Entre los poetas franceses surgidos después de la Segunda Guerra Mundial, Jaccottet (Moudon, Suiza, 1925) es un caso peculiar. Un primer rasgo personal en el panorama lírico galo, si quitamos su nacimiento e infancia en Suiza, es la distancia —más implícita que explícita— que tiene con el movimiento surrealista y, en un sentido más amplio, con todas las vanguardias. Tiene un aspecto clásico que lo diferencia, por ejemplo, de sus casi contemporáneos Yves Bonnefoy, Jacques Dupin o André du Bouchet. Y sin embargo, su mirada literaria no reacciona a los ismos ni los rechaza, sino que los incorpora a su canon. Así, su escritura no impone un afán de novedad ni su correlato o acompañamiento: la diferencia. No es un poeta distinto ni nuevo sino, más sencillamente, un gran poeta que se acepta tal como es, que no busca un rompimiento con sus fuentes y que afirma sus admiraciones. Sabemos lo importante que fue para él, en sus años de formación como escritor, el encuentro con la poesía de Giuseppe Ungaretti, ese poeta a la vez tan libre y tan atento a la forma.
Esta característica le ha traído una menor atención de la crítica, tan sedienta de novedades y rupturas. Y se ha demorado un tiempo el descubrir que su novedad es, quizá, más profunda. Él se ha asomado de manera natural a la gran literatura del siglo XX, sobre todo la de lengua alemana, de la cual ha traducido a Thomas Mann y a Robert Musil. (Es, además, autor de una versión extraordinaria del Hiperión de Hölderlin.) ¿Un poeta atento a la gran narrativa? No es algo frecuente. Y no tiene tampoco una filiación dramática con el conflicto bélico de mediados del siglo XX; no padeció los campos de concentración, no combatió ni viene de la periferia. Sin embargo, críticos y pensadores de alto nivel como Jean Starobisnki o Jean-Pierre Richard señalaron desde muy pronto que se trataba de una voz imprescindible para la literatura francesa. Y es en este momento —2019— el poeta francés vivo más relevante.
Vale la pena advertir el hecho de que, en una literatura que hace de lo nuevo un valor en sí, Jaccottet sea un poeta longevo, que ha publicado sus textos con constancia y regularidad. Ahora que se acerca a los 95 años, esa condición adquiere un rasgo casi emotivo. En los años setenta leí a Ezra Pound compulsivamente; recuerdo aún la fotografía del autor de los Cantos —debida, creo, a Richard Avendon— que tenía en el escritorio, en la que el arrugado rostro del autor era como un texto. Hoy busco la imagen en la red y no la encuentro, o la recuerdo distinta: la memoria modifica a su manera la fotog. En todo caso, como solía ocurrir entonces, el retrato de Pound anciano convivía junto al del poeta niño, Rimbaud vuelto ícono: la otra cara de la moneda del tiempo lírico encarnado. Y eso me lleva a buscar imágenes de Jaccottet: no tiene ese dolor escrito en el rostro que tiene el estadounidense, pero no puedo decir que sea un rostro tranquilo sino alerta, sereno pero sensible a la más leve oscilación del tiempo o al matiz de una palabra.
Al nacer Jaccottet, el mundo de la literatura vive una época de excepción. Son los años en que la poesía decide muchos caminos: Eliot publica La tierra baldía; Ungarretti, La alegría; Valéry, El cementerio marino, y (perdón por el ribete nacionalista) López Velarde, La suave Patria. Pero si bien, como ya se dijo, el conocimiento del autor italiano fue decisivo, Jaccottet escogería una ruta distinta, precedido por las Elegías de Duino. El poema de Rilke es, en cierto sentido, el menos moderno de los grandes textos mencionados, y guarda distancia tanto del poeta niño como del escritor longevo. Rilke, y eso atrae a Jaccottet, lo aísla del tiempo. ¿Cuál es la época de Rilke? Se trata de un poeta muy fechado, a la vez que sin fecha en el calendario. La circunstancia biográfica, que puede ser puramente anecdótica, nos permite señalar el hecho de que ese situarse a la mitad del camino de la vida, vuelve a Rilke un poeta ajeno al tiempo como Historia, aunque muy presente como duración —característica que también tiene la poesía de Jaccottet—. Por eso resulta lógico que este también sea un traductor excepcional del autor checo al francés.
