noviembre 2021 / Entrevistas

Alba habla semibalbuciente: conversación con Cecilia Vicuña


José Ignacio Padilla: Mi primera pregunta surge de una cita que encontré de un poema tuyo, y que quizá define tu trabajo: “La palabra es un hilo y el hilo es lenguaje”. No sé exactamente de cuándo es; donde yo la leí se fechaba en los noventa. Esta cita suena, de primeras, a la típica metáfora del hilo del lenguaje (al hilo de lo que estaba diciendo, etc.), pero me parece que tú has llevado la cuestión mucho más allá y que, efectivamente, tu palabra funciona como un hilo que se va enredando, que nos va enredando, ¿no? Y que nos muestra, también, en ese enredo, que el lenguaje no es una cosa tan lineal, tan sencilla; que no es tan fluido ni unidireccional, sino que va para atrás y para el costado.

Ahora, los hilos con los que trabajas: tus tejidos, tus nudos, tus hilos y tus lanas, son lenguaje para ti. Entonces la pregunta tiene dos lados: ¿cómo funciona esto? ¿Cómo lo vives? ¿Cómo es que para ti el lenguaje es un hilo? E, inversamente, ¿cómo es que haces lenguaje con tus telas y tus trapos?

Cecilia Vicuña: Bueno, me encantó tu pregunta. Las leí hace unos pocos minutos, antes de venir para acá, y me encantó la idea que tú decías de que es la típica metáfora pero no lo es. Entonces, eso resulta una definición del pensamiento colonial, del pensamiento colonizado y del pensamiento colonial en relación a la metáfora. Porque cuando uno dice que algo es metáfora, de inmediato, en la cultura occidental, se piensa que es algo irrelevante, es algo opcional; que por más hermoso que sea en realidad no sirve para nada. Y, entonces, yo creo que una de las distinciones más profundas es que hay que hacer una redefinición de la metáfora —yo no sé si ustedes lo saben, metáfora en griego quiere decir llevar a otra parte, entonces los camiones de mudanza, en Grecia, tienen escrita la palabra metáfora—. Eso a mí me encanta, porque en verdad una metáfora es un vehículo de transporte. Pero de transporte ¿de qué? Transporte de la imagen, transporte del pensamiento que vive adentro de una imagen. Y la palabra misma imagen se compone, según yo, de imán y gen; entonces, el imán del gen es ese motor, ese motor que no es nada.

Eso es lo que tienen en común el hilo y el lenguaje. El lenguaje no es absolutamente nada. Es silencio, es sonido; pero es un silencio que permite imaginar el sonido. Y un sonido que contiene el silencio. Es una luz, porque trae una imagen, que hace oír un sonido; un cruce de energías; es una condensación imposible, como es imposible la fórmula H20. No sé si ustedes son apasionados de la ciencia. Yo lo soy. Y los científicos que estudian el agua dicen que la molécula del agua es una molécula improbable. Y que no se puede reproducir ni científicamente, ni mediante ningún método, porque hay un rechazo absoluto entre sus elementos. Entonces, yo considero que así como el lenguaje no está en ninguna parte, el hilo tampoco está en ninguna parte… ¡eso es lo que tienen en común! Porque cuando tú analizas, molecularmente, incluso un hilo, que es lo que nosotros usamos para tejer, lo único que lo compone es una estructura de vacío. Y cada fibra tiene una estructura de vacío diferente de la otra. Es lo mismo con las personas: cada persona tiene una estructura de vacío diferente de la otra. ¿Qué es lo que resulta único en el hilo y qué es lo que resulta único en el lenguaje? Son esos vacíos, esos intervalos. Por eso digo que el uno es el otro. Entonces, ¿es metáfora? Es una realidad. Una realidad cuántica, una realidad no sé de qué orden, porque estos órdenes que transmiten tanto el hilo como el lenguaje son órdenes del infinito. Para mí, hilo es el cordón umbilical, ¿te fijas? Entonces, llamar al cordón umbilical metáfora… Sí, o sea, ¿nosotros somos una metáfora con patitas?

JIP: Esto me recuerda conversaciones y declaraciones de Eielson, que es muy afín a tu trabajo, me parece, y que tenía estos nudos de tela fantásticos. Y, claro, siempre volvía la pregunta de qué cosa eran esos nudos, y no eran nada, en realidad. Son como una acción detenida, un anudamiento que en cualquier instante se desanuda.

