octubre 2019 / Traducciones

Un talismán contra lo ordinario

Introducción y versiones de Gustavo Solórzano-Alfaro.

 

Dana Gioia (California, Estados Unidos, 1950), de ascendencia ítalo-mexicana, ha sido considerado como la principal figura del new formalism, que aboga por las formas clásicas y los poemas narrativos; sin embargo, su obra excede tal categoría, pues además de trabajar con el verso blanco o con el verso rimado ha experimentado con estos y ha creado sus propias formas. De igual manera, al menos un tercio de sus poemas están escritos en verso libre. Su poesía no es conservadora o reaccionaria, objeción usual hacia el nuevo formalismo, y él mismo ha sido crítico de los formalistas que se convierten en meros imitadores.

La poesía de Gioia es clara y directa; sutil en ocasiones, elegíaca en otras; sugestiva y sensorial. No es extraño tampoco cierto tono bucólico (o ecológico, si se quiere) como el de los poetas menores y olvidados a los cuales ha dedicado estudios, pero tampoco es raro encontrar ejercicios más vanguardistas en conjunto con poemas de corte clásico. Suele visitar el mundo exterior, la naturaleza, igual que se detiene en las minucias de la vida cotidiana y del hogar. Abunda en imágenes sobre el mundo estadounidense y dota sus textos de profundas meditaciones filosóficas.

 

*

Insomnio

Ahora escuchas lo que ha de decir la casa.
Tuberías que crujen, goteras en lo oscuro,
hipotecados muros que se mueven incómodos,
voces que se amontonan en un zumbido eterno
de quejas, como los sonidos de familia
que año tras año vas aprendiendo a olvidar.

Luego escucha también las cosas que posees,
por las que has trabajado estos últimos tiempos:
el rumor del inmueble, objetos descompuestos,
partes flojas a punto de caer y averiarse.
Y envuelto en las cobijas, recuerda todas esas
caras que no pudiste nunca llegar a amar.

Cuántas voces se te han escapado hasta ahora:
la caldera que humea, la madera que pisas,
los reproches constantes del reloj de pared
que cuenta los minutos que a nadie importarán.
La terrible lucidez que este momento trae,
el vano entendimiento, la oscuridad intacta.

 

Insomnia

Now you hear what the house has to say.
Pipes clanking, water running in the dark,
the mortgaged walls shifting in discomfort,
and voices mounting in an endless drone
of small complaints like the sounds of a family
that year by year you’ve learned how to ignore.

But now you must listen to the things you own,
all that you’ve worked for these past years,
the murmur of property, of things in disrepair,
the moving parts about to come undone,
and twisting in the sheets remember all
the faces you could not bring yourself to love.

How many voices have escaped you until now,
the venting furnace, the floorboards underfoot,
the steady accusations of the clock
numbering the minutes no one will mark.
The terrible clarity this moment brings,
the useless insight, the unbroken dark.

 

El país de Cheever

Una media hora al norte de Grand Central
el país se amplía. Por las ventanas
del vagón aparecen las quebradas
llenas de hojas y los bosques de pinos
crecen hasta volverse pintorescos.

La carretera fluye entre los ríos,
entre árboles y el aeropuerto,
pero para conocer este país
hay que verlo en tren, incluido el gentío
que trota a casa antes de que oscurezca,

con ese olor a humo y a zapatos húmedos
de una tarde de esquivar sol y lluvia.
Un viaje sin libros o sin periódicos
será suficiente para entender
un paisaje que nadie toma en serio.

La arquitectura de cada estación aún conserva
su ilusión junto a las sucias vías:
pérgolas desafiantes, cabañas de verano clausuradas,
un sombrío pabellón coronado por ventanas arqueadas
en esta tierra de sol del norte e invierno prolongado.

Los nombres de los pueblos estampados en las señales
—Sueño Verde, Valle Escondido, Bello Horizonte—
muestran que los urbanizadores al menos creen en la poesía,
aunque solo como un talismán contra lo ordinario.
Parece que siempre hay mucho de qué protegerse.

El atardecer se expande por un instante y los pasajeros
en el andén adquieren un brillo extraño
por la luz que llega desde el acantilado al otro lado del río.
Algunos se suben al tren. Otros saludan a los que llegan;
de espaldas al ocaso se dan la mano y se abrazan.

Si existe un cielo, que sea un poblado
apacible como ahora este lugar.
Las puertas de los vagones se cierran,
el gentío corre hacia sus pequeños
placeres. El andén se queda atrás.

El tren toma velocidad. Los andenes son distantes.
Escaleras de mármol suben las colinas donde resplandecen
casas en ruinas, en el río iluminado por la tarde.
Algunas son conventos, otras, orfanatos;
lugares que los capitalistas entregaron a Dios.

