 14233 versos de Dante, atendiendo al sentido y al sonido, sin que el tapiz acabe lleno de deformaciones que lo alejen del que aspira a emular? Solamente en el telar de un entusiasmo —lo digo etimológicamente— casi tan grande como la Comedia misma:
Testimonio de gratitud y fidelidad, la edición aparecida el año pasado es, con todo, mucho más que una nueva, “melódica e inspirada” traducción —según se dice tino en la cuarta de forros—. Lo vemos ya desde el “Prólogo”, en parte texto introductorio para quienes no están familiarizados con la Comedia —y hay que decirlo: no existe en español una mejor edición que esta—, en parte señuelo del conocimiento profundo que Micó posee de la obra dantesca.
El “Prólogo” está dividido en seis secciones. A lo largo de ellas, con un poder de síntesis que sólo logra quien conoce a fondo la materia de su discurso, se tocan temas fundamentales: un poco de la vida de Dante —su pasión juvenil por Beatriz, las vicisitudes penosas de su exilio—; un poco de la génesis del texto —la idea de escribir “un poema elevado de tema paradisiaco”, según parece, se le presentó a Dante hacia 1294, idea que no retomaría sino hasta el segundo lustro del siglo XIV, para trabajar sin descanso en ella hasta su muerte—;2 un poco del malentendido común de llamar Divina a la que Dante sólo llamó Comedia —el apelativo es testimonio de otro entusiasmo (el de Boccaccio: insigne editor y comentador del poema)—; un poco de las implicaciones del título original en su tradición; un poco de la arquitectura ambiciosísima y precisa del poema, obsesionada con detalles matemáticos (aquí Micó aporta un dato crucial que yo desconocía: la estrofa de la Comedia —los tercetos encadenados— es invento dantesco y fue forjada especialmente para su obra maestra, en donde el tres es una fuerza numerológica medular); un poco del argumento, o de los muchos argumentos de la obra (cómo está dividido cada reino —Infierno, Purgatorio y Paraíso—, con toda su detallada geografía, con todas las reglas que rigen la suerte de sus habitantes y el paso de la estafeta de los tres guías dantescos, con todos sus recovecos políticos, sociales y religiosos); un poco de ciertas influencias decisivas y de la construcción alegórica peculiar de la Comedia; un poco de la materia verbal (todo es susceptible de ser dicho poéticamente por Dante: ese es uno de su más grandes logros) y de su magia sacra y pedestre.
Al “Prólogo” le sigue una “Nota sobre el texto y la traducción”. Esta edición de la Comedia es del todo singular, también, porque es bilingüe: ventaja doble, pues reproduce, como nos informa aquella “Nota”, el texto de la que aún se considera la edición italiana más autorizada, por más que la fijación definitiva del texto —y en todo esto hay vericuetos sabrosos para quienes somos afectos a las minucias ecdóticas— sea todavía una fantasía. Su preparación como filólogo, por cierto, le permite a Micó cosas que no tiene cualquier traductor. Va un ejemplo ilustrativo: la Comedia, por su historia textual, tiene montones de variantes enfrentadas (ello significa que en un grupo de testimonios del poema se lee una palabra en un verso y en otro grupo se lee otra; elegir entre ambos implica, pues, cambiar el sentido del verso o del pasaje). Para decidir cuál de las dos versiones tiene más posibilidades de ser la correcta, hay que emprender sesudas reflexiones, basadas en el estudio detallado de los testimonios y su filiación. Micó, aunque se basa en la veraz edición de Giorgio Petrocchi, no dejó de atender, mientras traducía, cada uno de esos conflictos, para tomar a menudo sus propias decisiones, como cuando en el Purgatorio (canto II, verso 108), allí donde no se sabe si Dante quiso decir doglie (“dolores, sufrimientos”) o voglie (“deseos, anhelos”), el traductor propone el salomónico afanes, que tiene algo de los dos sentidos. Cosa curiosa: cuando el original duda, la traducción puede, así sea en casos contadísimos, proponer soluciones y limar asperezas. Es, digamos, como si ya en el tapiz original, tal y como lo conservamos, hubiera un hilo suelto que la traducción vuelve a incorporar a la urdimbre.