Otro de los temas que habíamos mencionado era este: en algunas de tus acciones, Cecilia, envuelves a las personas. Este es un aspecto muy amable y bonito de tu trabajo; yo te he visto anudar a las personas con tus hilos. Y, claro, ahí sucede algo increíble porque creas comunidad; uno está ligado, de pronto, a ti y a los que tiene al lado. Por un lado estamos atrapados, encadenados por un hilito que es una cosa frágil, delicada y precaria y que cualquiera podría fácilmente romper; pero, por otro lado, ahí haces ver que hay otras cosas que nos anudan —supongo que es el lenguaje, pero también muchas cosas más—, y que son totalmente invisibles, aunque su existencia es real y muy fuerte. Que hay unos anudamientos entre nosotros, aquí mismo, sea por la palabra o por la presencia o por lo que se convoque, y tú consigues que su realidad se ponga de manifiesto.

CV: Muchas veces he tratado de recordar de dónde me nació eso. Yo creo que todo esto tiene que ver con el quipu. Quipu es una palabra quechua que quiere decir nudo, y es un sistema de escritura que en vez de escribir como el alfabeto fenicio, toma cuerdas y las anuda. Entonces, tanto a través de la torsión de la fibra, como a través de los colores, como a través de la estructura de los nudos, se transmite tanta información como en un alfabeto. Y hay cantidad de científicos que están estudiando el quipu. El quipu tiene 5,000 años de antigüedad, o sea que sería, posiblemente, más antiguo incluso que el alfabeto que nosotros usamos. Pero fue suprimido por los españoles; no de inmediato, apenas llegaron al Perú, sino unos 100 años después, cuando se estaban apoderando de la tierra y de todos los recursos de las comunidades, y descubrieron que los comuneros empezaron a llegar a los tribunales con quipus en la mano. Porque en el quipu estaba el testimonio de lo que se podría traducir como la propiedad de la tierra o de las fuentes de agua pero que, desde el punto de vista quechua, no es exactamente propiedad sino responsabilidad de cuidado. Por supuesto, cuando vieron eso incendiaron todos los quipus; prohibidos los quipus, porque no podía haber ninguna memoria del conocimiento local.

Cuando me enteré de que existía el quipu, yo puedo haber sido una niña de unos catorce o quince años. Hasta el día de hoy mucha gente no sabe lo que es el quipu en Perú, ni qué decir en Chile. Pero yo tenía una tía que era una escultora maravillosa, que se llamaba Rosa Vicuña, y ella tenía una gran biblioteca de arte precolombino. Seguro que ahí la niña Cecilia leyó sobre el quipu. Y de inmediato pensé: “el quipu verdadero es el quipu que no recuerda nada”. Porque eso somos nosotros, los seres sin memoria, los seres que hemos sido arrancados de cualquier memoria cultural o histórica. Creo que a partir de eso empecé a trabajar con el quipu, pero con el quipu como idea, y mucho después empecé a hacer quipus táctiles. Después me di cuenta de que, claro, lo que pasaba con el quipu es que, en Perú, había, en la época de los incas, dos tipos de quipu: el quipu táctil, que se amarra y que tú puedes ver en los museos —los que han sobrevivido a la destrucción—, y había otro quipu, que era un quipu virtual. Y la función de ese quipu virtual era crear un sentido de unión de todas las comunidades en relación al cosmos, a las estrellas, al origen de las aguas en las galaxias y al origen de las aguas en las cumbres andinas. Es todo un sistema de pensamiento, pensamiento ritual y de asignación de responsabilidades y cuidados de las aguas, a través del quipu. No solamente de las aguas, de otras cosas también, pero primordialmente del agua.

Por eso yo creo que empecé a unir, a amarrar a las personas, porque nuestra cultura se ocupa de crear una idea que se llama el individuo, como si cada ser estuviera separado del otro y eso sí que es una ilusión.

JIP: Aquí has tocado dos cuestiones sobre las que te quería preguntar, así que vamos a seguir por ahí. Una es el tema del afecto. Cuando te he escuchado leer —creo que te he escuchado leer solamente una vez—, quedé impresionado porque había mucho cariño en juego, algo que no siempre se ve en eventos públicos. Una ternura, digamos, hacia los demás y hacia la tierra. Quizás la pregunta sea inútil, pero, ¿cómo surgió eso? Supongo que es una decisión, también; aunque pueda surgir espontáneamente, eventualmente se decide, ¿no? Se trata de una apuesta fuerte por la ternura, por el cariño. Y luego, también está la cuestión de que, en nuestra cultura, los cuidados son, lamentablemente, una tarea femenina. En muchos lugares la curación y la sanación también son femeninas. ¿Tú lo ves así? ¿Existe una matriz específicamente femenina? ¿O esta cuestión la disuelves en tu trabajo?

