El caer de la tarde es la hora de las adivinaciones.
Al filo de la noche, cuando la oscuridad comienza a ser la sola sombra, y cuando ya ninguna sombra originaria de la luz persiste, al soplo de las tinieblas que descienden de lo alto, la redondez del mundo se estremece.
Y de súbito, el hombre despierta ante el fugaz momento de transfiguración por el que atraviesa, y con repentino desvarío, vuelve muy pronto a hundirse en el sueño y cierra los ojos a la revelación del crepúsculo, desoyendo las adivinaciones que musitan los muertos.
Día tras día a lo largo de la existencia nos lamentamos de nuestro desamparo, y por otra parte, aunque no ignorarnos nuestra condición de eternos y perdidos caminantes sobre la tierra, sin embargo no queremos admitirlo. Pues habiendo conocido siempre nuestro destino, ello no obstante, no lo conocemos en absoluto.
Si por ventura existe alguna clave para explicarse tan graves cuestiones, necesariamente habrá que buscarla en la relación que cada uno de nosotros ha querido mantener con los muertos.
Pues hay quienes se sobrecogen con el crepúsculo, y conocen aquel raro malestar que precede al júbilo, un júbilo que solo es grito, un grito por el que precisamente se puede escuchar la palabra de los muertos; y también hay quienes no conocen ningún malestar en absoluto, a no ser el que se cura con cualquier medicamento, y no son quiénes para conocer el júbilo, ni para escuchar la palabra de los muertos, ni para sobrecogerse con el crepúsculo, cosas todas que por lo demás ni siquiera existen para ellos —y de esto ya nadie tiene la culpa.
Quienes pretenden vislumbrar el mundo de la realidad verdadera, no deberán olvidar que la intuición de la muerte es de la mayor importancia; y tal intuición solo podrá inducirse por una íntima y sostenida relación con los muertos, sin la cual —y es preciso remarcarlo— no habrá lugar a las altas aspiraciones en lo espiritual.
¿Y cómo sustentar semejante relación con los muertos?
Es muy simple: bastará sustentar una relación con los vivos. Mas la sola cuestión es que uno, en el trato común y corriente con éstos, deberá imaginar o que están ya muertos, o que se hallan en trance de muerte —una relación extremadamente peculiar, en todo caso.
Y de este modo, surgirá de un solo golpe una verdadera relación con los muertos; con temerosa congoja, en lo íntimo de nuestro ser, experimentaremos una sensación abrumadora, como si de pronto nos encontrásemos más allá de la vida, con un sentimiento sobrecogedor que nos llevará a meditar y que nos hundirá en insospechados y jamás soñados abismos de la existencia.
Con esto habrá aparecido ante nuestros ojos un camino totalmente nuevo, en el que muy pronto nos hallaremos transitando, repentinamente transfigurados al contemplar en cierto momento aquella imagen que una vez fue la nuestra, y que ahora es de los muertos.
La enorme tensión anímica, que sin duda hará presa de quien haya osado embarcarse en semejante plano de relación, no deberá sorprenderle ni mucho ni poco, si es éste un precio más bien exiguo en comparación con la magnitud de las enseñanzas recibidas, y tendrá que pagarlo, si realmente quiere comprender la significación del júbilo.
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El júbilo es algo que muy raramente se da. No debe confundirse con la alegría.
La alegría tiene una inequívoca connotación de vida, mientras que el júbilo es motivado exclusivamente por mayúsculas revelaciones que arrancan del caos y de la muerte.
Tales son precisamente las revelaciones de los místicos y profetas, de los fundadores de religiones, de los reformadores y revolucionarios, y que, al mismo tiempo y por paradoja, constituyen la fuente nutricia del mundo y de la vida.
De ahí que el júbilo es el vehículo por el que cobran movimiento y por el que actúan las revelaciones. Y de ahí que el hombre será tanto más verdadero cuanto más comprenda la significación del júbilo.
Pues ha de saberse que la materia de la vida y del mundo, y del hombre por ende, en realidad está hecha de júbilo, y nadie debería ignorar una cosa hasta tal punto significativa, por lo mismo que el júbilo no se manifiesta sino por la aniquilación y solo habla el lenguaje de la aniquilación.
Existen maneras por las que se puede comprender la significación del júbilo, pero aún no ha nacido quien las enseñe; y si esto es así, habrá que aprenderlas, y ya cada cual sabrá cómo hacerlo.
En todo caso, aprender la manera de comprender la significación del júbilo no es otra cosa que aprender a morir.
Nótese la importancia mayúscula de aprender a morir: es aprender a vivir, y nada menos.
Ahora bien, si es verdad que los muertos han aprendido ya a vivir y nosotros lo reconocemos, no será difícil vislumbrar la manera de comprender la significación del júbilo, y con esto habremos recorrido mucho camino en el aprendizaje.
Por otra parte, ha de tenerse presente que la vida no es una cosa gratuita, sino que habrá que ganarla; pues no por el mero hecho de haber nacido ha de pretenderse haber adquirido el derecho de vivir —y damos ya por sentado que una cosa es la vida, y otra muy distinta el vivir.
