enero 2020 / Miscélanea

Cien años de Eunice Odio: una luz en la sombra

Presentación y selección de Álvaro Mata Guillé.


¿Qué sentido tiene conmemorar a una poeta —reflexiva, irreverente, confrontadora— más allá del oportunismo diario, las conveniencias o el deseo de canonización, haciéndola morir dos veces en una época en la que, además, el sistema cultural impuesto convierte toda cosa en lo mismo, todo da igual y tiene un precio?

En la monotonía actual, censurados por lo políticamente correcto, por la corrección sentimental ligada a la normativa de lo kitsch; sujetos, asimismo, a la publicidad y la acción comunicativa, también censora, que construye el mundo desde la lógica del espectáculo y el consumo por el consumo, ¿qué sentido tiene, insisto, una conmemoración más, donde se alaba, aplaude y parlotea sobre las “grandes personalidades” o ciertos hechos históricos; donde el manoseo perpetúa la impostura, la solemnidad, el juego de la apariencia, convirtiendo las buenas intenciones muecas, máscaras, divertimentos y olvido?

Vaciamiento de los referentes, oquedad del lenguaje, inutilidad de los símbolos —entre ellos, sin duda, la figura del poeta, vinculada desde sus inicios a la memoria, a la otra voz, al pensamiento divergente—. Vaciamiento que entraña la decadencia de las instituciones, la debilidad de la idea de persona y de los lazos que sustentan a una sociedad plural, con el correspondiente ascenso de la barbarie y la perspectiva, dogmática y prejuiciosa, de aquellos que no logran ver más allá de sí mismos. Lo plural, para serlo, exige que se manifieste lo divergente y sea posible; necesita de individuos que asuman su propia voz, pues lo plural (la democracia) nace de la coexistencia de las particulares expresiones humanas, de las opiniones diversas, de los distintos gustos. En otras palabras: si se debilita (si se vacía) la idea de persona convirtiéndola en número o abstracción, la pluralidad, la convivencia, la sociedad democrátican se derruyen sin remedio. La poesía, el teatro o la danza no serán más que balbuceos, otras muecas. Así, ¿qué sentido tiene, entonces, hablar de “la poesía”, conmemorar “la palabra”, sin plantearse el contenido de las cosas? ¿Cómo hacer para que lo humano vuelva a lo humano, como señalaba Gombrowicz, o cómo proclamar, con una gran sonrisa, que hemos transitado por el fuego, solazándonos en los elementos terrestres y entreteniéndonos en la metafísica? ¿Cómo podemos hablar, sin que nos perturbe, sobre una poeta encontrada diez días después de muerta, tirada en una tina de baño, sin que nadie la extrañara ni preguntara por ella?

*

En el pasado, las antiguas culturas hacían posible, a través de la presencia del recuerdo en las celebraciones, que reapareciera lo individual, el significado de la convivencia y de la sociedad. Inmersos en una tradición, el vínculo con los signos del pasado daba sentido al ahora: nos vinculaba a una identidad, a una razón de ser, a un lugar en el mundo. Cada celebración nos devolvía al origen; al hacerlo, se reformulaba el lenguaje que permitía que la sociedad continuara. Como hace Eunice Odio (San José, Costa Rica, 1919 – Ciudad de México, 1974) en su libro El tránsito de fuego, la celebración, anclada en la memoria, nos reconcilia con las explicaciones de lo que somos; es decir, con las manifestaciones de la animalidad transformadas en lenguaje. Un lenguaje que confronta el entorno y a las cosas sin mito ni muerte. Al enfrentar el misterio, a ese otro yo que somos (la otra voz, desde la otra orilla), reaparece el lenguaje y redefine lo que somos y el mundo en el que vivimos.

Sobre la tradición recae el prejuicio de reducirla al campo de las artes o los valores sociales; también la creencia de que la tradición conlleva la perpetuación del poder o de las jerarquías. La tradición no inicia con la escritura, sino en el momento en que quisimos alejarnos de la animalidad exaltada y asumimos la conciencia, la pulsión de no querer morir. La creación poética nos daba un rostro, una representación y una vivencia del misterio que habita en nosotros: saber sin saber como condición de la existencia, incertidumbre sin respuesta que nos constituye. En la poesía nos reencontramos, tal y como hace Eunice Odio en sus textos ligados al tránsito y al fuego, pues al representar la sensación que embarga determinada vivencia en el canto, nos reconocemos en él: la oquedad de las cosas tiene un sentido.