Algunas se pudren abandonadas,
con leones de piedra que vigilan
glorietas derruidas con llantas viejas,
que nos advierten que es igual de fácil
hacer una fortuna que perderla.

Pero el esplendor en ruinas sigue siendo esplendor,
incluso entrevisto desde un tren en marcha,
y es maravilloso imaginarse ahí en medio
de jardines con barandales, cerca del río
donde las barcazas aún ejercen su antiguo comercio.

Las grandes fábricas funden metal,
las maquilas trenzan lienzos enormes,
en los campos crece el dinero verde.
Las fortunas ya están establecidas.
Suceden tan pocas cosas que es obvio.

Aquí, en la luz de una tarde lluviosa,
se hacen las cuentas, luego a descansar.
Un huésped se acomoda la corbata
y un zorzal trina en un lote cercano
a las vías por las que llega el tren.

Ya está oscuro. A través de los almacenes
y los depósitos el tren se acerca
y empieza a detenerse. Anuncios de viajes
y bancas vacías esperan en el andén.
Unos cuantos coches quietos en una lluvia repentina.

Este al fin es nuestro hogar, esta ciudad ordinaria
donde las luces de la colina que resplandecen en la lluvia
son las luces en las que se bañan los niños, y ya es hora
de volver a casa: a tomar, a amar, a cenar,
a los modestos lugares que contienen nuestras vidas.

 

In Cheever Country

Half an hour north of Grand Central
the country opens up. Through the rattling
grime-streaked windows of the coach, streams appear,
pine trees gather into woods, and the leaf-swept yards
grow large enough to seem picturesque.

Farther off smooth parkways curve along the rivers,
trimmed by well-kept trees, and the County Airport
Now boasts seven lines, but to know this country
see it from a train—even this crowded local
jogging home half an hour before dark

Smelling of smoke and rain-damp shoes
on an afternoon of dodging sun and showers.
One trip without a book or paper
will show enough to understand
this landscape no ones takes seriously.

The architecture of each station still preserves
its fantasy beside the sordid tracks—
defiant pergolas, a shuttered summer lodge,
a shadowy pavilion framed by high-arched windows
in this land of northern sun and lingering winter.

The town names stenciled on the platform signs—
Clear Haven, Bullet Park, and Shady Hill—
show that developers at least believe in poetry
if only as a talisman against the commonplace.
There always seems so much to guard against.

The sunset broadens for a moment, and the passangers
standing on the platform turn strangley luminous
in the light streaming from the Palisades across the river.
Some board the train. Others greet their arrivals
shaking hands and embracing in the dusk.

If there is an afterlife, let it be a small town
gentle as this spot at just this instant.
But the car doors close, and the bright crowd,
unaware of its election, disperses the small
pleasures of the evening. The platform falls behind.

The train gathers speed. Stations are farther apart.
Marble staircases climb the hills where derelict estates
glimmer in the river-brightened dusk.
Some are convents now, some orphanages,
these palaces the Robber Barons gave to God.

And some are merely left to rot where now
broken stone lions guard a roofless colonnade,
a half-collpased gazebo bursts with tires,
and each detail warns it is not difficult
to make a fortune as to pass it on.

But splendor in ruins is splendor still,
even glimpsed from a passing train,
and it is wonderful to imagine standing
in the balaustraded gardens above the river
where barges still ply their distant commerce.

Somewhere upstate huge factories melt ore,
mills weave fabric on enormous looms,
and sweeping combines glean the chash-green fields.
Fortunes are made. Careers advance like armies.
But here so little happens that is obvious.

Here in the odd light of a rainy afternoon
a ledger is balanced and put away,
a houseguest knots his tie beside a bed,
and a hermit thrush sings in the unsold lot
next to the tracks the train comes hurtling down.

Finally it’s dark outside. Through the freight houses
and oil tanks the trains begins to slow
approaching the station where rows of travel posters
and empty benches wait along the platform.
Outside a few cars idle in a sudden shower.

And this at last is home, this ordinary town
where the lights on the hill gleaming in the rain
are the lights that children bathe by, and it is time
to go home—to drinks, to love, to supper,
to the modest places which contains our lives.

 

Sembrando una secoya

Mis hermanos y yo trabajamos toda la tarde en el huerto,
cavando este hoyo, poniéndote en él, emparejando el suelo con cuidado.
La lluvia ennegreció el horizonte, pero el viento la mantuvo lejos del Pacífico
y el cielo que nos cubría se quedó tan opaco y gris
como el año viejo que llegaba a su fin.

