6 enero, 2020

Dos aproximaciones a Islandia

de Eleonora González Capria y Daniel Lipara | Reseñas

María Negroni, Islandia, Bajo la Luna, Buenos Aires, 2019, 96 pp.

1. Su cuerpo no, su corpus la desvela

En el terreno que se despliega en Islandia de María Negroni (Rosario, Argentina, 1951), avanzamos de manera oblicua. El yo que se desplaza en esa travesía también aparece desplazado.

¿Qué queda de la viajera, de ese cuerpo en camino o dislocado que, como dice uno de los poemas, se escribe “en versos de tránsito”? ¿Cuál es el equipaje que se acarrea en el movimiento? ¿Qué se lleva, qué es lo que alcanza a transportarse? En el libro de Negroni el equipaje se puede nombrar con una palabra sinónima, pero, por supuesto, ligeramente distinta en sus acepciones: bagaje, una palabra que expande sus sentidos también pensada en la lengua del otro, la de llegada: baggage. Adentro de las valijas que hace el yo lírico antes de partir, además de coraje, hay otros textos.

En este libro de catálogos e inventarios, de listas y enumeraciones, me propuse ensayar mi propio recorrido incompleto por los nombres que articulan la escritura: Borges y Bishop, Defoe y Verne y Quevedo, Doolitle y Rumi, Tate y Moore y Auden, Stevens y Woolf, Rojas y fray Luis, Hawthorne, Garcilaso y Pavese, y las sagas escandinavas, los mitos nórdicos y los poemas anglosajones.

Lo que se moviliza a lo largo de Islandia es el extenso corpus de la tradición. La metodología, como se formula en la reflexión metapoética del libro, es “hacer de la alusión un programa”, “urdir con escombros un tapiz/ una invención, con fósiles de luz”. En resumen, levantar un texto en medio de una tierra hostil, baldía. De todos modos, la alusión no es verdaderamente el único procedimiento: en el libro de Negroni hay alusión y también cita e imitación. Al cuerpo, entonces, se le desecha como a un atajo incomprendido y la experiencia directa se reemplaza por una mediada; lo confesional, por lo impersonal: “Primero [dice otro de los poemas] se pone una máscara: escafandra y gorro frigio, primogénita in situ y subversiva”.

De esta manera, la convención del yo lírico es sustituida por un conjunto de voces. Se habla mediante la palabra ajena y con máscara teatral. Pero, a su vez, las voces presentan variedades lingüísticas diversas, poseen registros y lectos diferenciados que las caracterizan. Aparte de ese yo coral de los textos en verso encontramos la voz plural de los textos en prosa, ese yo amplificado hasta un nosotros (aquí un ellos), tan propio de la épica.

La multiplicación de voces e intertextualidades implica la organización paradigmática del libro, antes que la disposición sintagmática, la relación vertical con otros textos que alimentan el sentido, donde la espacialidad reemplaza a la temporalidad. Islandia demanda de nosotros, como lectores, una actividad recreadora que pueda, por medio del reajuste de los propios patrones de lectura, construir allí donde se presenta la ausencia o la fisura o el aislamiento. Asumir, digámoslo así, la fragmentariedad textual (y corporal) que nos propone. Pero esta voz, que se vale de textos distantes en espacio y tiempo para aproximarse a una vivencia actual, nos pone, al mismo tiempo, frente a la tensión entre las obras del pasado y del presente.

El movimiento es extraño, paradójico: para llegar a la isla hay que alejarse, para llegar al yo hay que abandonarlo. “Zarpan de sí”, dice uno de los textos en prosa. Yo leo ahí un eco, quizás arbitrario, de un poema querido, del propio equipaje que yo cargo: Alejandra Pizarnik, el poema 13 de Árbol de Diana: “explicar con palabras de este mundo/ que partió de mí un barco llevándome”.

Para llegar a una isla, a esta o a cualquier otra, hay que trazar rutas o puentes, encontrar puntos de apoyo. A Islandia se llega tendiendo caminos hacia otros textos.

*

En el año 2017 se publicó la versión que hizo Emily Wilson, estadounidense, de la Odisea de Homero. Los primeros versos de su traducción, donde el poeta se dirige a la Musa, rezan: “Tell me about a complicated man”[“Cuéntame de un hombre complicado”].

El famoso “polítropon” del primer verso aplicado a Odiseo (a menudo entendido como “hábil”, “astuto”, “sagaz”, “de muchos ardides”), se vuelca como “complicated”, bien alejado del hombre “of many turns” [“de muchos giros”] de la traducción de 2016 de Anthony Verity, o del “ingenious hero” [“héroe ingenioso”] de la versión de 1900 de Samuel Butler.

