El águila y la bolsa
A la distancia, creí ver un águila
abrir y cerrar sus alas.
Al acercarme lo supe:
ello no era ella,
una bolsa negra de plástico
se zangoloteaba retozona,
aferrada a la copa de un pino pelón.
Y lo no-águila decía, hinchando su plumaje:
yo soy el anuncio
de quien enjaula a los niños
en lugar de dormirlos en cunas,
y mi plumaje es de ésos”.
Oda a la tos
Interrumpes
y liberas,
y eres prisión
sonora.
Ladras.
No dices nada
y dices la medida del malestar y el dolor.
Eres la tonada de los bronquios,
cuando consiguen hablarle al mundo.
La risa desfigurada.
La contorsión.
Bastión del diablo.
Espada del ángel guardián del Paraíso.
Enfermo
Por doquier
esporas,
baño de nieve tibia de la primavera.
Esporas, son
del árbol
las crocantes
de mi sombra,
y son mi goce.
Su caer:
del enfermo
el asma:
de él, la vida humana.
El piedro
Crecen sobre ríspidos piedros,
entre iguanas, lagartos y las visitas anuales de los flamingos.
Conocieron día y noche el látigo de la sal
y, en lugar del maternal abrazo de la tierra pródiga,
la resistencia dura y compacta del caliche, la cola del huracán,
el areno irritante de Tierro.
Sus semillas, trucados guantes de boxeador,
sus raíces, filosos, burdos machetes,
sus brotes, pólvora.
Alguna exuda oscuros fluidos ardientes de su corteza,
herida previo nacer,
vengativa causándose a sí misma llagas con su propio savia;
siempre estarán abiertas sus heridas, supuran irritándose a sí mismas,
como el chechem.
Después viene la flor,
la hija de sus luchas,
así la orquídea, la bromelia arraigada en las ramas que nunca son tan altas,
la blanca de la pitaya,
y la pasiflora —el ansia de paz, de frutas aromáticas y coloridas—,
la lengua de gallo, la cuna del nopal, el cayumito, la vaina colorada del casinéo.
Las papas que les nacen son venenosas (las llaman “para el diablo”),
la flor de aricote, la del algodón silvestre y el tulipán del monte
atraen a los más hermosos pájaros cantores.
Las hojas de los vegetales nacidos en tan rudas condiciones se sonrojan, empalidecen, ríen, bailan, sudan, suenan, gustan de las visitas de insectos, aves, reptiles; todos son sus aliados,
el tierro látigo les parece un caramelo, de dura dulzura,
no de sal.
Mi caso es distinto.
Nací y crecí bajo el ala pródiga de la bienaventuranza y el amor.
La muerte, una tormenta súbita,
me arrinconó, me arrebató de mi destino, como a casi
todos mis hermanos.
Apareció sin anuncio, la muerte,
ponzoñosa como aquella savia negra que lagrimea el tronco del chechem.
Llegó para quedarse
—se llevó a mamá, a mi hermana, a dos amigos, a tres—,
arrastrándome su perpetua fuga,
arrastrándome para intentar fugarme de ella.
Mis flores no son las de los pétalos duros nacidos contra la fuerza de la sal,
ni tan blandos que soporten el ardor sin inmutarse.
Son flores hechas para el cielo benigno.
La condición salina del mundo al que me llevó cacofónico el cambio de destino,
es siempre nueva para mí, inesperada.
Dunas móviles de sal, mareas de lava que de pronto brotan en el lago azufrado,
tierra que pierde sin anuncio la firmeza,
abriéndose en vacíos que conectan
grutas de atmósferas malsanas,
trechos de aguas navegables que ganan la confianza del marino
para abofetearlo
en la empecinada corriente que lo llevará al remolino,
pero más que todo, sal, golpe de látigo.
La tapa dura que sella para siempre al cuerpo amado en su ataúd.
El ser que lo sobrevive flota
para que sus raíces no sientan la hostil materia impenetrable,
fabricada para que no la perfore el insecto o la bacteria,
o no se la coma la pudrición,
ese barniz tan nuevo que le ponen a la caja del muerto
dura las mismas décadas cortas que la propiedad
del panteón en turno.
Eso es lo que soy. Náufraga arribada a tierra salina. Lo mío es echar raíces, dar flor y fruto,
acoger al pájaro, dar refugio al mapache y al tigrillo.
Pero está la sal, la longeva tempestad de la sal.
El zanate negro camina sobre mis aguas; grazna, picotea para eliminar cualquier forma de vida,
sumerge el largo pico, mientras que yo, aún sabiéndolo ahí,
confiada, acuno como a un niño mi tesoro otra vez,
antes de que el zarpazo de sal del Tierro barra,
más eficaz que el pico del negro pájaro,
vaciándome para que el caliche despierte otra vez su única Ley.
Comer como el perro
Sin contención, un apetito sin límite, sin manos, sin cuchillo,
comer lo que le pongan en el plato.
El perro doméstico es el precursor de la comida rápida,
el obeso por instinto.
Jamás comer como un perro, digo yo.
* Estos poemas pertenecen a La aguja en el pajar, libro de próxima publicación recientemente galardonado con el XIX Premio Casa de América de Poesía Americana.
Autor
Carmen Boullosa
/ Ciudad de México, 1954. Es poeta y narradora. Sus publicaciones más recientes son la novela El libro de Ana (Siruela y Alfaguara) y los libros de poemas La impropia (Taller Martín Pescador) y La aguja en el pajar (en prensa). Ha sido reconocida con los premios Xavier Villaurrutia, LiBeraturpreis, Anna Seghers, Rosalía de Castro y Casa de América de Poesía Americana, y ha sido becaria de la Fundación Guggenheim, del Cullman Center, del FONCA y DAAD. Profesora invitada en las universidades de Georgetown, Columbia, NYU y Blaise Pascal, forma parte del cuerpo académico de CUNY en City College, hoy en Macaulay Honors College. Vive entre Coyoacán y Brooklyn.