mayo 2022 / Inéditos

El trayecto no es para improvisados

 
Aceitunas negras
 
                                                                          ¿No será por fin la muerte
                                                                          una cocina interminable?

                                                                          Pablo Neruda
 

A la muerte es preferible cubrirla de halagos, inclinarse ante su tez color avellana como creía Pavese o de un negro rotundo según el heraldo Vallejo que, entre burros andinos y cálices funestos, doblegó a la gramática con una piedra en el abdomen.
 
El nieto de abuelas chimúes murió en plena primavera en su París de ayuno, lejos de la España de cadáveres tristes, utopía traicionada como suele ser su sino.
 
En su tumba en Montparnasse alguien rellena los jueves un frasco de aceitunas negras del Perú. Lo mejor para aderezar un filete de pollo con pimiento, espinacas y nueces pecanas como le gustaba al poeta.
 
 
 
El álamo Carolina

El ferrocarril todavía pasa por el pueblo de Chacabuco
donde, solitario y sin estacas, nació el más bello de los árboles.
Fue creciendo hacia arriba y por debajo,

llenándose de preguntas como de pájaros.*
Sueña el álamo Carolina con el siguiente verano cuando todo resplandece,
pero aún es mayo en el sur otoñal.
Por fin ve aproximarse al hombre a lomo de un caballo exhausto
–¿dónde estaba el desaparecido?
Él se quita el sudor de los párpados con la manga de la camisa,
aspira el verde y se recuesta en el tronco.
Entonces Haroldo se duerme y sueña que es un árbol.

* H. Conti.
 
 
 
Asfixia

“No puedo respirar”, dice un anciano en el albergue Pio Albergo Trivulzio, en Lombardía, la más golpeada por la pandemia en Italia, ante la impotencia de los médicos y enfermeras, sorprendidos ante la nueva enfermedad.

“Me duele respirar”, se queja Alvarito Conrado, con 15 años recién cumplidos, al desangrarse en un hospital de Managua. Fue alcanzado por el disparo de un francotirador armado de un fusil Dragunov el viernes 20 de abril de 2018, cuando corría llevando dos botellas de agua para los estudiantes que levantaron una barricada afuera de la Universidad de Ingeniería, en protesta contra la dictadura de Daniel Ortega. El disparo entró por el labio inferior, perforó el cuello y se alojó en el tórax.

“No puedo respirar”, reclama hasta quedar inconsciente George Floyd, un afroamericano guardia de seguridad de un club, detenido el lunes 25 de mayo de 2020 en el vecindario de Powderhorn, en Mineápolis, sospechoso de fraude. Desarmado y esposado, Floyd murió de asfixia cuando, con su rodilla, el policía Derek Chauvin presionó su cuello contra el pavimento durante ocho minutos y 46 segundos.

“No puedo respirar”, gime un mono araña en Kuala Lumpur, atorado con los elásticos de un cubrebocas, arrojado por un turista en la reserva natural de Bukit Lagong.

Tampoco puede respirar el pez globo atrapado en una máscara en las costas de Miami; ni el tímido pangolín, acosado por cazadores chinos que le han prendido fuego al hueco del árbol donde se refugió. Se cree que el mamífero, cuya carne es una de las más codiciadas en Asia y África, pudo haber sido un huésped intermedio del nuevo coronavirus, como las serpientes o los murciélagos que pueblan moribundos los mercados de Pekín.

Se asfixian igualmente los cerdos aturdidos en los mataderos de Argentina y las ovejas degolladas en Francia, colgadas hasta desangrarse en estertores desesperados o los cangrejos atrapados entre mascarillas en la laguna de Berre, en Marsella.

¿Quién nos presta una garganta? ¿Y un pulmón?
 
