noviembre 2021 / Ensayos, Traducciones

Baudelaire, el albatros

“Baudelaire es la enfermedad”, le dije hace poco a un amigo. “Horacio es la salud, Baudelaire es la enfermedad.” Baudelaire, más que otros poetas, invalida toda pretensión de objetividad, invita más bien a referir la experiencia de leerlo. Y aun esa experiencia debería datarse, porque el Baudelaire que nos fascinó en la juventud tiene una faz diferente a los ojos del lector maduro o del lector que envejece, a punto tal que este último se asoma de nuevo a sus poemas y se pregunta, perplejo: pero ¿quién era entonces, quién es Baudelaire? Y sobre todo, ¿qué es? No me refiero a definir si es un romántico, un clásico o un moderno, categorías demasiado bastas y quizá inútiles. Me refiero a indagar en la intimidad de su arte, en los secretos de su taller y de su alma —si no son ambos la misma cosa—, a ver si esos secretos se abren por un segundo a nuestra mirada.

Se ha dicho que el hallazgo más importante de Baudelaire es un modo insólito de pactar con su lector. Su verso provoca a la connivencia, no a la simpatía (compassio) o al simple asentimiento; el poeta acusa, se acusa, se lamenta, propone sus aficiones, describe con precisión sus fantasías lúbricas o macabras, exalta el desdén de los héroes, pero se diría que todas éstas son máscaras, personae sucesivas que eluden la confidencia. Cuando ésta, pese a todo, aparece (como en Bénédiction o en L’Ennemi), hay algo de gesticulación en ella, que no es insinceridad, sin embargo; lo que leemos es el manifiesto de una conciencia intrincada, que asume actitudes frente a sí misma, se busca sin encontrarse y se viste con los trajes envejecidos, les robes surannées de un dolor esencial e inagotable. Su verdad se adivina, sin embargo, velada y ominosa, en su voz inconfundible. Baudelaire nunca nos habla como maestro o como vate; solo a veces, me atrevo a decir, como semejante y hermano, alguna vez como mártir y en general como cómplice: nos crea como lectores suyos, de un modo harto más deliberado, más descarado, que cualquier otro. Y nosotros somos, tal vez, sus herederos finales, cabos de raza de una estirpe que en él tiene su prototipo, y que, para evitar ambigüedades ya consagradas por toda una tradición crítica, yo describiría como la estirpe de los poetas signados por un complejo, que es el complejo específico de ser un poeta lírico en una civilización que es, en sí misma, la negación más aplastante y perfecta de la poesía.

Releo lo anterior y entiendo que me cuido de mis palabras: quizá fue Baudelaire quien nos enseñó a hacerlo; quizá fue este poeta el primero en desconfiar de su lenguaje, en descubrir que su energía poética se medía con un idioma asediado y ya en parte tomado, invadido, usurpado por el mundo. (“En la lucha entre el mundo y tú, toma partido por el mundo”, diría después Kafka.) Un idioma con el que había que batallar si uno quería ser uno mismo; una lengua que ya no era dócil ni maleable, sino rebelde, incluso hostil. Descubrimiento que afectaría a sus sucesores más conscientes, sea que dejaran de esto testimonio explícito, como Mallarmé, Hoffmansthal o Eliot, o que intentaran soslayar la amenaza, como Samain o como Rilke. Y esto es precisamente parte del complejo: porque vencer, siquiera en batallas aisladas, a semejante enemigo, genera una inevitable altanería, una palpable petulancia que debe hacerse consciente para no degradar. Todo lo cual puede entenderse de un modo más llano, si se piensa que hay en Baudelaire también un satírico, un Juvenal sui generis que se ve metido en la misma bolsa con aquellos que condena o de los que se burla.

Mi primer encuentro con las Flores del mal sucedió cuando yo tenía veinte años; un compañero de estudios que, como yo, escribía versos, leyó en voz alta “El albatros” y “La giganta”. Sentí una admiración súbita y a la vez una especie de alegría visceral; había allí algo nuevo, una audacia insospechada. Los años, por fortuna, no inmunizan contra la verdadera poesía, a pesar de la erosión que produce la falsa: pero las primeras impresiones sin duda importan. Hay que tener en cuenta que leíamos traducciones (las de Raúl Gustavo Aguirre); pasaron algunos años hasta que pude leer sin intermediación estos versos; por otra parte, pareciera que Baudelaire es más traducible que Victor Hugo, Nerval o Verlaine: sus textos, en una buena versión, pierden un poco menos que los de esos otros poetas. No lo sé bien, pero quizá eso se deba justamente al complejo de que acabo de hablar. Quiero decir que tal vez al lector de Baudelaire lo alcance primero y de manera más directa su acumen, su filo intelectual, su ironía mordiente, que su animus realmente lírico, inseparable de la forma verbal en que está encarnado.