*

Nombro a Eunice Odio sin nombrarla. La menciono sin decirla. En cada línea que escribo, en cada idea o imagen, está ella mirando. No solo mira: cuestiona, afirma, dice “no”, guarda silencio, se ríe, vuelve a mirar. Se mezclan, al hacerlo —al pensar en los significados y connotaciones de su obra, inmersa en su entorno y lejana de él—, las constantes que construyen su mundo, que vuelven a su condición existencial una condición literaria, una postura ética alimentada por la convicción de no renunciar a su voz y a su pensamiento. Dicha postura fue asumida hasta las últimas consecuencias, con el peso de su lucidez siempre a cuestas, con sus detractores como perros de presa, acechándola, negándola.

El entorno de Eunice Odio es un lugar sin lugar: el “país de los ausentes”, como lo llamó Jorge Arturo; el “pueblón”, como lo llamó ella. La Costa Rica y los costarricenses donde y entre quienes vivió la poeta, el San José que se extendía al resto del país, uno constituido por la ausencia, la envidia, el resentimiento, el aislamiento y la presunción. No hay nombres, referencias, mitos o tragedias en él. Costa Rica fue el límite (el lindero) de la Nueva España; el lugar más allá del allá adonde no llegaban las cosas y que a nadie importaba: marginado entre los marginados, el lugar invisible. Esta condición ontológica lleva a Eunice Odio no solo a emigrar, sino a sumergirse en el mito, a buscar el origen y a buscarse a sí misma. Se trata de la relación estrecha entre el ser y el estar que busca la poesía.

*

A cien años del nacimiento de Eunice Odio, cabe preguntarse: ¿Se adelantó la poeta a los tiempos?, ¿presagió el acontecer contemporáneo? No lo sé, pero en sus textos de sombras hay luces que permiten suponerlo.

—Álvaro Mata Guillé

 

Declinaciones del monólogo

I

Estoy sola,
muy sola,
entre mi cintura y mi vestido,
sola entre mi voz entera,
con una carga de ángeles menudos
como esas caricias
que se desploman solas en los dedos.
Entre mi pelo, a la deriva,
un remero azul,
confundido,
busca un niño de arena.
Sosteniendo sus tribus de olores
con un hilo pálido,
contra un perfil de rosa,
en el rincón más quieto de mis párpados
trece peregrinos se agolpan.

II

Arqueándome ligeramente
sobre mi corazón de piedra en flor
para verlo,
para calzarme sus arterias y mi voz
en un momento dado
en que alguien venga,
y me llame…
pero ahora que no me llame nadie,
que no quepo en la voz de nadie,
que no me llamen,
porque estoy bajando al fondo de mi pequeñez,
a la raíz complacida de mi sombra,
porque ahora estoy bajando al agónico
tacto de un minero, con su media flor al hombro,
y una gran letra de te quiero al cinto.
Y bajo más,
a las inmediaciones del aire
que aligerado espera las letras de su nombre
para nacer perfecto y habitable.
Bajo,
desciendo mucho más,
¿quién me encontrará?
Me calzo mis arterias
(qué gran prisa tengo),
me calzo mis arterias y mi voz,
me pongo mi corazón de piedra en flor,
para que en un momento dado
alguien venga,
y me llame,
y no esté yo
ligeramente arqueada sobre mi corazón, para verlo.
y no tenga yo que irme y dejar mi gran voz,
y mi alto corazón
de piedra en flor.

 

Si pudiera abrir una gruesa flor

Yo no me dejar humillar por las cosas irracionales:
penetrar lo que haya en ellas de sarcasmo hacia mí
haré que las ciudades y civilizaciones se me rindan.
W. Whitman

En un lugar de la Mancha de cuyo nombre
no quiero acordarme…
Cervantes

Eunice andaba en el sueño
con zapatos de vigilia,
¡ay, Eunice, por tus pies
te van a negar el día!
Eunice Odio

Si pudiera abrir mi gruesa flor
para ver su geografía íntima,
 
su dulce orografía de gruesa flor:
si pudiera saltar desde los ojos
 
para verme, abierta al sol,
si no me golpeara de pronto, en la mejilla,
 
esta reunida sombra,
esta orilla de silencio
 
que es lo que ciertos pañuelos a la lágrima,
un aposento blanco, descubierto.
 
