Sigo aquí;
intento sacar el peluche,
manipulo la garra mecánica con una paciencia calculada:
pienso en Tucídides,
miro la cabeza de ese unicornio,
la ubico debajo de los dedos de metal,
aprieto el botón tornasolado.
Por un momento
pierdo el aliento,
contengo la respiración,
la garra simula atrapar la cabeza del unicornio,
pero es mentira,
deja que se deslice de nuevo hacia el vacío de peluches.
No comprendo por qué
me siento aquí a mirar
a las parejas o las familias que desafían
a la máquina de atrapar peluches
como si en ello hubiera una profundidad
de filósofo japonés,
que, sé, no existe.
III
Por más que coloco la garra de metal encima y justamente encima de la cabeza del oso disfrazado de bombero, y por más que la hago bajar con precisión sobre ella, el oso se escapa.
Miro entonces el esfuerzo ajeno. Las cinco o seis veces que una sola persona es capaz de intentar e intentar. Yo intento una vez por ocasión que visitó a la máquina atrapapeluches. Respeto el devenir del azar más que el del mérito. Pago mi moneda de 5 pesos por una jugada azarosa y espero con ansia de revelación ese peluche. Lo espero como se espera el oráculo de la máquina de circo que adivina el futuro.
IV
La garra metálica no tiene fuerza; eso me molesta. Me enerva su ausencia de tensión. Para insuflarla de fuerza aprieto mi mano con la inocente esperanza de transmitirle a la garra una orden muscular. Esta máquina no tiene sentido, no es como el dispositivo que le permite a mi madre respirar mejor de noche. Esa caja que le da aire mientras duerme. Esta máquina no tiene misión en la vida, ni siquiera atrapar los peluches. Su misión es acaso sostener esa posibilidad: la de un día finalmente tirar al changuito por la ranura de salida.
V
Nunca disfruté las maquinitas de videojuegos en la niñez, ni siquiera el Pac-Man. No pude ser una de esos niños que se aferran a ellas y entrenan como si fueran a ir a la guerra. Tampoco logro aferrarme a la máquina de atrapar peluches, pero me relaja ver a los ludópatas pescar muñecos. Veo cómo se vacía el contenedor transparente. Tengo una epifanía: me veo a mí, niña gimnasta, en la alberca de hule espuma entrenando la fuerza de las piernas, solo que los peluches ocupan el lugar del hule espuma. Corro, cargo esta musculatura entre osos polares y pingüinos con moños. Yo, la máquina de pisotear peluches.
VII
Esto es una escena de David Lynch, la máquina de atrapar peluches encendida, con sus colores neón titilando en medio de un centro comercial vacío o en un paradero de Tanzania. La música circense sonando para nadie mientras la garra se desplaza al acecho de un pollo en forma de bola. El eco de esa música y los destellos coloridos de la máquina atrapapeluches en ningún lugar o en cualquiera. Ella es todo lo que habita.

Autor
Isaura Leonardo
/ Ciudad de México, 1984. Poeta y trabajadora autónoma en el medio editorial. Estudia por su cuenta todo lo que puede, sobre todo lo relativo al cuerpo enfermo, la enfermedad, la guerra, las mujeres combatientes y el testimonio.