Hay un “instante decisivo” en la fotografía, magníficamente formulado por Henri Cartier-Bresson. El instante en el que se debe apretar el botón para captar la historia de lo que se cuenta y, muy importante, de lo que no se cuenta, de lo que queda fuera de la foto pero en absoluto fuera de la historia. Muchas veces lo que no se cuenta, lo que no nos atrevemos a contar se instala a vivir en nuestra piel y en nuestro corazón y reverbera siempre, igual que el jardín de rosas de “Burnt Norton” de Eliot, el jardín de las posibilidades soñadas y no cumplidas. Desde ahí nacen y se expanden nuestros deseos. Se trata de un lugar que es también un tiempo, el instante decisivo. El instante decisivo es un punto de fuga.
El instante decisivo existe, cómo no, en el amor o, mejor dicho, en el enamoramiento. Hay una escena de Mi vida sin mí, la maravillosa película de Isabel Coixet, que me persigue. It haunts me, estoy tentada de escribirlo en inglés, para sentir la tonalidad envolvente del verbo “to haunt”. “Haunt me”, canta Sade con su voz opiácea.
Adoro a los personajes de las películas de Isabel Coixet. Son seres a menudo vulnerables, dubitativos, delicados, poseedores de una ternura inteligente, de una fortaleza que reside en la fragilidad.
En la escena que me habita, Ann está en el coche con Lee. Llueve a cántaros y suena una melodía que agita el cuerpo y el corazón. Senza fine, canta Gino Paoli y no existe ni el ayer ni el mañana, solo las manos. Nelle tue mani, mani grandi, mani senza fine. ¿Crees que podremos bailar alguna vez esta canción? “Si no me besas ahora mismo, voy a gritar”, dice Ann y yo recuerdo las veces que hubiera querido pronunciar estas palabras y me prometo que la próxima vez la diré en voz alta.
Tus manos que no acaban nunca.
¿Y si estuviera en la librería La Fugitiva, apoyara la frente en el cristal mientras fuera lloviera a cántaros y yo dijera en voz baja pero claramente audible “Si no me besas ahora mismo, voy a gritar”?
En un viaje reciente a Madrid comprobé que La Fugitiva ya no existe. Reservé mi última mañana para ir a ese lugar amado y reencontrarme con la sensación de años atrás. Sigue habiendo una librería, de nombre distinto, y dentro una placa, una huella. Hice una foto y salí rápido. Vine a buscar algo que no existe y se me encoge el corazón porque asociaba los ventanales de La Fugitiva; a la posibilidad de decirte “Si no me besas ahora mismo, voy a gritar”.
Por supuesto, es el título de otra maravillosa película de Coixet. Ya sé que me repito con los adjetivos, pero este el que más se adecúa a su cine; además, me gusta cómo suena ma-ra-vi-llo-sa, a lluvia y a maracas a la vez, una sonoridad urbana y tropical, sensual, golosa y refinada, como si las palabras pudieran comerse, devorarse. Foodie Love.
Quiero hacer un catálogo de las cosas que nunca te dije y que daría cualquier cosa por decirte. Las cosas que me gustaría decirte en una habitación mientras sonaran las canciones que amo.
¿Ves? Esta es una de las cosas que quisiera decirte. He hecho una lista (provisional, por supuesto) de canciones para escuchar contigo: Senza fine, Rain, Rain, Memory Loves You, Haunt Me. Ya irán apareciendo las otras.
Quiero bailar contigo A dónde irán los besos.
Quiero bailar la misma canción encima de una mesa (subir a bailar encima de una mesa es una de las cosas que necesito hacer alguna vez) y que me mires.
Quiero escuchar contigo en bucle Elegy de Jethro Tull y La noche de mi amor de Chavela Vargas. Si cantara bien (no es el caso) te cantaría una y otra vez “Quiero la alegría de un barco volviendo”, “Quiero un querer tan intenso y profundo/ y también todo lo hermoso del mundo”.
Quiero bajar corriendo de tu mano una colina, con un sol de película francesa en el pelo.
Quiero apoyar la frente en un cristal en el que se deslizan las gotas de lluvia y acariciarte la cara.
Abrázame y no te separes de mí.
Antes de escribir, bailo durante un tiempo. Bailo como si pudieras mirarme, bailo como deseo atravesar la vida, bailo para intentar atraer hacia mí una elástica ligereza que se ciña a esta sentimentalidad de tango, bolero y violín gitano que veo en el aire igual que si fuera un cuerpo, un cuerpo al que tanto me gustaría abrazarme.
En la película que imagino bailo en una casa llena de libros. Tengo un modelo: Susan Sarandon, vestida de rojo, en el videoclip de Dance de Julia Stone.
Bailo porque después me pondré a escribir durante horas (con pausas para baile) y necesitaré el pálpito del movimiento en las frases.
Bailo sola, como bailaba mi abuela melodías de Chris Rea y Joe Dassin, como bailaba mi madre llorando canciones de Jacques Brel.
Baila conmigo.
Bésame y resucita,
si es posible.
