Buscas volver el golpe al golpe
Anuncio que mi nombre es Trinidad
planteo que sobre todo soy María
digo que me llamo Trilce,
y no fueron mis padres los que me
¿bautizaron? o nombraron el nombre
fueron mi madre y su madre,
las que me lo cosieron
con hilos de piel,
mi abuela zurcía perfecto
(creaba los adornos de navidad
con los que llenábamos la casa en diciembre)
mi madre y mi abuela, aguja e hilo en mano
y desde entonces las tres somos una
en un solo cuerpo
¿adivinen el de quién?
No me tocó ser la paloma
tormenta, volcán, canción de desamor
en modo aleatorio
pero la rockola sólo tiene un tema:
y mi abuela voló en un llanto no deseado
y mi madre impuso la dictadura del cuerpo
he deseado ser un cuerpo sin nombre
he deseado sentirme en cualquier otro cuerpo
he deseado el silencio al morir del cuerpo
el que no crece como enredadera de cuerdas
cuerpo volteado,
piernas cuarteadas,
por eso cada vez que deseo
avanzar, amar, por lo menos saltar
caigo.
Mejor, las piernas cruzadas
torcidas como un caramelo de dos colores, mismo sabor
piernas arremangándose, colgando de ramas
de un árbol arrancadas
puestas al sol a rezar
que no entre nada: que nada salga.
Hay días que me despierta la noche y no la mañana,
el cuerpo carcasa, el alma sobrevolando encima de él,
un buitre vegetariano, un volador de Papantla sonriendo falso
una nube estancada
el alma se ha quedado jugando entre sueños
mi cáscara se resigna con una seriedad que la solidifica,
flota con una autoridad estúpida sobre el río heredado —jajaja
(para sobrevivir dejé de sentir)
y me subo a la lancha, agonizo remando palabras
con la espalda figuro cerrando la pregunta,
pesa más lo que intento nombrar ¿que lo que callo?
me quedo en un punto
gruñendo,
suspiro la falta de aire,
tomo agua encharcada,
me lamo los pies
me muevo lamiendo el piso
me concentro en el polvo que soy
que ya me tardé en limpiar,
de esta casa que no es mi cuerpo,
y tampoco es tu casa:
tú no vas a pasar.
Me rindo,
digo que sí a un lejos de aquí, pero a la vuelta
aunque en metro ya no se puede llegar.
¿Cuál es la muerte que mi madre me escogería
del menú de muertes?
de las naturales, artesanales,
de poco drama y ligera agonía:
si ya me escogió la vida,
que me escoja la muerte.
Y ella cuelga un letrero que alumbra:
Libre albedrío
se queda sin carga, se apaga.
Es el recibo que nadie puede pagar.
Para compensar repite unos versos,
como si los hubiese leído
y dice que los leyó en mi silencio
la última vez que nos vimos.
Espejito, espejito:
su mano apunta a la número dos
¿pero es para dos?
Afirma de nuevo y
pide que le cambien el Chun kun por chilitos asados
el Wontón frito por espárragos
la sopa de aleta —¡Maleta!, registra la voz de mi padre, el salón haciendo un eco,
mi madre se zambulle en el agua turbia de la pecera sucia
repite que le gusta, que es al único restaurante chino donde no le ponen glutamato
monosódico, rapsódico hipermódico alegórico
se me escurre un hilo de baba,
balbuceo la necesidad de la cuchara correcta.
Ella dice, ahogándose con el té de jazmín, que he aprendido bien.
Un hilo de sangre escurre de la vagina incorrecta, hago el chiste.
Mi madre se endereza y pide la cuenta.
Reviso mi número de serie,
entre los agujeros de la espalda, calcado
encima de las nalgas:
El karma de la karne,
¿de su carne mi carnet?
la cuenta no llega y me dejo caer para darme cuenta,
cómo la haces de cuento, logro rebotar
heridas en la lengua que no han de sanar —atragantándome un sana, sana— y solo han de sangrar.
“Si tu pensar es elevado
Si selecta es la emoción que toca”,
insiste mi madre
¿Qué toca?
Estás de remate, y dice mi nombre.
Mi nombre, su nombre, mi nombre: su nombre.
Interrumpo con el cuerpo,
al ritmo de las palomitas
al borde de la cacerola,
cosas que aprendí en la calle
para volver a la casa y por fin respirar.
Prende y se apaga el destello que rodea la silueta de mi madre,
diamantina sideral.
¿Naranja o verde?
Retumba morada, para que me calle y ella pueda terminar,
y diga que ya no va a decir nada, y lo diga una vez más.
Mamá,
Mamá, buscas volver el golpe al golpe, pero usando mi cuerpo.
No busco nada, me responde con los dientes en la espalda,
machacando mi falta de honestidad.
¿Qué no vas a terapia?
Irradia su silueta una luz que vuelve al cielo tornasol
un instante y ya es de noche,
voy a decir algo y sólo termino por graznar.
Aleteo con mis piernas un adiós,
abro antes los brazos en paréntesis,
mi cuerpo de tinta se escurre en
el silencio ruidal,
ella dice OK, sí, que me la pongan para llevar.
Y deja el 15 de propina,
aunque se queda pensando que lo justo
era el 12 por ciento,
y nos vamos para
volver (sin golpe al golpe)
porque olvidó la cartera en la mesa,
de tanto pensar palabras que todavía
no se escriben,
que aunque se repiten,
de tanto pensar no llegan
en el olvido que no llega,
y no llegará.
Autor
Lucía María
/ Mexicali, Baja California, 1983. Editora en Dharma Books + Publishing. Ha impartido clases de arte y literatura en diferentes instituciones, así como algunos talleres de creación. Ha publicado algunos textos en diversos medios como Tierra Adentro. Reside en la CDMX desde el 2010. Delta de sol es su primer libro.