CV: No. Yo lo veo por los dos lados. Por una parte me parece fantástico que me preguntes por eso del afecto y del cariño. Mira que yo llevo cincuenta años haciendo lo que hago y nunca nadie me ha hecho esa pregunta. Me pareció estrictamente fantástico que tú la hicieras. Por lo siguiente: porque el tema del afecto y del cariño es un tema tabú en el mundo intelectual; es un tema tabú en la cultura occidental; es un tema tabú en relación a las poetas mujeres, porque las poetas mujeres pueden protestar: “ah, me están feminizando”, ¿te fijas? Hay una cantidad de tabúes mediante los cuales nosotros trabajamos como pisando huevos. Esta cuestión del afecto y del cariño es una cuestión absolutamente política, en lo que a mí respecta. Yo creo que eso pasa por el linaje, el linaje del cual uno viene. La palabra linaje y la palabra ancestro se han asignado a los primitivos, a los arcaicos —a los pelotudos, en otras palabras—. Nadie que es moderno, que es occidental y del siglo XXI está interesado en hablar de sus ancestros o de un linaje. Y sin embargo yo te puedo decir que creo que todos nosotros somos futuros ancestros. Eso lo aprendí en el museo Guggenheim, en Nueva York, visitando una muestra de arte africano. Vi una escultura de algún campesino, no recuerdo de qué región de África, y el título de la escultura era “Nosotros nos preparamos para ser ancestros”. Ese tipo de pensamiento yo lo he encontrado, por ejemplo, en el Dalai Lama. En una conversación alguien le preguntó: “¿Ustedes realmente creen en la reencarnación?” Y la respuesta del Dalai Lama fue: “No, realmente no sabemos si hay reencarnación, pero nos sirve mucho para transmitir una educación ética”.

Yo nací en una familia profundamente perseguida. Mi abuela y mi abuelo tuvieron que huir de Chile. Mi abuelo estuvo preso muchas veces por ser un defensor de los derechos civiles. De hecho, mi abuelo fue defensor de Neruda cuando a Neruda lo persiguió el gobierno chileno. Entonces, esa noción del cariño y del afecto y de la solidaridad humana como una cultura política de defensa de lo que nos une, la recibí directamente de mi familia. Y te puedo decir que, para mí, ese era el valor principal que transmitía la cultura de la revolución democrática de Allende. De hecho, Allende se encontraba con mi abuelo y le rendía homenaje por lo que esa generación representó, como linaje revolucionario y de transmisión del significado ético de lo común, del bien común; ese fue el legado más potente.

Es muy conmovedor que, ustedes, por ejemplo, en vez de estar haciendo cualquier otra cosa más útil, estén sentados acá con nosotros. Es algo ridículo, algo absurdo y, sin embargo, nosotros compartimos ese amor por lo imposible al estar en esta sala. Eso solo me mueve a mí a actuar en esa forma lenta y delicada.

JIP: Hay una dimensión ritual en esta delicadeza, en este cuidado, en esta lentitud. El hilo material del lenguaje, el anudamiento de la comunidad, el afecto y la precariedad de las relaciones, merodean una zona que solo se puede llamar ritual. Tenemos el lado político que acabas de mencionar, y también tenemos este lado que no sé si es más íntimo, que se acerca a lo espiritual, a lo sagrado. Al mismo tiempo, siempre sobrevuela sobre esta zona la crítica que hace alguna gente un poco purista: que habría una contradicción entre llevar lo ritual a los espacios del museo, de las librerías o de las galerías. Yo creo que no conviene ponerse puristas, que no conviene ni quedarse en la montaña ni quedarse en la galería. Creo que esa contradicción hay que usarla, ¿no? ¿Cómo te ha ido a ti con esos temas? Porque en tu carrera supongo que habrá habido de todo, todo tipo de reacciones.

CV: Sí, me ha ido muy mal. Por suerte, me ha ido pésimo. Es decir, mi vida está como partida en dos: hay mi vida antes del golpe militar en Chile, antes del septiembre 11, cuando yo era una joven poeta. Entonces no se hablaba de estas cosas, del lenguaje virtual, no se hablaba de antropología, no se hablaba de galería, no se hablaba de museos, sino que todo sucedía con una velocidad extraordinaria, porque los sesenta y los setenta eran así. Era un momento de expansión imaginaria universal, colectiva. Ahora veo fotos de mi mamá y mi papá en esa época, que a mí me parecían unos viejos, y es totalmente hip, totalmente…

JIP: Desatados.