Por la aparición de la vida, cuya causa última se remonta al principio de los tiempos y se origina en el caos, ha sido posible la aparición del vivir, o sea del hombre, y con esto ha sido posible la percepción del caos por el hombre.
Solo de este modo y de ningún otro puede explicarse la razón de ser del hombre, que precisamente consiste en la percepción del caos del que procede.
Es esta la significación trascendental del júbilo: y guay del hombre que no se esfuerce por comprenderlo —difícilmente podrá justificar su presencia en el planeta.
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A quienes buscan un vivir en lo profundo, me gustaría proponerles una manera simple, y me atrevería a señalar los siguientes puntos a título de orientación, quedando entendido que los interesados son dueños de seguir el camino que mejor les parezca.
Los puntos son estos:
Primero — Es necesario desarrollar el sentido del humor. Sin humor no hay nada; si alcanzamos a percibir ciertos sucedidos extremadamente sutiles, no será por nuestra capacidad de observación, pero sí por nuestro sentido del humor. En los mayores conflictos espirituales, en medio de grandes angustias y dolores, el humor nos vuelve a la fría realidad y nos libera de la ofuscación, con lo que ya podemos ver en nuestra interioridad y podemos apreciar en su justa proporción cuantos conflictos y angustias nos afligen.
El humor lo sintetiza todo: llanto, risa, dolor, angustia, pesadumbre; y es eso precisamente el humor: es síntesis. Ni más ni menos.
Segundo — En la otra cara de la medalla se encuentra la solemnidad. Y es algo que debemos proscribir de una vez por todas y para siempre: la solemnidad es cosa fea y triste, y además no sirve para nada, excepto para poner en evidencia el ridículo y la miseria que precisamente ciertos personajes tratan de ocultar, asumiendo truculentas actitudes de solemnidad. Y parafraseando un versículo de la Biblia: al camello le será más fácil pasar por el ojo de una aguja, que al hombre solemne alcanzar a comprender el júbilo.
Tercero — Al margen de cualquier consideración sobre el bien y el mal, es preciso ser despiadado. Pues si uno lo es consigo mismo, no tendrá por qué no serlo con los demás precisamente, en la medida en que fuera necesario. La indulgencia y el perdón, lo mismo que la benevolencia y la caridad, son virtudes que casi siempre y por paradoja van emparejadas con la hipocresía, con la felonía, con la simulación y con la cobardía.
De ahí que es preciso ser despiadado, si uno es quién para sobrellevar los sufrimientos de los demás y comprender lo incomprendido, conocer lo inconocido, penetrar lo impenetrado y llorar un llanto no llorado —pues quien ha querido imponerse cosas tales a título de deberes, necesariamente tendrá que ser despiadado.
Cuarto — Hay que gobernar. Para percibir el pulso mágico, hay que gobernar. Para acercarse al abismo y no caer, aun alentando el firme propósito de caer; para quedarse quieto ante el espanto y esperar; para esperar y para estar siempre alerta, y para sufrir; para estar siempre en la acción, y para no desfallecer en el trabajo; para comprender el verdadero sentido del trabajo, y para no desmayar en la obra que se construye y que jamás se concluye, hay que gobernar.
Quinto — Y para gobernar y ser despiadado, tenemos que haber aprendido a ser humildes. Y dicho sea sin rodeos: quien no es humilde, no sabe ni siquiera dónde está parado. La humildad es el solo camino de la sabiduría. La humildad te enseña a saber quién eres, qué eres y cómo eres; lo que puedes y lo que no puedes.
Sexto — Hay que ser soberbio. Y nadie podrá serlo sin antes haber aprendido a ser humilde. Soberbia y humildad son cargas polarizadas que hacen desencadenar una corriente de alta tensión sobre el individuo, quien se verá sacudido por ingentes energías que le abrirán paso a un mundo intangible y de asombro, con poderosas intuiciones, con pálpitos y presentimientos por los cuales podrá acumular sutiles conocimientos en el misterioso tejido del trato con sus semejantes.
Séptimo — El hombre valiente y sincero, si es que quiere mantener incólume la dignidad del propio vivir, deberá liquidar sin más trámite todo racionalismo: el racionalismo es el mayor azote de la humanidad. Es incitador del embrutecimiento y de la estupidez. Es padre del humanismo. El evangelio del así llamado hombre civilizado. Mas no del hombre: el hombre es irracional por naturaleza. No necesita saber que dos y dos son cuatro. La razón no le interesa. Por los caminos de lo irracional llegará a comprender y a saber lo que precisamente aquélla es incapaz de enseñarle. Pues no bien intenta remontarse más allá de la razón, ésta se lo impide y le dice: «No seas cándido; ya sabes que dos y dos son cuatro, y no puedes ir más allá. Si afirmas que la razón no tiene razón, quiere decir que estás loco». Así la razón se opone al vuelo del hombre.
