noviembre 2019 / Dossier, Entrevistas

Del tiempo condensado: una conversación con David Huerta

Como un monumento, la poesía de David Huerta (Ciudad de México, 1949) se encuentra reunida bajo un título que alude a su verso más famoso: La mancha en el espejo (2013), dos tomos gruesos editados por el Fondo de Cultura Económica que agrupan el corpus de una de las trayectorias poéticas más fascinantes de nuestra lengua.

Sin embargo, Huerta sigue produciendo obras que apelan al espíritu unitario del libro de poesía, como El ovillo y la brisa (Era, 2018), After Auden (Parentalia, 2018), Los instrumentos de la pasión (Universidad de Querétaro, 2019), El cristal en la playa (Era, 2019), los ensayos de Las hojas (2019, Cataria), o la reedición el año pasado por el (casi) treinta aniversario de Incurable (1987). Por si fuera poco, Huerta recibe esta semana el Premio FIL Guadalajara de Literatura en Lenguas Romances 2019.

Aquí una conversación sobre poesía, la hechura de Incurable, y otras maneras en que el tiempo se vuelve concreto.

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Incurable es un libro que te ha acompañado durante casi la mitad de tu vida. ¿Qué significa para ti que se vuelva a reeditar tres décadas después?

No lo había pensado en esos términos pero sí, es un libro que me ha acompañado todos estos años. Tuvo al principio una buena fortuna entre los lectores, que son muchos más de los que tendemos a creer. Se lee mucha poesía en México aunque no de libros recientemente publicados. Me refiero a los que están en las bibliotecas de las casas, como el Tesoro del declamador o ediciones de Amado Nervo o Ramón López Velarde. Incurable ya alcanzó sus 32 años y está tan presentable que hasta nueva portada tiene: un cuadro de Vicente Rojo diseñado por Juan José López Galindo. Además, ahora aparece en la colección Alacena, de modo que es una especie de resurrección.

Los poemas suelen vivir más que las personas. En este caso, Incurable fue un parteaguas para ti, para tu carrera como escritor. Lo has visto crecer, madurar. ¿Cómo se ha acompasado la vida de este poema con la tuya?

Lo he visto envejecer. Tuvo una gestación muy anterior, de diez años antes de su publicación. Lo primero que escribí, sin saber que terminaría siendo Incurable, con esa forma que tiene y esa distribución de capítulos, fue hacia 1977 o 1978. La primera línea estuvo ahí desde siempre: “El mundo es una mancha en el espejo”. En realidad, el poema tiene 40 años (más de la mitad de mi vida).

Esa imagen del mundo como una mancha en el espejo, ¿cómo surgió?

Fue una aparición, pero no fue una visible sino auditiva. Los libros de poesía se escriben para el oído y la inteligencia, pero también para los ojos. Esa es la triple finalidad o los tres puertos a los que debe llegar un libro de poesía. Fue una aparición sonora: es un endecasílabo hecho y derecho. De ahí se desprendió todo lo demás, como las notas para hacer una sinfonía —por poner una comparación algo bombástica.

¿Recuerdas cuándo y a qué hora llegaron a ti esas notas iniciales, y si ya conducían a la línea “El mundo me dice lo que tiene que ser”)?

Muy probablemente a las altas horas de la noche mexicana, porque a lo largo de los diez años en que escribí el poema yo vivía de noche. Dicho de otra manera, Incurable es un libro empapado en alcohol y, por lo tanto, combustible (todo eso en sentido figurado, espero). Y sin embargo, sigue vivo. Hay un libro de Coral Bracho, El ser que va a morir; cuando la gente lee el título piensa que se refiere al ser humano y la conciencia de su mortalidad, pero no creo que ese sea el sentido: el que va a morir es el libro. Si un libro es bueno es porque está vivo. Incurable sigue visible en las librerías y la gente lo lee. No sé si tenga síntomas de vejez, pero a los cuarenta años de edad algunas cosas empiezan a fallar. Eso de que el libro se cierra sobre sí mismo es cierto solo figuradamente. Llegué a esa frase final después del largo camino de una década en su composición; era mucho más largo, unas trescientas cuartillas más grande.

¿Cómo fue la experiencia de escribir Incurable?

Como te decía, vivía de noche y, por lo tanto, escribía de noche. Lo hacía a máquina, en lo que ahora llamamos con cierta redundancia “máquinas mecánicas”. Implicaba un esfuerzo físico considerable y yo escribía muchísimo. Para no perder tiempo cambiando las hojas, pegaba largas tiras de papel que ponía en la máquina de escribir. Luego las despegaba y ponía en la pared, y ahí corregía con plumón. Fue muy gozoso. Era la vida de un vagabundo. (A veces para escribir hay que ser medio vago.) sigo escribiendo mucho pero cuando buenamente puedo, cuando se me ocurre, porque hay que vivir, trabajar y hacer otras cosas, que son alimento para lo que uno escribe, a final de cuentas.

Hay libros que sirven como puerta de entrada para el resto de la obra de un poeta. ¿Consideras que Incurable es ese libro por el que todos preguntan, la referencia ineludible a la hora de hablar o escribir sobre tu obra en general?