Octavio Paz, hablando de Quevedo, señaló alguna vez el parentesco o la afinidad entre este y el poeta de “Le gouffre”; ambos habrían descubierto (cito de memoria) que estamos mal y que estamos en el mal. El ensayista tiene razón, pero veo otro afán común al poeta español y al francés: el de considerar el trabajo del verso como un fin en sí mismo, como la verdadera indagación de la poesía, cuyo manantial está en el fondo común de la lengua. No me molesta que se agregue el adjetivo “retórico” al sustantivo “trabajo”. Tal propósito no sorprende mucho en un poeta del Siglo de Oro español, y en cambio sí, es cierto, en un poeta de la Francia del Segundo Imperio. Pero es seguro que implica, porque el magisterio de Poe es evidente en Baudelaire, un retorno vibrante y casi despótico al criterio horaciano del arte. No en vano se quejó Baudelaire de que su época hubiera olvidado todos los conceptos clásicos sobre la literatura. Pero no es meramente que el poeta deba laborar su verso para no ser indigno de su nombre, sino que esa labor es la que abre la puerta a la poesía, o mejor, que en esa labor consiste la poesía. La pluma de Victor Hugo trata casi siempre, y en general consigue, borrar toda huella de enmienda: su verso fluye lúcido y elocuente sin esfuerzo visible, deslizándose, hallándose como sin querer:

Quand nous habitions tous ensemble
sur nos collines d’autrefois,
où l’eau court et le buisson tremble,
dans la maison qui touche aux bois…

Baudelaire muestra, despliega ante nuestros ojos su extraordinaria maestría:

Avec ses vêtements ondoyants et nacrés,
Même quand elle marche on croirait qu’elle danse,
Comme ces longs serpents que les jongleurs sacrés
Au bout de leur bâtons agitent en cadence.

Creo que siente en todo momento, como una tiranía, su orgullo de “espléndido artesano”. Olvidar esto es no leer siquiera a Baudelaire; querer hacer de él un pensador, como se ha intentado, es imponerle, asfixiándolo, un discurso que le es ajeno y que en definitiva nos mueve a rastrear en el texto lo que se supone (porque alguien lo ha decidido previamente) que el texto debería decir. Es imposible leer sin presupuestos; pero al menos tratemos de no convertir la lectura en una catequesis. Tratemos, ante todo, de oír la voz del poeta.

Me tomó décadas advertir que los arranques de Baudelaire son, en general, menos líricos que los de Hugo. Pueden ser igualmente memorables, si no más —¿quién olvidaría el verso inicial de “La Beauté”: Je suis froide, ô mortels, comme un rêve de pierre…?— pero en su gesto rara vez está esa ingenuidad que es el tesoro secreto de la confidencia. Baudelaire es un genio plebeyo que ha debido ganarse su lugar; la huella del esfuerzo se nota; él quiere que se note. Su oficio está siempre a la vista. Así, por ejemplo, en estos dos versos magníficos de Les chats:

L’Érèbe les eu pris pour ses coursiers funèbres
S’ils pouvaient au servage incliner leur fierté.

Es justo señalar que sus momentos más altos, sus visiones más estremecedoras, sus resonancias más indefinibles y hasta abismales, se dan cuando el furor analítico, inseparable de la insolencia retórica, cede ante la auténtica sympatheía —la identificación con su tema o con sus criaturas— como en Les petites vieilles, uno de sus mayores y más significativos poemas; un fantasmal escalofrío recorre el boceto inicial de la gran ciudad, teatro donde estas madres de corazón sangrante viven su tragedia, donde lo hermoso y lo siniestro conviven:

Dans les plis sinueux des vieilles capitales
Où tout, même l’horreur, tourne aux enchentements…

