Hace muchos años, en una conversación informal, le pregunté a David Huerta si conocía a mi amigo, el escritor Humberto Rivas. No pasó ni un segundo. David comentó: “¡Qué bonito llamarse así, lleva las cinco vocales!” Yo tuve que repasar mentalmente nombre y apellido para comprobar que era cierto, una clara demostración del oído tan fino del poeta que tenía delante. No le importó realmente quién era Humberto, sino cómo sonaba. Desde entonces, cuando enseño poesía, siempre traigo esa anécdota a colación para ilustrar la importancia del sonido para los poetas.
Dicha preocupación es secuela de una larga tradición en México, que tiene epicentros en Sor Juana, los modernistas, López Velarde, los Contemporáneos (sobre todo Villaurrutia y Gorostiza) y Octavio Paz, entre tantísimos otros. En El ovillo y la brisa, último libro en prosa de Huerta, que se articula como un híbrido entre poesía, narración y ensayo, aparece precisamente un texto titulado “Vocales y consonantes”. Allí establece el parámetro de las consonantes como “pandillas pedregosas”, que pueden conjuntar grupos como “m-p-r” en la palabra “siempre”. Sigue de algún modo a Antonio Alatorre, que hace referencia en Los 1001 años de la lengua española a las lenguas ibéricas prerromanas para atribuirles un “indudable fervor consonántico, una propensión temible a pulverizar la menor posibilidad de canción o melodía”, esa “rudeza carpetovetónica, ese hablar a mordidas o con gruñidos. Una lengua áspera, hirsuta, desmelenada”. Frente a ellas (las consonantes), dice preferir “las pródigas vocales, las irisadas vocales”. (¡Qué manera de referirse a los colores del arcoíris que emanan desde los sonidos!) Me gustaría citar el párrafo con el que las celebra:
No puedo dejar de pensar en los juegos vocálicos que se han llevado a cabo a lo largo de los siglos, por ejemplo las novelas lipogramáticas de Alonso de Alcalá y Herrera, del siglo XVII, que eliminan una de ellas: Los dos soles de Toledo (sin la a), La carroza con las damas (sin la e), La perla de Portugal (sin la i), La peregrina eremita (sin la o) y La serrana de Sintra (sin la u). Muy divertido, también, es el texto monovocálico atribuido a Rubén Darío, “Amar hasta fracasar”, del que cito un fragmento:
Ya pasaban largas albas para Ana, para Blas; mas nada alcanzaban. Casar trataban; mas hallaban avaras a las hadas, para dar grata andanza a tal plan.
La plaza, llamada Armas, daba casa a la dama; Blas la hablaba cada mañana; mas la mamá, llamada Marta Albar, nada alcanzaba. La tal mamá trataba jamás casar a Ana hasta hallar gran galán, casa alta, ancha arca para apañar larga plata, para agarrar adahalas. ¡Bravas agallas! ¿Mas bastaba tal cábala?. Nada ¡ca! ¡nada basta a tajar la llamada aflamada!
Y podría continuar con Las vocales malditas, de Óscar de la Borbolla, de quien cito un extracto de la letra “o” (solo por los gozos golosos):
Si seguimos jalando ese hilo, tendríamos que pensar asimismo en la experimentación de la vanguardia, como el caso de las vocales con que termina Altazor, de Hudiobro. “Ai aia aia/ ia ia ia aia ui / Tralalí/ Lali lalá”: esos sonidos elementales de la vocal “a” que emitimos con la concavidad de la boca abierta, y con las cerradas, la “i” (con que nos reímos) y la “u” (con que besamos).
El texto de David concluye con la alusión a las palabras que contienen las cinco vocales, como “extenuación” (aunque repite dos “e”), “educación”, “Aurelio” y, claro, “murciélago” (que viene etimológicamente del latín murem caecum, “ratón ciego”). Para mi asombro, en internet se identifican nada menos que 30,500 palabras (y estas excluyen las que llevan las sílabas “que”, “qui” y “gue”, “gui”), aunque muchas de ellas repetidas con variantes. No las voy a citar todas aquí, pero menciono algunas para el entretenimiento de los lectores: “curiosear”, “auténtico”, “cruzamiento”, “paupérrimo”, “putrefacción”, “persuasivo”, “bisabuelo”, “descubridora”, “pronunciable”, “opulencia”, “nebulosidad”, “preciosura”, “vestuario” y un larguísimo etcétera. (No puedo dejar de mencionar, también, dos de esas palabras que son títulos afines a la poética de nuestro homenajeado: “gatuperio” y “medusario” —por cierto, neologismo que aparece en la poesía de Lezama Lima—).1
De todas esas eufonías, dado que soy comelón, me gusta mucho la de “huitlacoche”, también conocido como “cuitlacoche”, que no solo se refiere a ese hongo en las mazorcas del maíz, a ese deleite del paladar en las quesadillas tan típicas de los mercados, sino a la deformación de cuicacochi, referente a un ave pequeña con plumas amarillas en pecho y vientre, y negras en el resto del cuerpo. Quizá por ello la palabra conjunta maravillosa y metonímicamente al ave, al hongo y el sabor exquisito. Cuicacochi, en náhuatl, viene de cuicatl, cantar, y cochi, noche, oscuridad, sueño; es decir, el que canta de noche. El cuitlacoche reuniría entonces —como en el barroco, que va de lo alto a lo bajo— la textura repugnante y gelatinosa del hongo, el sabor exquisito en las quesadillas y el ave cantora de la noche. Sería una versión más amable del murciélago o ratón ciego: ave que vuela con gracia, que sabe ver lo invisible y medita en la oscuridad; de alguna manera, lo encarnaría Huerta, quien todo lo ve con ojos penetrantes y todo nos lo desvela con sus palabras.