Si pudiera quedarme abierta al sol
como el sencillo mar
 
y alta, recién nacida hija del agua,
creciera mi color al pie del agua.
 
Por qué no he de poder desnudarme los pies
en una casa en que los alfabetos ascienden
 
por el labio a la palabra, y en que duendes de menta,
sirven té verde y florecida sombra.
 
Por qué no he de poder
desnudarme los pies en una casa
 
en que todos los días
un año desviste su estatura melancólica,
 
y en que la costa azul de un relicario
guarda el retrato de un vecino de mayo que se ha ido.
 
Sin embargo
 
no puedo desnudarme los pies en esta casa
ni poner sobre la mesa el corazón.
 
Pero puedo abrirme como una flor
y saltar desde los ojos para verme,
 
abierta al sol.
 

Granada, Nicaragua, Junio 12 de 1946

 

Natalia, la niña del pintor Granell

Ahora estoy en esta ciudad
peligrosamente armada de riesgo
y llenos de accidentes la voz,
el traje claro,
el pulso de amor.

Uno de estos días en que andaba callada
y recorriendo para siempre mi espalda,
de pronto resbalé sin fin,
mi caída atravesada por un astro.

Por todo eso:

peligro,

gracia,

riesgo,

me es grato recordar su casa instalada en el mundo
para que su mujer se aclare las trenzas
que le suben como árbolas;

para que su mujer agrupe la miel
y la apretada harina
en altos signos cotidianos.

Su casa instalada en el mundo
donde violentamente armándose de lámparas,
corazón al cinto,
pinceles al alma,
secreta la memoria,
se reorganiza su salida al sueño.

Aparte de todo eso
recuerdo a la muchacha de los peces impalpables
a quien con otra voz, con otra cifra,
espera el mar sentado en su banco de arena
o disfrazado de pez en el olivo;

y su desnudo de un caballo atormentado
cuyo balido de varón prematuro
reanuda el cielo más allá del aire

También,

y poco a poco,

como cuando en la infancia
yo soñaba que un sueño me dolía
recuerdo al muchacho que yo amaba:

una tarde íbamos por mi cuerpo
con alegría de arpas cosechadas,

cortadas en la mañana,
y húmedas.

Entre tanto, a treinta mil kilómetros de mi alma
y mientras yo recuerdo,

Amparo, su mujer, vestida a la moda de las amapolas,
canta una canción.

Luego dice: (el silencio le pica las venas
como un pájaro):

—¡Qué hermosa está la niña.
Es ya la piel azul de las jardinerías!

Yo me miro por dentro,

preparo lentamente
un acto de terciopelo…

…De súbito,
en la ventana,
sin que nadie lo sienta,
un ángel se desviste de río pequeño,
pone a secar la brisa
y se derrama.

Después quieren que yo no escuche,
que no salte la niña,

(la niña da un salto de lámpara que se abre,
de norte a sur recorre una azucena)

¡que nadie la vea!
La niña se me acerca allá en mi pecho,
la oigo perder su paladar sin venas.

(Cerca de la ventana,
con poco pie de barco distraído
ha caído un deseo de irse volando a nácar

el mar,

todo verde).

Pero dice la niña allá en mi oído:

—El mar ha salido de paseo por las playas,
¡qué dirían los viejos cocodrilos si lo vieran!

(¡Que nadie lo sepa!)

La niña tiene un retrato del mar

(¡Que nadie lo vea!)


Autor

Eunice Odio

/ San José, Costa Rica, 1919 - Ciudad de México, 1974. Poeta de culto, residió en Guatemala, México y Estados Unidos. Es autora de los libros de poemas Los elementos terrestres (1948, Premio Centroamericano 15 de Septiembre), Territorio del alba (escrito entre 1946 y 1948, y publicado en 1953), Tránsito de fuego (1957), Pasto de sueños (1953-1971) y Últimos poemas (1967-1972). Ejerció el periodismo en medios como El Diario de Hoy y la revista Kena.

enero 2020