El poeta sigue a esas ancianas mendigas como un flâneur y como un voyeur perturbado. Su depravación consiste en gozar de ellas, siguiéndolas en secreto; en amarlas de lejos y en silencio, no pese a su fealdad sino precisamente por ella; el horror de esos seres castigados lo hechiza. Cada una de ellas guarda en la memoria una historia indecible, un dolor que ninguna palabra, que ningún poema lograría abarcar, y que sin embargo expresan sus caras, sus ojos insondables, sus cuerpos retorcidos y atormentados. El poeta no es meramente un testigo; él también, como ellas, está aparte, está fuera del mundo, es un proscrito; para ellas y para él no corren las esperanzas comunes, los buenos modales, los nobles propósitos. La identificación es completa: Ô ruines! Ma famille! Ô cerveaux congenères!, exclama. Por supuesto: ¿cómo confesar que uno es un romántico incurable, entre los niños harapientos que se hacinaban en las fábricas, o peor todavía, entre las damas rutilantes de los salones de Napoleón III? El último refugio es o la buhardilla o la calle. Si hay todavía esperanza, no es para nosotros.

El emblema de Baudelaire es un ave que él toma del Ancient Mariner de Coleridge. Es el albatros: ese vasto pájaro de los mares que sigue, indolente compañero de viaje, al navío que se desliza sobre los abismos amargos, y al que los tripulantes, les hommes d’équipage,capturan para divertirse. Se divierten torturándolo, quemándole el pico, remedando su andar vacilante y torpe. El poeta es semejante a este príncipe de las nubes, que habita la tormenta y se ríe del arquero; exiliado en la tierra y entre los abucheos, sus alas de gigante le impiden caminar…

Baudelaire, en 1857, supo bien que pertenecía, como el albatros, a una especie amenazada de extinción.

 

***

 
Proyecto de Prefacio a Las flores del mal

No es para mis mujeres, mis hijas o mis hermanas que fue escrito este libro; tampoco para las mujeres, las hijas o las hermanas de mi vecino. Cedo esta función a quienes tienen interés en confundir las buenas acciones con el buen lenguaje.

Yo sé que el amante apasionado del bello estilo se expone al odio de las multitudes; pero ningún respeto humano, ningún falso pudor, ninguna coalición, ningún sufragio universal, me forzarán a hablar el dialecto incomparable de este siglo, ni a confundir la tinta con la virtud.

Poetas ilustres se han repartido hace tiempo las provincias más floridas del dominio poético. Me ha parecido gracioso, y tanto más agradable cuanto la tarea era más difícil, extraer la belleza del Mal. Este libro, esencialmente inútil y absolutamente inocente, no ha sido hecho con otro propósito que entretenerme y ejercer mi gusto apasionado por el obstáculo.

Algunos me han dicho que estas poesías podían hacer mal; no me he alegrado de ello. Otros, almas buenas, que ellas podían hacer bien; y esto no me ha afligido. El temor de unos y la esperanza de otros me han asombrado por igual, y no han servido sino a probarme una vez más que este siglo ha desaprendido todas las nociones clásicas relativas a la literatura.

Pese al socorro que ciertos pedantes célebres han aportado a la estupidez natural del hombre, jamás habría creído que nuestra patria pudiera andar a tal velocidad por la vía del progreso. Este mundo ha adquirido un espesor de vulgaridad que da al desprecio del hombre espiritual la violencia de una pasión. Pero hay caparazones felices que el veneno mismo no gastaría.

Tenía primitivamente la intención de responder a numerosas críticas y, al mismo tiempo, explicar algunas cuestiones muy simples, totalmente oscurecidas por la luz moderna: ¿Qué es la poesía? ¿Cuál es su propósito? Sobre la distinción entre el Bien y lo Bello; de la Belleza en el Mal; que el ritmo y la rima responden en el hombre a inmortales necesidades de monotonía, de simetría y de sorpresa; sobre la adaptación del estilo al asunto; sobre la vanidad y el peligro de la inspiración, etcétera, etcétera; pero he tenido la imprudencia de leer esta mañana ciertas páginas públicas; de repente, una indolencia, del peso de veinte atmósferas, se abatió sobre mí, y tuve que detenerme ante la espantosa inutilidad de explicar lo que sea a quien sea. Los que saben me adivinan, y para los que no pueden o no quieren comprender, amontonaría sin fruto las explicaciones.

 
Project de Préface à Les fleurs du mal

Ce n’est pas pour mes femmes, mes filles ou mes sœurs que ce livre a été écrit ; non plus que pour les femmes, les filles ou les sœurs de mon voisin. Je laisse cette fonction à ceux qui ont intérêt à confondre les bonnes actions avec le beau langage.

Je sais que l’amant passionné du beau style s’expose à la haine des multitudes ; mais aucun respect humain, aucune fausse pudeur, aucune coalition, aucun suffrage universel ne me contraindront à parler le patois incomparable de ce siècle, ni à confondre l’encre avec la vertu.