 
 
El Xolo

Con los ojos saltones y la lengua exhausta,
el xoloitzcuintle guía a los muertos en su marcha al Mictlán,
el inframundo de nueve pisos.
Los descarnados propiamente hablando avanzan cabizbajos hacia el norte.
No importa si fuiste una persona ética,
acostumbrada a reflexionar acerca de la verdad de tus valores
y a elegir deliberadamente lo correcto.
Sabrás que el destino final no lo dicta la rectitud,
sino la manera en que abandonas lo terreno,
pedazo de hueso molido y sangre de los dioses.
De poco servimos, pues, aun si logramos cruzar el río Chignahuapan,
caudaloso como el Bravo en tiempos de trashumancia.
Después de la corriente vendrán dos montañas y la tercera de obsidiana,
catacumbas y fieras comecorazones,
todo ello para descansar o desaparecer en cuclillas.
Mejor comer setas amargosas y masticar peyotl dotados de un buen amuleto.
El trayecto no es para improvisados
aunque Xolo nos acompañe moviendo la cola, alegre y devoto.
 
 
 
La urna

Veinte años demoró mi padre en volverse espuma
habiendo dejado atrás el gozo y los sinsabores de su oficio
de teclas y espada, compendios y periódicos por doquier.
Su máquina de escribir atiborró cuartillas denunciando las injusticias de los tiranos,
para que los perseguidos de ayer reemplazaran con creces a sus verdugos
en la meticulosa vocación del poder y la saña.
Pero le faltaba irse, renunciar a lo más postrero de sí, partículas,
soltar amarras como una barca sin brújula.
No sabemos dónde está, pero si lo llamamos
aparece con su sonrisa ingenua, traviesa,
para aconsejarnos y regresar a la niebla.

Habernos dejado fue bastante.
Padre amarillo como las hojas de tus libros,
mamá preservó tu cofre de bronce cinco mil días
en un estante de madera junto a un cirio por si querías volver.
De su recámara pasaste a mi sala y de ahí a un avión
varios años después disimulado en mi valija,
envuelto en la bandera argentina y un pulóver que aún olía a vos.
Te dije: “Papá, creo que es hora de que sigas tu camino,
ayudame para que todo salga bien”, y emprendimos el viaje.
El 10 de enero de 2011 te recibió una playa en Nicaragua,
tu más triste amor.
Desde entonces navegas esas olas.
 
 
 
Escritura

                                                                          Siempre, en el fondo de todo hay un jardín.

                                                                          Olga Orozco

 
En la comarca de Vauville, en Normandía,
crece el fabuloso rosal de L’Homme Atlantique,
muerto de muchas muertes como Marguerite Duras,
la joven francesita nacida en Indochina.
“Escribe, no hagas nada más”, le aconseja un amigo
y su mano convierte en sílabas las hojas aserradas del ciruelo,
las yemas del manzano, la textura rugosa del sauce.
Agua de manantial la botella de whisky y un pavor como el de esa mosca,
que agonizó frente a sus ojos a las dos con veintipico,
las patas del insecto adheridas mortalmente a la pared recién pintada.
Ella bebe porque sí y se cubre con un mantón.
De pronto, la vemos sumergirse en la grafía,
su infancia aúlla sin un ruido en la desembocadura del río Saigón
con su vestido de modesta seda indígena,
los zapatos raídos de su madre con unos brillitos como de cabaret
y un sombrero masculino de fieltro con ala plana que cautivará a su amante,
el espigado Lee Von Kim; prostituida la adolescente
en los brazos de ese chino del norte, con sus zapatos ingleses
color caoba de los jóvenes banqueros de Saigón.

La nostalgia llena las páginas,
pero un libro concluido también es la noche, pronuncia Marguerite
y, no sabe por qué, esas palabras la hacen llorar.

 
 
* Poemas pertenecientes al libro Don de la ausencia que, con prólogo de Francisco Hernández, será próximamente publicado por la editorial Mango Manila.
 
 


Autor

Irene Selser

/ Buenos Aires, Argentina, 1955. Poeta, traductora, narradora y periodista. Entre otros títulos, ha publicado los libros de poesía Sur, Silencio (1993) y La senda del castaño (2007), así como el ensayo Otro Mallarmé es posible. A medio siglo de la traducción de Octavio Paz de “Sonnet en yx” (2019).

mayo 2022