De las más de cincuenta traducciones al inglés de la Odisea, solo una, la de Wilson, fue realizada por una mujer.

Este ejemplo, el de la traducción de una épica, de un libro de travesías, me sirve para seguir reflexionando, en otra clave, sobre las relaciones entre cuerpo y corpus: ¿qué sentidos afloran cuando otros cuerpos leen y reelaboran textos, cuando son otros los cuerpos que vuelven sobre la tradición?

En Islandia, la voz poética que se nombra a sí misma como juglara trabaja con una materia imprevista para las mismísimas juglaras de la historia, abocadas a la danza y el recitado, tipificadas como puro cuerpo: la materia épica.

La épica impregna no solo las secciones en prosa, sino también los versos: “Soliloquio de viajera [dice el yo lírico femenino] que —si ilusión/ de atar no fuera— la tomase cualquiera/ por verdadera epopeya”.

En el libro de Negroni se articulan género y género, entendidos como gender y genre. Para construir la subjetividad femenina a partir de un discurso heroico masculinizado, se indaga esa que ya he nombrado como “tierra hostil” y que, con renuencia histórica, no la alberga. Se recontextualizan los ladrillos de la tradición, se les traslada, se les reubica, se les hace lugar; se socava, como en la misma épica —atravesada por la oralidad y la escritura—, la noción de autoría; se practica un “Robinson narrar en femenino”.

Construir una colectividad conmemorada en los hechos de sus héroes comunes era la tarea del juglar, del escalda, del bardo. Pero qué pasa cuando en la división jerárquica entre deeds y words, hechos y palabras, que trazan hermosos poemas épicos como Beowulf, no hay posibilidad de hechos para el yo lírico femenino. Quedan entonces, y ahora, las palabras.

La épica es la literatura fundacional de una nación, que amarra un territorio al orden de lo simbólico. En Islandia advierto el gesto de una refundación.

—Eleonora González Capria

2. La poesía no se recibe sin costos

¿Cómo se escribe un viaje? ¿Cuál es el lenguaje del yo, del oleaje de imágenes, de lo desconocido? Quiero decir, ¿cuál es la voz de la poesía y cómo llega? Anoté estas preguntas —más o menos así, pero menos solemnes— en un cuaderno, hace unos años, a raíz un viaje personal. Y vuelvo a ellas ahora porque tengo la sensación de haber encontrado otras respuestas aquí, como lector; de mirarlas con otra nitidez como poeta. Islandia, de María Negroni, hace de esas preguntas una isla. No leí este libro cuando se publicó por primera vez en los años noventa; lo leo hoy con la sensación de tener en las manos algo nuevo, un material que me habla: Islandia, estos poemas maravillosamente extraños que van enlazando texturas y peregrinajes. Los vikingos que abandonan Noruega y desembarcan en una isla deshabitada en el siglo IX (en prosa sonora) y, por el otro, el viaje propio (en verso) de una poeta que emigra a otra isla, Manhattan, aunque poco importa adónde. Historia, vida y epopeya forman un collage, una saga que medita sobre la aparición de la poesía y también sobre la migración. Una meditación urgente porque llega a un núcleo urgente: la relación entre escritura, lectura y experiencia vital. Esa relación que determina cómo y desde dónde escribimos. No por el viaje en sí —las cosas no significan nada en sí—, sino por cómo resuena en él un vínculo abierto, una conexión e intercambio con el mundo y la existencia. La poesía, en Islandia, es la excavación de ese vínculo.

Aún hoy, viajar es un gesto arcaico. Representa cruzar el umbral, descubrir un potencial heroico, dice la escritora y clasicista italiana Andrea Marcolongo en La medida de los héroes. El viaje de Negroni, su paso adelante, se va intercalando con las prosas de vikingos con un otro estilo: piezas en verso que van formando un autorretrato efervescente, polifacético, múltiple, una imagen en continua transformación y movimiento. Es la materia más “personal” del libro y, sin embargo, Negroni se distancia deliberadamente de la primera persona biográfica para escindirse, oblicua, en una tercera persona que se mira a sí misma desde su periferia. Como si el desplazamiento del viaje se transformara en un descorrimiento de la voz. O mejor dicho: es el yo recorriendo sus paisajes, la fauna y flora de su psique, los bordes de su isla. Por eso Negroni se describe como un avatar, un alter ego indirecto, camuflado, multiplicado. Esa distancia le permite articularse como heroína de su propia saga. Desde ahí, desde ese borde, sondea su perplejidad en una tierra extraña. Escribe para “circunscribir lo que no se entiende”. Para indagar la experiencia de cambio, dejar constancia de un sitio que es el de su propia geografía: “la patria dentro de sí. Para urdir con escombros un tapiz/ una invención, con fósiles de luz”.