En Sicilia, un padre siembra un árbol para celebrar el nacimiento de su primogénito,
(un olivo o una higuera), señal de que la tierra tiene una vida más que sostener.
Yo también habría dejado una nueva cepa en el huerto de mi padre, un verde arbolito
que creciera entre las ramas trenzadas de un manzano,
una promesa de nuevos frutos en otros otoños.

Pero hoy nos arrodillamos en el frío para plantarte, nuestro gigante nativo,
desafiando la sensata costumbre de nuestros padres,
envolviendo en tus raíces un mechón de cabello, un trozo de cordón umbilical,
todo lo que un recién nacido deja en la superficie,
unos pocos átomos dispersos de vuelta a los elementos.

Te daremos lo que podamos, nuestro trabajo y nuestro suelo,
agua extraída de la tierra cuando el cielo falle,
noches perfumadas con la niebla del océano, días suavizados por las abejas.
Te plantamos en la esquina de la arboleda, bañado con agua del oeste,
un tallo esbelto contra la tarde.

Y cuando ya no exista nuestra familia y hayan muerto sus hermanos futuros
y se hayan dispersado los sobrinos y los nietos y la casa haya sido derribada
y las cenizas de la belleza de su madre floten en el viento,
quiero que te levantes frente a los extraños, jóvenes y fugaces para ti,
y guardes en silencio el secreto de tu origen.

 

Planting a Sequoia

All afternoon my brothers and I have worked in the orchard,
Digging this hole, laying you into it, carefully packing the soil.
Rain blackened the horizon, but cold winds kept it over the Pacific,
And the sky above us stayed the dull gray
Of an old year coming to an end.

In Sicily a father plants a tree to celebrate his first son’s birth—
An olive or a fig tree—a sign that the earth has one more life to bear.
I would have done the same, proudly laying new stock into my father’s orchard,
A green sapling rising among the twisted apple boughs,
A promise of new fruit in other autumns.

But today we kneel in the cold planting you, our native giant,
Defying the practical custom of our fathers,
Wrapping in your roots a lock of hair, a piece of an infant’s birth cord,
All that remains above earth of a first-born son,
A few stray atoms brought back to the elements.

We will give you what we can—our labor and our soil,
Water drawn from the earth when the skies fail,
Nights scented with the ocean fog, days softened by the circuit of bees.
We plant you in the corner of the grove, bathed in western light,
A slender shoot against the sunset.

And when our family is no more, all of his unborn brothers dead,
Every niece and nephew scattered, the house torn down,
His mother’s beauty ashes in the air,
I want you to stand among strangers, all young and ephemeral to you,
Silently keeping the secret of your birth.

 

Pentecostés

               Tras la muerte de nuestro hijo

Ni los sufrimientos de la tarde —que aguardan en la casa silenciosa—
ni la noche sin dormir traen alivio cuando el recuerdo
repite su acusación.

Tampoco el dolor matutino por la ilusión del sueño ni oración
alguna improvisada para un dios desconocido
pueden extinguir la llama.

No somos lo que fuimos. La muerte ha sido nuestro pentecostés,
y nuestra inocencia, consumida por estas implacables
lenguas de fuego.

Consuélame con piedras. Sacia mi sed con arena.
Te ofrezco esta mano cicatrizada por la culpa
hasta que otros remuevan nuestras cenizas.

 

 

Pentecost

               After the death of our son

Neither the sorrows of afternoon, waiting in the silent house,
Nor the night no sleep relieves, when memory
Repeats its prosecution.

Nor the morning’s ache for dream’s illusion, nor any prayers
Improvised to an unknowable god
Can extinguish the flame.

We are not as we were. Death has been our pentecost,
And our innocence consumed by these implacable
Tongues of fire.

Comfort me with stones. Quench my thirst with sand.
I offer you this scarred and guilty hand
Until others mix our ashes.

 

Piedras de mar: una elegía

Amor, cómo el tiempo hace que brille la dureza.
Hay de todos colores, puros o desiguales:
basalto verde, jaspe ensangrentado, cuarzo,
granito y feldespato —hasta piezas de vidrio—,
pulidas por el paciente orfebre de las mareas.

Nacidas de volcanes, temblores y glaciares,
talladas y esculpidas por el viento y el calor,
veteadas, manchadas, brillantes en la espuma.
No hay dos que se parezcan. Hijas de tierra firme,
lanzadas por millones a una costa vacía.

Cuán pequeña la muerte en las rocas. Ligera,
como un hueso astillado que entrega la marea,
un destello entre conchas destruidas y abatidas
por las gaviotas, por la sal y el sol desteñidas:
la vajilla rota de las cosas vivas.

Los cormoranes planean por el callado golfo.
Desde el risco, un halcón me observa, indiferente
a los problemas que he cargado hasta aquí.
Es absurdo ir más lejos, entonces me detengo:
hueco como un madero, muerto como una piedra. 