Luis García Montero
Cuando explicaba Hamlet en clase, una alumna brillante me dijo que parecía que estábamos analizando la obra de Shakespeare, Horacio. Y era verdad: más que de Hamlet, yo hablaba de Horacio porque, al tener que leer una y otra vez la célebre tragedia para ir desgranándola, me estaba enamorando de este personaje discreto pero que no pasa en absoluto desapercibido. A medida que nos deteníamos en cada escena me convencí de algo sobre lo que ya existe una cierta bibliografía: Hamlet, tan desgraciado y poseedor de una inteligencia tan aguda, que domina como nadie la emoción artística pero no sabe qué hacer con sus propias emociones, está loco de amor por Horacio (“il est fou d’amour”, dice Adele Handel/Héloïse sobre Orfeo en una mágica escena de Retrato de una mujer en llamas de Céline Sciamma), y Horacio le corresponde a Hamlet.
Y cómo no estarlo, me digo yo que llevo a Horacio en mi interior; cómo no perder la cabeza por este corazón noble, tranquilo y apasionado, con el don de la palabra precisa, el oído fino y la mirada seguro acariciante. Desde la primera escena, al ser interpelado por Marcelo, “Say, what, is Horacio there?”, responde: “A piece of him”. Allí, delante de Bernardo, está solo un fragmento de Horacio. “Lo que queda de él”, en la bellísima y sutil traducción de Tomás Segovia. Lo que queda de él porque la otra parte de Horacio vive en el corazón de Hamlet como una persona interior, como los seres a los que amamos y que atraviesan siempre las calles, las avenidas y las habitaciones de nuestras arterias.
“Horatio, or do I forgot myself”, pronuncia Hamlet emocionado al reconocer a su amigo, a su compañero de Wittenberg. Con nadie habla Hamlet, corazón arisco y dolorido, como con Horacio. Si tú no eres Horacio es que yo me he olvidado de mí mismo, leemos literalmente en las palabras del atormentado (y, sin embargo con Horacio, tan sereno) príncipe de Dinamarca. Y no puedo olvidarte, Horacio, siguen las mudas palabras de Hamlet, porque vives en mí y tú mismo le dijiste a Bernardo que lo que él ve es solo lo que queda de ti.
En su adaptación de Hamlet de 2014, Thys Heydenrich introduce una bufanda roja en la cuarta escena del primer acto. Juntos por primera vez solos Hamlet y Horacio, el príncipe se estremece de frío: “The air bites shrewdly; it is very cold”, a lo que su amigo responde: “It is a nipping and an eager air”. Heydenrich cuenta que, en su adaptación, que incide en el amor entre los dos, si Hamlet se quejaba del frío era necesario que Horacio le regalara algo que lo protegiese, una prenda lo suficientemente grande como para ser vista por el público, y se decidió por una bufanda roja.
Una bufanda roja. Hay un sueño de Walter Benjamin donde aparece la palabra “fichu”, que en francés significa tanto “pañuelo” como algo frágil o roto. La bufanda roja que envuelve a Hamlet como los brazos de Horacio quisieran enredarse a su cuerpo.
Una bufanda es algo que pertenece tanto a la carnalidad como a lo diáfano, al vuelo.
Una bufanda es algo que une, abriga y a la vez ondea como las llamas.
Horacio, que en la escena final presencia devastado la muerte por envenenamiento de Hamlet, no duda en decir: “tengo más de romano antiguo/ que de danés, queda un poco de vino”. Claro que Horacio es romano, no solo por estar a punto de elegir un suicidio como el de la Roma y la Grecia clásicas, como el de Sócrates, sino también porque en su propio nombre está el enorme poeta latino cuyos versos suenan en la súplica disuasoria de Hamlet: “Como que eres un hombre,/ dame esa copa; déjala, por Dios./ Oh, buen Horacio, qué mermado nombre (pues tantas cosas quedan no sabidas)/ vivirá tras de mí”. Y sigue: “Si alguna vez/ me has alojado dentro de tu corazón”. Tantas cosas quedan no sabidas, Horacio, y si alguna vez me has alojado dentro de tu corazón, quisiera decir Hamlet, “filtra tus vinos/ y adapta al breve espacio de tu vida/ una esperanza larga”, sigue Horacio en “Carpe diem”.
Filtra tus vinos y envuélveme en una bufanda roja, Horacio. Bésame y resucita, si es posible.
* Fragmentos del libro La mujer de rojo (escenas de una película imaginaria o apuntes de un diario soñado), de próxima aparición.
Autor
Ioana Gruia
/ Bucarest, Rumania, 1978. Es autora de El sol en la fruta (Premio Andalucía Joven de Poesía, 2011), Carrusel (2016, Premio Emilio Alarcos), La luz que enciende el cuerpo (2021, Premio Hermanos Argensola) y de las novelas La vendedora de tiempo (2013) y El expediente Albertina (2016, Premio Tiflos). La luz que enciende el cuerpo fue votado por dos críticos del suplemento El Cultural como uno de los mejores diez libros en lengua española publicados en 2021. Es también autora de los ensayos Eliot y la escritura del tiempo en la poesía española contemporánea (2009), La cicatriz en la literatura europea contemporánea. Juan Marsé, Hélène Cixous, Norman Manea, Luis García Montero, Ángeles Mora (2015) y La literatura comparada, una disciplina hospitalaria. Introducción a la literatura comparada (2021). En 2020 recibió el premio Best Poetic Cycle del Festival Internacional de Poesía Ditet e Naimit de Macedonia del Norte. Obtuvo el premio Federico García Lorca de cuento de la Universidad de Granada en 2007 y fue finalista del mismo certamen en la modalidad de poesía, en 2002. Es Profesora Titular de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Granada. Su página web es www.ioanagruia.com