Pero más allá de esos detalles importantísimos, o de la importancia absoluta de que el traductor esté tan pendiente de ellos y tenga las herramientas para incorporarlos a su labor, habrá que dar dos pasos atrás y volver los ojos, ahora sí, a esa inspiración y a esa melodía que son la sustancia misma de la edición. Hay algo, de entrada, a lo que Micó renuncia casi del todo: la rima.
Podrían discutirse teóricamente algunos de estos postulados —quiero decir que habrá otros traductores que se rijan por otras convicciones—. Con lo que no puede discutirse es con los resultados: no enrarecer la sintaxis ni violentar los versos originales al emular sus rimas, le ha permitido a Micó acercarse a su cadencia rítmica y prosódica.3 Le ha permitido, asimismo, hacer que Dante se sienta más cercano que nunca en nuestra lengua. Si se ha perdido algo fundamental —y la rima lo es, quién lo duda—, las ganancias resultan mucho más preciadas: esa música, esa fuerza poética, ese pulso narrativo, según puede sentirse en el Canto XV del Infierno (cuya reproducción al final de estas líneas, junto con su “Nota introductoria”, ha sido amablemente concedida).
Me apuro, entonces, a terminar, para dejarlos pasar al plato fuerte. Cito a Micó:
Por sólo esos defectos, sin más culpa,
estamos condenados, padeciendo
un deseo sin sombra de esperanza.
Decir que la Comedia tejida por Micó es tan gloriosa como el tapiz original; decir que ante nuestros ojos impresionados ya no se sabe cuál es el original y cuál la traducción, sería un elogio desmedido —pues es de Dante, nada menos, de quien hablamos—. Y no creo, he de decirlo, que a Micó le gustaría tamaño halago. Baste con decir que ningún tapiz que hayamos visto nos ha acercado tanto al original dantesco; ese tapiz descomunal, hospedado en el empíreo de nuestra incomprensión, pero que aquí, por un largo y delicioso momento, sentimos al alcance de la mano. Cuánta esperanza hay allí para nuestro deseo.
*
NOTA INTRODUCTORIA
Después de pasar junto a los blasfemos, Dante y Virgilio avanzan por uno de los márgenes de la zona, un arenal comparable a los diques de Flandes y a los terraplenes con que en Padua se protegen de las crecidas. Se alejan, pues, del bosque y topan con una hilera de almas. Una de ellas reconoce a Dante: es Brunetto Latini, reconocido a su vez por el cantor de Beatriz. Acomodan su paso para alcanzar juntos todo el trecho que sea posible y mantienen una conversación cargada de afecto y respeto. Dante explica a su maestro cómo y por qué ha llegado hasta ahí, todavía con vida, y Brunetto augura a su discípulo un futuro glorioso, acorde con las esperanzas que él mismo albergaba y que habría favorecido con más ímpetu de no haber muerto demasiado pronto. Después se aíra y entristece porque sabe lo que la Florencia del futuro depara a Dante. Son versos amargos y bellos: amargos por la certificación de la deshonestidad, la ingratitud y la envidia de sus conciudadanos, y bellos por el valor moral de la transmisión de la cultura y por la esperanza de la perennidad de algunas obras humanas, que es la lección que el discípulo reconoce y agradece a su maestro, para asegurarle después que sabrá afrontar las penas del exilio y que el relato de la peripecia de su vida está encaminado a Beatriz, que lo completará (“una mujer que bien sabrá glosarlo”). Virgilio cree que ya han hablado bastante y recomienda a Dante que asimile lo que ha oído, pero éste sigue hablando con Brunetto y le pregunta por los otros espíritus condenados en este recinto del séptimo círculo por sodomía. Menciona al gramático Prisciano y a un par de contemporáneos: el jurista Francesco d’Accorso y Andrea di Spigliato dei Mozzi, que fue obispo de Florencia hasta que el papa Bonifacio viii lo destituyó y mandó a Vicenza (“del Arno al Bachiglione”), donde murió. Brunetto debe interrumpir la conversación porque se acerca otro grupo de pecadores con los que no conviene mezclarse, pero antes le encomienda a Dante su gran obra, el Tesoro. La sencillez del símil con que el poeta de la Comedia expresa el modo en que Brunetto se aleja (como en una carrera que se celebraba en Verona) y el prodigioso verso final que lo matiza logran singularizar al personaje y dotarlo, en su desgracia, de la dignidad que tuvo y del afecto que merece.