 

Sea Pebbles: An Elegy

My love, how time makes hardness shine.
They come in every color, pure or mixed
gray-green of basalt, blood-soaked jasper, quartz,
granite and feldspar, even bits of glass,
smoothed by the patient jeweller of the tides.

Volcano-born, earthquake-quarried,
shaven by glaciers, wind-carved, heat-cracked,
stratified, speckled, bright in the wet surf—
no two alike, all torn from the dry land
tossed up in millions on this empty shore.

How small death seems among the rocks. It drifts
light as a splintered bone the tide uncovers.
It glints among the shattered oyster shells,
gutted by gulls, bleached by salt and sun—
the broken crockery of living things.

Cormorants glide across the quiet bay.
A falcon watches from the ridge, indifferent
to the burdens I have carried here.
No point in walking farther, so I sit,
hollow as driftwood, dead as any stone.

 

Índice alfabético de títulos de mi próximo poemario

Avistamiento de una Quimera, 32
Balada de los emparedados rancios, 16
Cita en el aeródromo, 11
Contra la inmortalidad, 3
Crónica de una suerte anunciada, 57
Dejar a Verónica, 44
Depresión en ascensor, 13
Encontrar a Verónica, 43
Fiesta Mayor en el Infierno, 9
La envidia como forma de arte, 53
La vanidad merece más atención, 33
La vida: oferta por tiempo limitado, 65
Las mejores sodas de nuestra infancia, 6
Llamar a Verónica, 41
Los virginianos fatuos y los prudentes, 36
Más diversión en Stalingrado, 30
Necrónimos Anónimos, 51
Negocios urgentes con una abeja, 67
No hay búfalos en Búfalo, 27
No hay secretos en Saskatchewan, 29
Nuestras longueurs, 4
Olvidar a Verónica, 45
Pantomima de tatuajes íntimos, 17
Payasos en el sanatorio, 25
Pesadilla de un ginecólogo, 54
Postales desde un resort desierto, 56
Reparación de arpas en el cielo, 8
Románticos reciclables, 64
Sonrisa de esfinge, garra de león, 55
Sturm und Drang en tanga, 22
Treinta y seis variedades de frustración, 18
Txting Vrnca, 46
Una sextina disfuncional, 20
Vivir con Verónica, 47
Zapotecas en Disneylandia, 19

Notas a los poemas, 69

 

Title Index to My Next Book of Poems

Against Immortality, 3
Assignation in the Aerodrome, 11
Ballade of Bad Sandwiches, 16
Chief Holidays of Hell, 9
Chimera Sightings, 32
Clowns in the Cancer Clinic, 25      
Depression in an Elevator, 13
Dysfunctional Sestina, 20
Envy as an Art Form, 53
Forgetting Veronika, 44
Great Colas of Our Childhood, 6
Harp Repair in Heaven, 8
Leaving Veronika, 43
Life as a Limited Time Offer, 65
Long Walk off a Short Pier, 57
Meeting Veronika, 41
More Fun in Stalingrad, 30
Necronyms Anonymous, 51
Nightmares of the Gynecologist, 54
No Bison in Buffalo, 27
No Secrets in Saskatchawan, 29
Our Longueurs, 4
Pantoum of Intimate Body Tattoos, 17
Phoning Veronika, 45
Postcards from an Off Season Resort, 56
Recyclable Romantics, 64
Sphinx’s Smile, Lion’s Claw, 55
Sturm and Drang in a Thong, 22
Txting Vrnka, 46
Thirty-Six Varieties of Despondency, 18
Urgent Business with a Bee, 67
Vanity Deserves More Attention, 33
Winning Veronika, 47
Wise and Foolish Virginians, 36

Notes on the Poems, 69


Autor

Dana Gioia

/ Los Ángeles, Estados Unidos, 1950. Poeta y ensayista. Es autor de cinco libro de poemas, incluidos Interrogations at Noon [Interrogaciones al mediodía, 2001], con el que obtuvo el prestigioso American Book Award [Premio al Mejor Libro Estadounidense], y 99 Poems: New & Selected [99 poemas nuevos y escogidos]. De entre sus cuatro volúmenes ensayísticos destaca ¿Can Poetry Matter? [¿Importa la poesía?, 2002], que propició un debate internacional sobre el papel de la poesía en la sociedad contemporánea. Presidente del Fondo Nacional de las Artes [NEA] de su país entre 2003 y 2009, Gioia es el actual Poeta Laureado del Estado de California. La editorial mexicana El Tucán de Virginia editó en 2010 —con traducciones de José Emilio Pacheco y Elsa Cross, entre otros— una antología poética de Gioia: La escala ardiente / The Burning Ladder.

octubre 2019