Digamos que sí. No me promuevo mucho en el sentido en que se promueven muchos escritores. Veo a mis amigos y tengo un diálogo literario con ellos —aunque no todos son escritores o editores—, pero no ando pidiéndole a la gente que lea mis libros. Quizás hago mal. Los libros viven su propia vida. Por ejemplo, sobre uno de mis libros recientes, El ovillo y la brisa, me han dicho varias veces que se trata de una continuación de Incurable. Malva Flores me dijo algo que normalmente no dicen los críticos: que le desconcertó, así como en su momento desconcertó la forma de Incurable. Pero en el caso de El ovillo y la brisa es muy clara la diferencia: hay páginas que parecen cuentos —lo que solemos llamar poemas en prosa, aunque no hemos terminado ni terminaremos de definir lo que es verso libre.

¿Qué poetas mencionarías a la hora de hablar de Incurable?

Tenía muy presente a José Lezama Lima (el Lince de Trocadero, como lo llamo). Tiene mucho que ver no solo con libros de poemas, sino también con libros de prosa, ensayos y novelas. Está la gravitación de la prosa de José Revueltas. Estamos acostumbrados a pensar que los poetas se influyen entre sí, y es muy natural que me pregunten sobre un poeta, pero también están Juan Carlos Onetti e Italo Calvino. Estoy sorprendido porque hace poco releí La peste de Albert Camus y me di cuenta de que había mucho de ese libro en un poema que escribí sobre Tlatelolco, titulado “Nueve años después”, y que se leyó en ocasión del medio siglo del ’68. La idea de que hay algo adentro de la ciudad que destruye a todos estaba en mi inconsciente literario y se reflejó ahí. Hay frases que son casi iguales, como “la ciudad estaba asediada por el miedo” o “el anillo del miedo se cerraba sobre la ciudad”. Los otros géneros intervienen en la poesía. Creo que los buenos novelistas han sido, necesariamente, buenos lectores de poesía. Habría que rastrear las influencias de los poetas en los novelistas y viceversa, salir de los automatismos periodísticos al decir que a este pintor lo influyó tal otro. Deben tomarse muy en serio los gustos de cada uno porque son algo profundo y distintivo.

¿Consideras que ambos libros, Incurable y El ovillo y la brisa, tienen semejanzas?

Debe ser que están escritos por la misma mano: la de un mismo hombre 30 años mayor respecto a Incurable, quizá más maleado y estropeado, pero saludablemente descarado. El repertorio y el vocabulario de un autor se repiten sin remedio. Hay palabras que caracterizan a cada escritor, sobre todo si tiene un estilo muy identificable. Cuando ya tenía el primer capítulo de Incurable, decidí seguir adelante hasta agotar las existencias de mis grandes almacenes. No sé si lo conseguí porque quedó mucho. Lo que quise acotar fue la forma del versículo. Discutí con los editores de Era acerca del título de El ovillo y la brisa, de cómo observa las reglas de los títulos o textos en parejas, como El arco y la lira, “El caracol y la sirena”, El erizo y la zorra: pares de cosas, objetos, fenómenos o ideas.

Para un poeta de la Ciudad de México, ¿es imposible no poner en poesía su experiencia como habitante de la urbe?

Uno escribe con lo que es, no sólo con lo que se imagina o se le ocurre o decide que va a decir. Muchas veces lo hacemos por puro amor al lenguaje y a los juegos de palabras. Te alejas de la experiencia y te inventas cosas que son ajenas o autónomas a tu relación con la experiencia. Pero la ciudad —yo soy flor de asfalto— es lo que somos. (Hoy, mucho más de lo que era para mi papá o para mi propia generación.) La Ciudad de México de Los hombres del alba, por ejemplo, es una que yo no conocí pero allí está. La de los años sesenta y setenta es la mía: las avenidas con camellones antes de que hubiera ejes viales, lugares que ya no existen pero sobreviven en los poemas como en pocos documentos de nuestra historia.

Uno de los temas recurrentes de tu poesía son los días y los meses; el poema que se plantea que el miércoles es tal, que un mes es esto. ¿Por qué pensar tanto en el tiempo y sus divisiones?

Porque esas son las formas que tiene el tiempo, con todos sus nombres. El tiempo no es una abstracción: encarna y lo hace a través de esos nombres. A menudo nos levantamos con el pie izquierdo y decimos: “este miércoles tiene sabor de viernes”. Por mucho que Octavio Paz diga que los amantes se miran y se funden en un abrazo en el que el universo se manifiesta en toda su plenitud, está haciéndolo en versos que transcurren y duran. La poesía es un arte del tiempo sucesivo, no del tiempo condensado. Su semejanza más patente con la música no es la melodía del verso, sino cómo discurre en el tiempo.


Autor

Olmo Balam

/ Ciudad de México, 1990. Es ensayista, periodista cultural y traductor. Editó de 2015 a 2018 la revista digital Correo del libro (Librerías Educal). Textos suyos han aparecido en Crítica24 horas y en La langosta literaria. Mantiene un blog, La reproducción de los árboles, en Medium. Actualmente es director del sello Grano de Sal.

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