Así lo ha hecho nuestro autor a lo largo de casi cincuenta años, desde que apareció El jardín de la luz en 1972. Su amplia obra, editada en dos volúmenes con el título de La mancha en el espejo, recoge más de veinte libros publicados hasta el año 2013. Han seguido otros más, desde luego. En este pequeño espacio no se le puede hacer justicia a una obra así de amplia, diversa, rica en tantos aspectos. Se trata de un escritor versátil e insaciable. Casi al modo de los heterónimos de Pessoa, o como el multifacético Pablo Neruda, Huerta ha incursionado en muy diversos registros poéticos:
1) la “transparencia de la mirada” en ese primer libro, que se deja impregnar por Jorge Guillén, Jorge Luis Borges, Octavio Paz o el primer José Emilio Pacheco;
2) las nebulosidades barroco-lezamianas de Cuaderno de noviembre, Huellas del civilizado, Versión y, sobre todo, Incurable, en versículos que dialogan con la teoría francesa del estructuralismo y postestructuralismo, de pensadores y filósofos como Foucault, Lacan, el grupo de la revista Tel Quel, Deleuze y Guattari, Derrida, entre otros, y también con un mundo de referencias artísticas, musicales y literarias —versículos, pues, que cuestionan el sentido unívoco de las cosas, una manera de criticar los cimientos de la cultura occidental, una manera de develar la “enfermedad de la escritura”, una especie de patografía (palabra empleada por Héctor Libertella) hiriente, dolorosa, que no concluye pero signa las condiciones de nuestra existencia;
3) los relampagueos japoneses del verso escueto, que no solo establecen un diálogo con las imágenes de Miguel Castro Leñero, sino que ponderan el proceso creativo que va de la percepción de los objetos a su metamorfosis, a través de las tintas en los lienzos y el papel de la escritura (“Un pincel y la mano/ El ojo en medio de la luz/ Y el papel a la espera”), en Los objetos están más cerca de lo que aparentan (1990);
4) la narratividad de una historia de amor y desamor, muy cercana a cierto Neruda, a los surrealistas Enrique Molina y Olga Orozco, e incluso al propio Efraín Huerta: “Era un pan quemándose, una cuchillada entre las llamas,/ un cirio que adornaba mis dedos con un goteo sediento./ Qué drogas tenía para mí en las mejillas…/ Al amarla era yo una tribu: pues así lo vivía todo a su lado, como una multitud,/ como avenidas llenas de gente portentosa, como exacerbadas/ familias que salían a manifestarse…”, dice en el poema “Historia”, del libro homónimo (1990);
5) la melancolía, quizá uno de los rasgos dominantes de la obra de Huerta, que aparece en La sombra de los perros (1996) con una mayor sobriedad en los versos;
6) un yo alerta, receptivo, que reacciona ante ciertos fenómenos (sustanciales o fútiles) de la cotidianeidad, sobre todo en La música de lo que pasa (1997): el registro del sujeto como una especie de diario de la intimidad (aunque esta se vuelque al exterior) —habría, en ese sentido, un interés por “mirar”, deslindar, cortar la realidad en un afán por comprenderla en un sentido poético, más que filosófico. Un título magnífico que lo abarca todo, como lo hace La mancha en el espejo, y devela a un poeta atento a lo que le circunda, y que inscribe, como testimonio personal, los avatares de las cosas—;
7) la rabia o el furor ante acontecimientos terribles de México, surgidos a partir de la masacre de Tlatelolco o de Ayotzniapa (horror tratado en su espeluznante poema homónimo), y que, con otro tono, aparecen en Los cuadernos de la mierda (2001), en diálogo con las impresionantes imágenes de Francisco Toledo: “Es el país al que mandamos/ a los amargos enemigos. Colinda al sur/ con la Chingada, al este con la Porra,/ al oeste puntual con la blandengue Goma/ —seráfica, esdrújula, eufemística.// Todos los arbitrarios, los antipáticos,/ deben ir hacia allá, y sin remedio”;
8) la mirada que se deriva de la percepción. En El azul en la flama (2002) apunta a una línea de indagación poética que se inicia en nuestra tradición con Primero sueño: poesía de la percepción y del conocimiento. El poeta se hace las mismas preguntas que el filósofo y la respuesta es el poema que no sólo halla la gracia del lenguaje sino la sabiduría del pensamiento a través de la imagen. Se trata de una vuelta a algunas de las preocupaciones planteadas en su primer libro o en Los objetos…, aunque con un estilo diferente (¿cómo se aprehende el mundo?, ¿qué sentido tienen las formas y los contornos de las cosas?, ¿en qué medida la mirada cataliza el mundo e irradia una vía de conocimiento?);
9) un interés o énfasis por las formas clásicas —prueba de ello es su columna “Aguas aéreas”, en la Revista de la Universidad de México, y la publicación de algunas de esas páginas en los preciosos libros de ensayos El vaso de tiempo (2017) y Las hojas (2019)—. A ese respecto, me apasionad su homenaje al “Romance decasílabo”, de Sor Juana, en el poema “Observaciones invernales” (de After Auden, 2018), con palabras esdrújulas al comienzo de cada verso:
áspero despertar de deidades
trémulas que se extingue o vuelven,
súbitas, a sus antros mortales;
túmulo de presencias y espectros,
números de perfil insaciable;
múltiple el universo te ofrece
númenes y florestas y eriales.