Avanzamos por uno de los bordes;
el humo del arroyo aplaca el fuego,
preservando los márgenes y el agua.
Como entre Brujas y Wissant, temiendo
las mareas del invierno, los flamencos
para frenar el mar construyen diques;
o como los paduanos, que, avanzándose
a la llegada del calor, protegen
sus villas y castillos junto al Brenta,
en la Carintia, así, fuese quien fuese,
procedió el constructor de estas barreras,
si bien no eran tan altas ni tan anchas.
Nos alejamos tanto de la selva
que, aunque volví a mirar atrás, quedaba
ya fuera del alcance de mi vista.
Nos encontramos una hilera de almas
que iban avanzando por el margen,
y nos miraban como mirar suelen
dos hombres que se cruzan en la noche,
escudriñándonos como escudriña
el viejo sastre el ojo de la aguja.
En esta inquisidora comitiva,
uno me conoció, me asió del borde
del manto y me gritó “¡Vaya sorpresa!”.
En el momento en que tendió su brazo,
examiné su aspecto requemado,
y así, a pesar del abrasado rostro,
y sin dudar, logré reconocerlo.
Acercando mi mano hacia su cara,
pregunté: “¿Aquí estás, micer Brunetto?”
Me respondió: “Hijo mío, no te importe
si Brunetto Latini retrocede
y deja el grupo para hablar contigo”.
“¿Cómo me va a importar”, le dije, “hacedlo,
y si el que me acompaña está de acuerdo,
me sentaré con vos”. “Ay, hijo mío”,
me dijo, “el que se para en el rebaño
un instante no puede por cien años
cubrir del fuego el rostro con las manos.
Sigue adelante; me pondré a tu lado
y después volveré con mi mesnada,
que va llorando sus eternas penas”.
No me atreví a bajar para seguirle
yendo a la par con él, pero incliné
la cabeza en señal de reverencia.
Me preguntó: “¿Qué azar o qué destino
te trae por aquí abajo antes del día
de tu muerte y quién es el que te guía?”.
“En la vida serena de allá arriba”,
le contesté, “me extravié en un valle
antes del fin del tiempo de mi vida.
Ayer mismo intenté volver, y éste
apareció en mi ayuda y me acompaña,
cruzando este lugar, de vuelta a casa”.
Él me predijo: “Si tu estrella sigues
y no me equivoqué contigo en vida,
arribarás al puerto de la gloria.
Si no me hubiese muerto antes de tiempo,
al ver que el cielo te es tan favorable,
en tu labor te habría estimulado.
Pero aquel pueblo ingrato y malicioso,
el que desciende de la antigua Fiésole
y aún sigue siendo rústico y porfiado,
por tu honradez se volverá en tu contra,
pues no conviene que entre amargas serbas
logre fructificar el dulce higo.
Ciegos los llama un viejo dicho, y son
avaros, envidiosos y soberbios:
procura estar a salvo de sus vicios.
Tanto honor te depara tu fortuna,
que te pretenderán las dos facciones,
pero lejos tendrá la cabra el pasto;
y que las bestias fiesolanas, hechas
forraje de sí mismas, se devoren
sin tocar la raíz, si alguna crece
en su estiércol, y aflore la romana
sacra semilla de los que restaron
cuando se volvió un nido de maldad”.
“Si se cumpliese lo que yo deseo”,
le dije, “vos no habrías sido aún
expatriado de la vida humana,
pues fija está en mi mente y me adolora
vuestra imagen paterna, cara y buena,
de cuando tantas veces me enseñabais
la eternidad que el hombre alcanzar puede,
y es de justicia que, mientras yo viva,
mi lengua exprese mi agradecimiento.
Lo que narráis del curso de mi vida
lo escribo y lo comento para uso
de una mujer que bien sabrá glosarlo.
Quiero tan sólo que tengáis muy claro
que, si no me lo afea mi conciencia,
a afrontar la Fortuna estoy dispuesto.
