Ya no quiero sangrar
Ya no quiero sangrar
ni sentirme vulnerable
ni temer a la intemperie
o a las cosas que no se pueden explicar con las palabras.
Quiero sanar pero eso implicaría estar enferma
y no lo estoy
ni lo estuve.
Ya solo me recorre el escalofío de la anestesia al final de la columna
la silueta de la sonda y el catéter
el moretón negro del talón derecho porque la pierna tardó en despertar
la sonrisa improvisada de mi vientre zurcido
y ese miedo tremebundo a la muerte que viene con la vida
a la locura que conlleva la alegría de multiplicarse
en otros que jamás serán como yo
a la paciencia que se quiebra como jícara
al enojo que contengo desde hace siglos.
Ya no quiero sangrar
ni sentirme vulnerable
ni temer a la intemperie
ni llorar por esto que no puedo nombrar
la sombra de todas las sombras
y que solo siento en la carne
cuando amamanto de noche
a la pequeña imagen que emergió de mi cuerpo.
Una vez
Una vez, fuimos a la playa El Revolcadero a eso de las cinco de la tarde.
No era la hora más adecuada para ir a esa playa, dijiste, dijo él,
llegamos y oscurecía.
Como un ave del mal agüero, encontramos a tu padre en el microbús,
cuando íbamos de camino.
Tengo una fotografía de tu espalda caminando
por el borde del río que daba al mar.
Yo ya estaba embarazada de nuestro primer hijo
y tú no habías, aún,
desdoblado la violencia que nos destruiría
pero ya hacías todo de mala gana
y de todo te quejabas.
Ayer soñé contigo,
en el sueño,
llegaba de la capital con nuestro primer hijo
y yo quería irme de nuestra casa lo más rápido posible,
pero me decías que me quedara.
En la realidad, nunca me dijiste que me quedara, solo la primera vez.
Caí en un pozo tremebundo del que todavía no me he repuesto.
La gente puede verme sonreír por fuera, pero estoy destruida por dentro.
Tú me destruiste. Yo me destruí por no salir a tiempo de tu perímetro.
Por no tener las herramientas para hacerlo.
Nada de culpa.
Podría haber sido ayer esa tarde que, redonda de ti, caminé tras tu torso.
Nos sentamos en la arena,
sonreíste.
Un vigilante nos dijo que era un área privada,
nos movimos más cerca del agua.
El mar era tan oscuro
como todas tus palabras,
el mar era tan grande como mi vientre
tan lleno de ti.
Ya no quiero pertenecerte
ni volver a pertenecerle a nadie
no quiero volver a caminar tras promesas efímeras,
pero hay muchas imágenes de ti que no se borran de mi cabeza que,
inútilmente,
intenta comprender
por qué elegimos la violencia.
II
Retornados
Me fui hace 15 años
volví por razones que no puedo explicar a través del lenguaje
no todavía.
Era un pendiente conmigo misma
y con mis hijos.
Volver.
Hubiese querido que fuese por otras razones
menos apremiantes
pero heme aquí
henos aquí.
Llegué al aeropuerto monseñor Romero
con una cantidad irrisoria de dinero
que se multiplica gracias al trabajo de este cerebro
y estas manos de uñas recién cortadas
para todo lo que la crianza impone.
Fructificar, pienso, mastico.
Fructificaré, lo sé.
Floreceremos.
Las primeras tardes que salí a caminar quería llorar
todo el tiempo.
No sé por qué.
Sí sé por qué.
“No vayás caminando, no andés en bus”.
Máscaras.
Mascarillas.
Una mujer desconocida me habla en la parada como si
yo, ella, toda la vida.
He vuelto a casa. Yo soy mi casa y la casa de mis hijos.
He vuelto al cubil.
Me abraza y me duele todo.
¿Cómo nos dicen a los que volvemos del norte a El Salvador
después de tantos años?
Retornados.
Soy un fantasma de hace 15 años
pero me siento tan cómoda
como alguien que tenía mucha sed
y luego bebió.
Me gusta la música que ponen en la radio.
“No le cambie”, quisiera decirle al chofer de la 46-C,
pero solo guardo silencio.
El dorso afable a veces se vuelve quemadura,
mirar atrás es insondable.
Tanto dolor se le fue acumulado en los alvéolos
que cuesta creer
que se pueda volver a respirar en paz.
Renuncio al odio y a su rictus.
Digo “renuncio” pero tendré que limpiar la sangre de la herida.
Autorretrato 2021
Soy una mujer redonda
de curvas acentuadas.
Hoy
la señora de la tienda me dijo que,
de joven,
seguro tuve un buen cuerpo.