CV: Exacto. Entonces, te quiero decir que, en esa época, esos cuestionamientos no existían. Pero una vez que entró el golpe militar, entró una especie de colonización mental 100 veces más potente que la que había habido antes, de los valores de una izquierda muy dogmática, de una derecha increíblemente conservadora.

Todo eso se empezó a manifestar en las acusaciones y las exclusiones. Ahí fui catalogada de poeta irrelevante, arcaizante, feminizante; fui censurada, marginada, por izquierda y derecha, por todos los lados, incluso mis amigas feministas encontraban que yo no era feminista porque el feminismo tenía una definición eurocéntrica. Gocé ese desprecio durante cuarenta años, por lo menos. Y eso para mí fue extraordinariamente útil, porque me hizo ir más allá, adentro de esas definiciones; y en el corazón, en el meollo de esas definiciones, di vuelta al sentido de lo ritual. Trabajo con una definición del ritual que encontré dentro de mí. No viene ni de las prácticas de las comunidades indígenas que han sobrevivido hasta el día de hoy, ni de los libros, sino que viene del sentido de lo que estaba diciendo hace un momento. Primera cosa, la amenaza; la amenaza de muerte total de la vida humana; la amenaza total de la destrucción de las aguas, de la destrucción del aire, de la destrucción de la mar. Frente a esa presencia tan radical y absoluta de la muerte, de la que yo me hice consciente como a los ocho años —de que estábamos en un periodo en el que la humanidad, por primera vez, se encontraba frente a la posibilidad de la extinción total—; frente a eso, la única actividad que me parece que tiene posibilidades de transformar la conciencia es el acto ritual. Es como si yo hubiera redescubierto el origen de la cultura humana adentro de mi propia memoria. Es algo indefinible y tan poderoso que me guía como si tuviera —en un buen chileno— un ají en el poto. Como tener un volcán adentro. Y ese volcán toma sus decisiones y uno erupciona.

JIP: Creo que estoy haciendo todo el tiempo la misma pregunta, entonces la voy a volver a hacer, con otra forma. Hablemos del idioma y de la lengua materna. Cecilia, en algunos momentos usas el quechua que, en rigor —si existiera el rigor—, no es tu lengua materna. Pero, bueno, a ver qué significará eso. Claro, nuevamente, los puristas y los ideólogos de la autenticidad te van a decir: ¿pero cómo usas el quechua si tú no eres quechuahablante, no eres indígena? Y cuando pensaba en esta pregunta me acordé de que vives en Nueva York hace ¿cuarenta años? Y, claro, te has apropiado del inglés. Esto es menos problemático. Y es tremendo: apropiarse del quechua es un problema; apropiarse del inglés no es un problema. Lo incorporas, a ratos. Tu obra está muy publicada en inglés; de hecho, yo creo que es más fácil conseguir tus textos en inglés que en castellano, y lo digo como librero. Pero te mueves con fluidez entre los tres idiomas. La pregunta es: ¿hay lengua materna? ¿Uno puede adoptar una lengua madre, volcar en ella sus afectos?

CV: Soy una mestiza, indígena por parte de madre y de origen europeo por parte de padre, pero la cultura de mi madre y de mis abuelas fue arrasada. Mis madres perdieron su lengua como cuatro generaciones antes de que yo naciera. No queda ni un rastro de esa lengua, la lengua diaguita del norte de Chile —una gran cultura de artistas indígenas—. Entonces, ya que no tengo una verdadera lengua materna, mi única lengua es el borrón, el arrasamiento, la eliminación. Frente a eso, los mestizos —y creo que los mestizos somos la mayoría de los habitantes de este planeta— nos hemos apropiado del español para subvertirlo, ¿te fijas? Para recrearlo y convertirlo en un tonito que a los españoles les molesta mucho, en general. Ahora veo que no me han insultado en este viaje porque solamente llevo dos días acá, pero generalmente me insultan porque hablo un español sudaca. Y lo mismo he hecho con el inglés. En cuanto al quechua, no tengo absolutamente ningún derecho ni ninguna razón para encargarme del quechua, pero me fascina el quechua como creación intelectual, como creación poética. Considero que trabajo con un quechua inventado, porque no tengo la más remota idea de hablar en quechua, pero sí puedo cantar en quechua; un quechua que ningún quechuahablante reconocería porque no es quechua. Es como una ficción de un quechua deseado. Esa sería mi definición. Cuando voy a Alemania canto en un alemán deseado, porque tampoco hablo alemán. Pero me fascina ese sonido. Creo que ese deseo de una lengua imaginada es mi lengua materna.