No es nuevo a mis oídos tal anuncio:
gire como le plazca la Fortuna
su rueda y use el labrador su azada”.
En ese mismo instante mi maestro
se volvió hacia la izquierda, me miró
y dijo: “Bien escucha el que comprende”.
Mas yo, con todo, sigo conversando
con Brunetto y pregunto quiénes eran
sus compañeros más significados.
“Alguno hay”, me dijo, “interesante;
de los otros mejor no decir nada,
porque no hay tiempo para tal discurso.
Debes saber, en suma, que éstos fueron
clérigos y eruditos de gran fama,
todos afectos de un pecado inmundo.
Ahí va Prisciano con su infame turba,
y Francesco d’Accorso, y ver podrías,
si es que acaso quisieras ver tal tiña,
a aquel a quien el siervo de los siervos
mandó del Arno al Bachiglione, donde
abandonó sus mal erguidos nervios.
Diría mucho más, pero el discurso
no puede prolongarse, porque veo
venir del arenal más polvareda
y yo no debo estar con los que llegan.
Un único favor te pido. Cuida
de mi Tesoro: en él sigo viviendo”.
Se volvió, y parecía uno de aquellos
que en la carrera del pañuelo verde
compiten por los campos de Verona.
Parecía el que gana, no el que pierde.
1 Sobre la traducción y el prólogo hablaré más adelante; sobre los comentarios, vale la pena señalar ahora en qué consisten. Son de dos clases: 1) las notas introductorias a cada canto, donde se glosa el argumento y se apunta información necesaria para su mejor análisis —y que son, por cierto, una de las más grandes virtudes de la edición, por su certero acompañamiento—; y 2) los utilísimos apéndices: una cronología de la vida de Dante; dibujos topográficos del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, según la cosmología dantesca; y un índice razonado donde “se dan noticias sobre personajes, obras y lugares citados y aludidos, para contribuir a su correcta contextualización histórica, mitológica, bíblica, geopolítica, literaria o biográfica”.
2 Dante, nos cuenta Micó, fue trabajando de manera cronológica en cada cántica (así se les llama a las tres grandes partes, Infierno, Purgatorio y Paraíso, compuestas a su vez por cantos). En ocasiones, cuando terminaba un canto, hacía (¿o mandaba a hacer?) unas cuantas copias y las repartía entre sus amigos y conocidos. Hizo lo mismo cuando terminó el Infierno y el Purgatorio: por eso se conservan ediciones sueltas de ambas cánticas. No fue sino hasta que terminó el Paraíso, muy cerca de morir, cuando la obra fue editada completa. Me resulta muy conmovedor algo que Micó no cuenta en la edición: el hecho de que él supo, también en eso, emular a Dante. Por un amigo en común, supe desde hace varios años que estaba embarcado en el proyecto demencial de traducir la Comedia, al que le dedicaba sus pocos ratos libres y vacaciones. Y lo supe porque a menudo, cuando terminaba de traducir un canto, hacía ediciones caseras —trípticos acaso diseñados en Word e impresos en tamaño carta— para enviar por correo a sus amigos y conocidos. Fue esa la manera de desperdigar el entusiasmo y de tener a un montón de gente en ascuas durante la década que le dedicó a la traducción, en espera de este volumen que al fin tenemos en las manos.
3 Además, aunque la rima se ha perdido, hay dos maneras en que puede reincorporarse a la experiencia de lectura: una es gracias a las asonancias que Micó busca; otra es gracias a que se cuenta con la versión original a pie de página. Aunque no sepa italiano, el lector puede aprender relativamente rápido las reglas de pronunciación, sintiendo cómo su boca —allí la cuarta dimensión de la poesía, según M. H. Abrahams— moldea cada sílaba.
Autor
Emiliano Álvarez
Ciudad de México, 1987. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del FONCA. Ganador del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2017 con el libro Sólo esto. Ese mismo año publicó Nômen (Ediciones Sin Nombre). Desde 2011 es subdirector de La Dïéresis (editorial artesanal), donde también ha publicado algunos libros de autor y libros de artista. Actualmente trabaja en dos libros de poesía, uno de los cuales, Salir el cuerpo, está próximo a editarse bajo el sello de la UAQ.