10) en Los instrumentos de la pasión (2019) aparecen poemas autorreflexivos. Ya sea, por ejemplo, en la meditación del todo espacial y temporal, en un poema casi anti-Aleph en que el sujeto ve la imposibilidad de apreciar el absoluto (en “Todo lo que no se vio” se repetirá, como mantra, la frase “no se vio”); o en un poema, “The child is father of the man”, inspirado en una frase de William Wordsworth, para meditar acerca de la infancia y la distancia temporal que permite ser y no ser nosotros mismos.
Quisiera terminar volviendo al principio —es decir, a la incesante búsqueda de David Huerta—, apuntando a la idea de que la poesía, como declaró nuestro homenajeado al recibir el Premio Xavier Villaurrutia, “hace pensar lo impensable” (así como el objetivo de la música es “hacer oír lo inaudito”, y el de la pintura, “hacer ver lo invisible”). En su articulación auditiva y visual del lenguaje, en sus innumerables hallazgos y múltiples registros, en su percepción penetrante y aguda; gracias a esa perspicacia, en fin, David Huerta es uno de los escritores más elocuentes y versátiles con que cuenta la literatura de hoy.
* Texto leído en el Homenaje a David Huerta, en el Palacio de Bellas Artes, el 10 de noviembre de este año. Una versión preliminar del mismo fue leída en la FILEY, en Mérida, en marzo de 2018. Incluido en El camaleón y la esponja: David Huerta. Entrevista, ensayos y antología poética, de próxima aparición por la Universidad del Claustro de Sor Juana.
1Al leer este texto, David hizo referencia a otra anécdota: cuando le dijo a Carlos Fuentes, para azoro de este, que Artemio Cruz, el nombre de su personaje, no solo contenía las cinco vocales sino que, además, aparecían según el orden alfabético: a-e-i-o-u.
Autores
Jacobo Sefamí
Ciudad de México, 1957. Es nieto de judíos sefardíes que emigraron de Siria y de Turquía a la Ciudad de México. Estudió la licenciatura en la UNAM y el doctorado en la Universidad de Texas en Austin. Actualmente, es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de California (Irvine) y Director de la Escuela de Español de verano de Middlebury College. Es editor de varios libros sobre poesía latinoamericana y autor de la novela Los dolientes (2004). Con Myriam Moscona antologó Por mi boka. Textos de la diáspora sefardí en ladino (2013). Sus volúmenes más recientes son Por tierras extrañas (2019), libro de relatos y crónicas de viaje; El camaleón y la esponja: David Huerta. Entrevista, ensayos y antología poética (2019); el poemario Mili, en lo inacabado mutante (2019) y la compilación de ensayos Caleidoscopia. Escrituras y poéticas de lo oblicuo en América Latina (2021).
Alejandro Castro
/ Caracas, Venezuela, 1986. Poeta. Licenciado en Artes por la Universidad Central de Venezuela (UCV) y Magíster en Literatura Latinoamericana por la Universidad Simón Bolívar (USB). Se ha desempeñado como profesor en los departamentos de Estudios Estéticos en la Escuela de Artes y de Teoría Literaria en la Escuela de Letras, ambas de la UCV. Es coeditor del libro Deborah Castillo: Desobediencia radical (2019). Ha publicado los libros de poesía Parasitarias (2020), El lejano oeste (2013, premio al Libro del Año 2014, otorgado por la Asociación de Libreros Venezolanos) y No es por vicio ni por fornicio. Uranismo y otras parafilias (2011), ganador en 2010 del Concurso para autores inéditos de Monte Ávila Editores. Actualmente realiza estudios de doctorado en la Universidad de Nueva York.