Hay una lengua antes de la lengua y hay una lengua que es, quizás, después de la lengua. Eso permite que se comunique a través de medios imperfectos, incompletos, disonantes, imposibles. Nosotros, como seres humanos, tenemos una necesidad y una predisposición a buscar esos lenguajes que no son lenguajes pero que podrían serlo. En ese estado en que dices “estoy feliz sin entender”, se produce una relajación, una especie de entrega. Y esa palabra, entrega, es fundamental para la poesía y el crecimiento, para la evolución y el sentir y pensar pensamientos no consabidos. Para el poeta, la poeta, esa idea de un pensamiento o una imagen no consabida es lo más atractivo que existe. Y solamente se llega ahí a través de ese espacio nebuloso donde las definiciones están todavía, digamos, en formación.

JIP: Me estoy animando, pero quizás nos vamos a extender demasiado. No sé si quieres responder a alguna pregunta que no te haya hecho.

CV: Quiero responderte a una pregunta que me hiciste pero que yo no te hice caso y que fue la cuestión de lo femenino. Ese es como el tema más peliagudo…

A ver, lo femenino. Mira qué interesante que bajé el tono cuando dije lo femenino, ¿no es verdad? Oye, una vez fui a un museo y había una definición antropológica del cuerpo humano y, entonces, los hombres se paraban así [Cecilia saca pecho y muestra a los hombres muy derechos] y las mujeres se paraban así [se encorva mostrando un gesto de sumisión]. Las mujeres siempre tenemos que hablar más despacito, porque estamos siempre amenazadas. Esa cuestión de preguntarle a una mujer por lo femenino es muy mal vista. Sí, me parece fantástico; porque todo lo mal visto es necesario. He meditado mucho sobre lo siguiente: si ustedes van a ARCO ahora, van a ver unas pinturas mías; esas pinturas que yo hice en los años 70, 71, fueron amadísimas antes del golpe y después del golpe fueron odiadas, botadas a la basura, destruidas y solamente hay un puñado que ha sobrevivido. Esas que han sobrevivido están llenas de parejas trans, de mujeres que hacen el amor con mujeres, seres que son a la vez hombres y mujeres, tienen pico, tienen teta, tienen de todo. Y bueno, es una cuestión impresionante por qué yo tenía ese tema. En esa época nadie hablaba de esas cosas. No era parte ni de la literatura ni de la poesía ni del arte; o sea, no era parte de la cuestión.

Ahora me pregunto, ¿qué ha pasado que hubo una especie de giro —y ha pasado en todas partes, no solamente en Estados Unidos, en Europa, sino también en Sudamérica— que tú llegas por ejemplo a Santiago y hay parques llenos de chicas adorando a chicas? Eso nunca se había visto. O de niños. Entonces, ¿qué está pasando? Yo creo que está pasando un fenómeno humano que a mí me escalofría por su belleza. Es como una exploración de lo no definido, que busca saber qué es eso de ser hombre, de ser mujer. Yo creo que lo más profundamente femenino, en el sentido creador y radical de la palabra, es fem. Fem quiere decir teta; hay una teta que nos une al cosmos y esa teta es femenina, por supuesto. Es la madre, y la madre es todo: hombre y mujer. Entonces, la definición que a nosotros nos ha llegado de lo que es ser mujer, de lo que es ser femenino, es una definición reduccionista, binaria y ridícula; es violenta. En mi trabajo siempre he explorado desde lo mujer, sí, total y absolutamente, pero una mujer inventada por mí. Desde niña me han perseguido poetas chilenos que si yo digo sus nombres es para caerse muerto, para no creerse que puedan ser tan grandes poetas y me digan “tú escribes como hombre”. Y, efectivamente, escribo en ese estado en que —y esto es muy importante en las culturas indígenas— no eres ni hombre ni mujer sino las dos cosas.

Conversación sostenida en la Librería Iberoamericana,
Madrid, el 28 de febrero de 2019

Autor

José Ignacio Padilla

/ Lima, Perú, 1975. Se doctoró en Literatura Latinoamericana en Princeton University (2008). Editó la revista more ferarum (1998-2002), además de volúmenes de homenaje a César Moro y Jorge Eduardo Eielson. Ha publicado ensayos de crítica de poesía en revistas como Hueso húmero (de la que es colaborador habitual) y Revista de Crítica Literaria Latinoamericana.

noviembre 2021