Des poètes illustres s’étaient partagé depuis longtemps les provinces les plus fleuries du domaine poétique. Il m’a paru plaisant, et d’autant plus agréable que la tâche était plus difficile, d’extraire la beauté du Mal. Ce livre, essentiellement inutile et absolument innocent, n’a pas été fait dans un autre but que de me divertir et d’exercer mon goût passionné de l’obstacle.

Quelques-uns m’ont dit que ces poésies pouvaient faire du mal ; je ne m’en suis pas réjoui. D’autres, de bonnes âmes, qu’elles pouvaient faire du bien ; et cela ne m’a pas affligé. La crainte des uns et l’espérance des autres m’ont également étonné, et n’ont servi qu’à me prouver une fois de plus que ce siècle avait désappris toutes les notions classiques relatives à la littérature.

Malgré les secours que quelques cuistres célèbres ont apportés à la sottise naturelle de l’homme, je n’aurais jamais cru que notre patrie pût marcher avec une telle vélocité dans la voie du progrès. Ce monde a acquis une épaisseur de vulgarité qui donne au mépris de l’homme spirituel la violence d’une passion. Mais il est des carapaces heureuses que le poison lui-même n’entamerait pas.

J’avais primitivement l’intention de répondre à de nombreuses critiques, et, en même temps, d’expliquer quelques questions très simples, totalement obscurcies par la lumière moderne : Qu’est-ce que la poésie ? Quel est son but ? De la distinction du Bien d’avec le Beau ; de la Beauté dans le Mal ; que le rythme et la rime répondent dans l’homme aux immortels besoins de monotonie, de symétrie et de surprise ; de l’adaptation du style au sujet ; de la vanité et du danger de l’inspiration, etc., etc. ; mais j’ai eu l’imprudence de lire ce matin quelques feuilles publiques ; soudain, une indolence, du poids de vingt atmosphères, s’est abattue sur moi, et je me suis arrêté devant l’épouvantable inutilité d’expliquer quoi que ce soit à qui que ce soit. Ceux qui savent me devinent, et pour ceux qui ne peuvent ou ne veulent pas comprendre, j’amoncèlerais sans fruit les explications.

 
 

CIV. Recogimiento

Sé juiciosa, oh mi Pena, y aquieta ya tu anhelo.
El ocaso esperabas: aquí viene; en su hondura
se llena la ciudad de una atmósfera oscura
que a unos trae la paz y a los otros desvelo.

Mientras de los mortales la multitud impía
bajo el látigo del Placer que es su verdugo
va a cosechar sus culpas en la fiesta del yugo,
dame tu mano y vamos, muy lejos, Pena mía,

de aquí. Ves asomarse los años olvidados
por balcones del cielo, con trajes anticuados,
y surgir de las aguas la Añoranza sonriente,

y al sol que bajo un arco, moribundo, se anega.
Y como un gran sudario lánguido en el Oriente,
escucha, amada, escucha la Noche azul que llega.

 
CIV. Recueillement

Sois sage, ô ma Douleur, et tiens-toi plus tranquille.
Tu réclamais le Soir; il descend; le voici :
Une atmosphère obscure enveloppe la ville,
Aux uns portant la paix, aux autres le souci.

Pendant que des mortels la multitude vile,
Sous le fouet du Plaisir, ce bourreau sans merci,
Va cueillir des remords dans la fête servile,
Ma Douleur, donne-moi la main; viens par ici,

Loin d’eux. Vois se pencher les défuntes Années,
Sur les balcons du ciel, en robes surannées;
Surgir du fond des eaux le Regret souriant;

Le Soleil moribond s’endormir sous une arche,
Et, comme un long linceul traînant à l’Orient,
Entends, ma chère, entends la douce Nuit qui marche.

 

LXIX. Los gatos

Los amantes fervientes, los sabios solitarios,
aman del mismo modo, según su vida pasa,
a los gatos potentes, orgullo de la casa,
friolentos como ellos, como ellos sedentarios.

Amigos de la ciencia y del goce a la vez,
anhelan el silencio y las foscas tinieblas;
los hiciera el Erebo sus corceles de nieblas
si pudiesen al yugo inclinar su altivez.

Pensativos adoptan la actitud de misterio
de las grandes esfinges que al fondo de su imperio
desolado parecen soñar eternamente.

Mágicas chispas andan por sus grupas tranquilas
y partículas de oro, como arenas de oriente,
destellan vagamente sus místicas pupilas.