No sé por qué las últimas dos señoras de las tiendas,
de las dos últimas colonias donde he vivido,
en dos países diferentes,
me juzgan con tanto derecho
como si me hubieran dado a luz.
“Todavía tengo buen cuerpo”,
pensé para mí misma.
Señora, si yo le contara
lo que este pedazo de carne, músculos y huesos ha atravesado
se asombraría.
Dos veces fui cortada en siete capas
para sacarme a dos bebés cholotones
y temperamentales,
sobreviví a la tortura psicológica de mi exconsorte
sin terminar en un manicomio
y logré escapar
de donde muchas no lo logran.
Con prodigiosa ayuda,
por supuesto.
Escapé por segunda vez
de otro infierno
con nombre de linaje
y me siento capaz de moverme de todos los lugares
donde mis hijos y yo estemos en peligro
o no seamos bien recibidos.
Usted también ha sufrido, señora,
y ha gozado.
Ninguna de las dos es más que nadie.
Pero debería de cuidar más sus palabras.
No tuve un buen cuerpo,
lo tengo.
Mi cuerpo está vivo,
soporta a diario la angustia de ser persona,
es capaz de no quebrarse de tantas veces que tengo que agacharme para cargar a mis hijos.
Mi cuerpo siente deseo, señora, como el suyo,
a veces hambre,
a veces abulia y,
aunque hoy no es mi cumpleaños,
mi buen cuerpo y yo
tenemos mucho que celebrar.
En el Instituto de Medicina Legal
En el Instituto de Medicina Legal
hay muertos
mujeres que esperan
psiquiatras
pandilleros
soldados
policías
gente vestida de negro
y un hombre apuesto a punto de llorar.
En la puerta,
hay un guardia extrañamente amable que te dice:
“al llegar al tubo galvanizado
cruce a la izquierda
y diríjase al módulo dos”,
y ahí,
entre la burocracia,
aparecen señoras que no han comido,
que vienen de lejos,
más allá de Apopa,
mujeres que cubren su cabeza con mantillas de encaje blanco para ir al culto
se encomiendan solo a Dios
y viven entre estructuras y hombres que destruyen su vida
en pedacitos.
Yo no quería saber pero me contaron:
ella es menor de edad y tiene un hijo de cinco meses,
su madre tiene una niña de un año
y ambas están queriendo recuperar a otra niña de cinco años
que se robó el hijo hermano con tal de contrariar
a su excompañera de vida
que es de Guatemala
y no sabe leer.
La niña sustraída vive entre hombres de dudosa actividad
y ambas denunciantes temen a un posible abuso.
Los bebés de las señoras no han comido
succionan el pecho
pellizcan galletas
y yo no quisiera que
ningún bebé
estuviera en Medicina Legal
pero ahí están
cerca de los cadáveres
y el pandillero encadenado
con sus decenas de hojas
de audiencias jurídicas que
ojalá
un día terminen.
La mujer mayor canta
una canción religiosa
para calmar a la niña de sus brazos.
El defensor público se les coló
porque tiene que irse a las 9:30 a.m.,
“así son los hombres”,
nos quejamos,
siempre quieren pasar primero
hasta en la fila de la desgracia
y la tragedia.
Dicen mi nombre en voz alta
en medio de tantas historias ajenas
que secan mi garganta.
Paso a mi trámite
que es un trámite
nada grave al parecer
frente a todo lo que me rodea.
Me despido de mis amigas repentinas,
me duele volver a ver atrás.
Ahora que es cerca de la medianoche,
pienso en ellas.
Ojalá que hayan llegado con bien
allá
adelante de Apopa
donde viven muchos hombres
que eligen destruir la vida de las mujeres
en pedacitos.
* Estos poemas forman parte del libro Más allá de la aureola marrón y núbil, Premio Tessa Bartók de la editorial Kalina en El Salvador.

Autor
Lauri García Dueñas
/ San Salvador, El Salvador, 1980. Poeta, dramaturga y periodista. Maestra en Comunicación y Cultura por la UNAM, gracias a una beca de la Fundación Heinrich Böll. Entre sus libros de poemas se encuentran Del mar es el ahogo (XVII Premio Interamericano de Poesía Navachiste 2009), El tiempo es un texto indescifrable (2012), La tía (2016) y Atávica memoria: Virginia (2018), entre otros. Es además co-autora de los libros de investigación periodística: Tribus urbanas en El Salvador (2011) y El asesinato de Roque Dalton. Mapa de un largo silencio (2012). Ha escrito las obras de teatro Mientras más se grita menos se mata (2011), Mamífera (2017), El deseo de los otros no se puede controlar (2018), Del otro lado del cielo (2019) y No todo está perdido (2020). Su obra ha merecido numerosos premios.