El cuestionamiento jaccotteteano del mundo parte de esa admiración —ese asombro— ante la vida, ante los objetos y el paisaje, sobre todo ante los otros y su evidencia de otredad. El ámbito religioso que de ello proviene no es el de un creyente sino el de un hombre de fe. ¿Cuál es el matiz entre una cosa y otra? Para el francés, los ángeles de Rilke son las otras personas y por eso, más que creer en dios, confía en él. Y por eso, asimismo, ambos comparten una mirada sobre el mundo en busca de respuestas. Tanto la alegría como el dolor se resuelven en una pregunta hacia esas órbitas celestes que en Jaccottet están mucho más a ras de tierra. El misterio de su poesía está situado en una hondura distinta: la de la transparencia. Si Du Bouchet o Bonnefoy, citados al principio, están marcados por una oscura luminosidad, él es transparente —o mejor, traslúcido—, no sencillo pero sí evidente. De ahí que el interés de los traductores de Jaccottet al español se haya demorado bastante y que la aparición de sus libros en nuestro idioma haya sido tardía.
En ciertos momentos se publicaron aquí y allá poemas sueltos en revistas y suplementos culturales, pero no libros completos. Lo primero que apareció en español fue Rilke por sí mismo (1975), traducido por Antonio Martínez Sarrión, pues Rilke tiene un público lector devoto y ese texto de Jaccottet es excepcional. El mejor y más fiel traductor del poeta a nuestra lengua es el canario Rafael-José Díaz, mientras que en México Miguel Ángel Flores lo tradujo con constancia —aunque hasta la fecha no se ha publicado la extensa antología que Flores preparó hace unos veinte años.
A la vez, Jaccottet dialoga de forma natural con esos poetas equívocamente llamados “de laboratorio”, pues comparte con ellos una extrema atención al lenguaje, una sensibilidad casi enfermiza ante el más leve matiz. La experiencia del texto en su propia escritura —me refiero al proceso de construcción del poema— es plenamente vital, al grado de haber en la obra una equivalencia con el diario; es decir, la escritura se identifica con la vida. Si la poesía es respiración, esta solo se interrumpe con la muerte, y dejar de escribir no es una decisión del sujeto consciente sino del alma que lo abandona. La poesía como una función corporal, y no como un oficio o una vocación.
De lo anterior se desprende otra diferencia con el tono dominante en la lírica francesa: Philippe Jaccottet no es un poeta intelectual. Es un poeta, sí, de la inteligencia, pero no en la medida en que esta significa una hermenéutica o, incluso, una filología. Su vivencia de la lengua es distinta: brota del uso mismo. De ahí la cercanía indisoluble entre el habla y la escritura, que entiende como sinónimas. Hablar es escribir en el aire, soporte que ofrece una permanencia distinta, pero permanencia al fin; y, en cierta posición extrema, solo hablar es escribir. Su “puesta en página” es secundaria. ¿Qué pensaría de esto Mallarmé? No necesariamente se escandalizaría, pues si entendemos la formulación visual de Una tirada de dados como una partitura, el horizonte sigue siendo el habla.
Autor
José María Espinasa
/ Ciudad de México, 1957. Poeta, ensayista y editor. Es editor fundador de Ediciones Sin Nombre y director del Museo de la Ciudad de México. Fue secretario de redacción de las revistas Tierra Adentro y Casa del Tiempo, así como del suplemento La Jornada Semanal. En Piélago, publicado por la UNAM, reunió buena parte de su poesía escrita entre 1977 y 2007. Es, asimismo, autor de múltiples volúmenes de ensayo como Notas sobre la literatura mexicana después de 1968 (2019).