Entre catálogos de dioses, escaldos, guerreros y sagas; entre la isla helada, el mar y la naturaleza nórdica, Islandia nos arroja en oleadas los pasajes de esa otra isla más ambigua con poemas se presentan a sí mismos de muchas maneras: un teatro lírico, el soliloquio de una viajera, versos de tránsito. Como una crónica, una argonáutica; un rumiar, un diario, una narración, una odisea, un cantar. Todas dan cuenta de las múltiples formas de percibir y catalizar la experiencia de la migración que, como la de los vikingos en Islandia, desorienta. Son la forma que encontró la poeta de componer un paisaje interior, de registrar su isla. Como dice Marianne Moore en El reparador de agujas de campanario —epígrafe de este libro—: “es un privilegio ver tanta confusión”. Como dice Negroni, “a mí, que la espío, su desorientación me maravilla”. La poeta ha logrado aquí hacer de su identidad una materia porosa, una voz lírica multidimensional. Y, agregaría, una voz que busca dejarse hablar por la poesía. Los epígrafes constituyen un ejemplo de este diálogo fluido y multitudinario. Pero lo más interesante está en el lenguaje de Negroni: un español en donde sus lecturas —ese “laborioso derroche de soportes”— se cristaliza e irriga la sintaxis, el léxico, el sonido.

La fenomenología verbal, la textura de los poemas, está atravesada por lenguas como el italiano, el inglés, el francés, el latín, el español medieval, el del Siglo de Oro, entre otros, presentándonos palabras como delicio, incantatio, infelice, percosa, quistiones. La lengua poética de Negroni, además, se articula a sí misma como romancero, juglaresca, poesía pastoril, lais d’amour, fabliaux; como el dulce hablar de la literatura medieval, los sonetos corteses, la comedia. Estos son los hilos del tapiz, la invención con fósiles de luz, el drama de las formas. Es la literatura —en su tradición y su radical actualidad— al centro de Islandia. Es la épica migrando hacia la lírica de la experiencia personal, su “Robinson narrar en femenino”. Y me pregunto si esto tendrá que ver también con la experiencia lingüística de una poeta que, mientras escribía este libro, vivió en la cosmopolita Nueva York. Me pregunto si no habla también de una relación sensible que se tejió con la propia lengua y en donde la literatura, las lecturas, fueron un espacio de diálogo vital. Es decir, la experiencia del lenguaje cambiando de territorio, abriéndose al cruce. La lengua poética de Negroni es una lengua mutante.

Pero la poesía —dice Islandia— no se recibe sin costos. No lo hicieron los escaldos vikingos cuando aquella apareció en la noche interminable frente al fuego; cuando al pie de la tormenta, como quien ha sido devastado y se jacta, los poetas “emprenden un bajo continuo, oral, una hábil ligadura de sonidos y en sus mensajes hay escombros y una pasión impersonal por la gloria que no invalida el infortunio, una melodía austera como el esqueleto de la pasión”. Tampoco la recibe sin costo ese yo aislado, islado —porque la soledad es, transitoriamente, el costo de la escritura—, que parece estar mirando, como siglos atrás los vikingos, “algo invisible y persistente, alguna aparición que pronto va a instalarse”: la del poema. Desde el pasado y el presente, desde la tradición, el cuerpo y la propia vida, Islandia hace de la aparición de la poesía su tema, su huella, su espacio interior. La poesía, entonces, como esa isla que “podría ser una forma sutil, feroz, del sufrimiento… como crear”.

—Daniel Lipara


Eleonora González Capria y Daniel Lipara

Eleonora González Capria / Buenos Aires, 1983. Es licenciada en Letras, traductora y profesora de Traducción Literaria. Forma parte de la revista Hablar de Poesía, dedicada a la difusión, crítica y traducción.


Daniel Lipara / Buenos Aires, Argentina, 1987. Ha traducido los libros de poesía Aprender a dormir, de John Burnside (2017), y Memorial, de Alice Oswald (en colaboración con Mirta Rosenberg). En 2019, la editorial Bajo la Luna editó su primer libro, Otra vida.