 
LXIX. Les chats

Les amoureux fervents et les savants austères
Aiment également dans leur mûre saison,
Les chats puissants et doux, orgueil de la maison,
Qui comme eux son frileux et comme eux sédentaires.

Amis de la science et de la volupté
Ils cherchent le silence et l’horreur des ténèbres.
L’Érèbe les eût pris pour ses coursiers funèbres
S’ils pouvaient au servage incliner leur fierté.

Ils prennent en songeant les nobles attitudes
Des grands sphynx allongés aux fond des solitudes
Qui semblent s’endormir dans un rêve sans fin;

Leurs reins féconds sont pleins d’étincelles magiques
Et des parcelles d’or, ainsi qu’un sable fin,
Étoilent vaguement leurs prunelles mystiques.

 

CXVII. A una que pasa

La calle sordamente alrededor aullaba.
Alta, esbelta, enlutada, doliente majestuosa,
una mujer pasó; con la mano fastuosa
en alto, los festones del ruedo balanceaba,

ágil y noble, con su silueta divina.
Como un extravagante yo bebía, crispado,
en su ojo, cielo lívido donde brota el tornado,
la dulzura que embruja y el placer que asesina.

Un relámpago… ¡y noche! Fugitiva beldad
que renacer me hiciste con tu mirada trunca,
¿no he de volver a verte sino en la eternidad?

¡Lejos, lejos de aquí! ¡Muy tarde! ¡Acaso nunca!
Pues no sé dónde huiste, y tú ignoras mi hado,
¡oh tú, tú que sabías que yo te hubiese amado!

 
CXVII. A une passante

La rue assourdissante autour de moi hurlait.
Longue, mince, en grand deuil, douleur majestueuse,
Une femme passa, d’une main fastueuse
Soulevant, balançant le feston et l’ourlet;

Agile et noble, avec sa jambe de statue.
Moi, je buvais, crispé comme un extravagant,
Dans son oeil, ciel livide où germe l’ouragan,
La douceur qui fascine et le plaisir qui tue.

Un éclair… puis la nuit! – Fugitive beauté
Dont le regard m’a fait soudainement renaître,
Ne te verrai-je plus que dans l’éternité?

Ailleurs, bien loin d’ici!  trop tard!  jamais peut-être!
Car j’ignore où tu fuis, tu ne sais où je vais,
O toi que j’eusse aimée, ô toi qui le savais!

 

LCVIII. Tristeza de la luna

Esta noche la luna sueña ¡con qué molicie!
Se diría una bella que entre cojines plenos
con su mano ligera, distraída, acaricie,
antes de adormecerse, la forma de sus senos.

Muriendo sobre el dorso de satén de una nube
como en blanda avalancha, al letargo se entrega;
sobre blancas visiones su mirada se anega
y como en floraciones al azul su aura sube.

Si a veces sobre el globo ella deja en un hilo
una pálida lágrima deslizarse en sigilo,
un poeta piadoso e insomne, en el crisol

del hueco de su mano lleva esa gota clara,
como un fragmento de ópalo donde el iris se ampara,
a su corazón, lejos de los ojos del sol.

 
LCVIII. Tristesse de la lune

Ce soir, la lune rêve avec plus de paresse;
Ainsi qu’une beauté, sur de nombreux coussins,
Qui d’une main distraite et légère caresse,
Avant de s’endormir, le contour de ses seins,

Sur le dos satiné des molles avalanches,
Mourante, elle se livre aux longues pâmoisons,
Et promène ses yeux sur les visions blanches
Qui montent dans l’azur comme des floraisons.

Quand parfois sur ce globe, en sa langueur oisive,
Ella laisse filer une larme furtive,
Un poète pieux, ennemi du sommeil,

Dans le creux de sa main prend cette larme pâle,
Aux reflets irisés comme un fragment d’opale,
Et la met dans son coeur loin des yeux du soleil.


Autor

Alejandro Bekes

/ Santa Fe, Argentina, 1959. Poeta, ensayista y traductor. Es autor de los libros de poesía Esperanzas y duelos (1981), Camino de la noche (1989), Abrigo contra el ser (1993), País del aire (1996) y El hombre ausente (2004), entre otros. En 2006, la editorial española Pre-Textos publicó una antología de su obra poética bajo el título Si hoy fuera siempre. Ha traducido a autores como Nerval, Horacio, Shakespeare, Virgilio, Catulo, Petrarca, Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, Keats y Auden.

noviembre 2021