Ahora bien: ¿por qué tanto miedo a la razón; por qué esa fe ciega; por qué ese respeto y ese acatamiento a la razón, si la razón no es más que una figura mental, una idea preconcebida que desgraciadamente ha hecho carne en el hombre, y que por lo tanto le impide mirar más allá de la punta de su nariz? La verdad es que nada puede hacer el hombre sin el previo permiso de la razón. Y si quiere pararse de cabeza o desea tentar el movimiento perpetuo, ahí está la razón vigilando sus actos desde la cuna al sepulcro.
De tal manera que ya el hombre puede irse tranquilamente al demonio gracias a la razón, la cual precisamente ha hecho posible el viaje del hombre a la Luna, aunque con eso no haya sacado absolutamente nada, aun a pesar de los infinitos recursos malgastados en aras del progreso científico y en nombre de la razón, los cuales empero habrían servido para dar un poco de pan a millones y millones de hambrientos que perecen y mueren de necesidad en toda la redondez de la Tierra, por lo mismo que la razón jamás puede dejar de tener razón, aunque tan solo la tenga cuando aconseja que no se debe dejar caer una cosa a sabiendas de que puede romperse.
Mas nosotros sabemos ya que la razón no tiene razón, por lo mismo que la razón está reñida con la realidad.
De ahí que el racionalismo es el enemigo mortal de la humanidad. A fin de cuentas, es el instrumento eficaz por excelencia al servicio del poder económico de unos pocos, para ruina y degradación del hombre.
Y de ahí que queremos repetir sin cansancio: el racionalismo es un azote. Hay que liquidarlo.
Octavo — Es imprescindible forjar una imagen del mundo y del universo —una imagen propia y de uso particular, por así decirlo, que nos permita imaginar el sitio que ocupamos, que más tarde adquirirá el carácter de verdadera verdad.
Y para forjar semejante imagen será necesario mirar las cosas del mundo y las cosas del cielo.
En cuanto a las cosas del mundo, imposible es mirarlas de cerca; habrá que mirarlas en la distancia, siempre en la distancia.
Y las cosas del cielo, más aquí de la distancia: habrá que mirarlas en el Altiplano.
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Y he aquí un secreto que ahora me place divulgar a los cuatro vientos: el que quiera que tome nota; el que no, que lo deje.
Se trata simplemente de lo siguiente.
Una noche de invierno, con cielo despejado y sin luna, te vas al Altiplano; sin hablar ni decir nada a nadie. Una vez en El Alto, avanzas unos diez, hasta quince kilómetros en el camino, en dirección al Huayna-Potosí, y luego, después de verificar si no hay luces a la vista, que aun en la distancia pudieran romper la milagrosa oscuridad que ahora te rodea, te apartas del camino y te internas poco a poco en el descampado, sin mirar arriba; y mirando por el contrario la tierra que pisas, habiendo avanzado con extrema lentitud por espacio de diez minutos más o menos, y habiéndose acostumbrado a la oscuridad tus ojos, te detienes, siempre sin mirar arriba.
Ahora el silencio es muy grande. Por vez primera en tu vida percibes tu propia presencia. Estás solo. De pronto el resplandor del cosmos, que se cierne sobre tu cabeza, se hace perceptible y te permite mirar no ya la tierra que pisas, pero el planeta que habitas. En este momento deberás cerrar los ojos y tenderte muy despacio, con la cara al cielo y quedarte inmóvil. Siempre con los ojos cerrados; no lo olvides. Ahora eres sacerdote oficiando una ceremonia ritual. Esperas un tiempo; el tiempo circula en tus venas con un soplo de júbilo que te sobrecoge. Esperas aún; y luego abres los ojos. Es probable que sientas tus dedos arañando la tierra, en súbito arrebato de terror, buscando un asidero para no caer —para no caer al cielo.
Tamaña experiencia jamás se vivió.
Tus centros vitales y el aura, tu cuerpo putrescible, y el alma que te hace sentir que eres tú, habrán sido tocados por vibraciones de inimaginable poder.
Y de retorno en la ciudad, poseído por ingentes energías que sin duda te inducirán a meditar, habrás de dar gracias al cielo, habida cuenta que el júbilo no consiste sino en la búsqueda de un vivir en lo profundo.
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Echando una mirada retrospectiva sobre el camino recorrido, uno se queda atónito con la revelación abrumadora que surge de pronto, cuando se da cuenta de que las grandes verdades que uno perseguía se hallaban al alcance de la mano, aunque solo se harían accesibles con el correr del tiempo —esto es, con la distancia.
Y esas grandes verdades las constituyen precisamente los propios seres de carne y hueso con quienes uno se topa y con quienes uno habla en todas partes y a cada momento.
Ahora bien, los habitantes de la ciudad han sido siempre un auténtico misterio para mí, y por eso mismo toda mi gratitud es para ellos —en ellos y por ellos vive la ciudad, su cuna y sepulcro.
Enigmáticamente discurren todo el tiempo; y viven, mueren y se quedan, y jamás se van.
Pues por lo que crean la ciudad momento tras momento con sus vidas y sus muertes a lo largo de los tiempos, es por lo que son particular y singularmente inmortales.
Yo me pregunto qué habrá sido del señor Catacora, el relojero a quien le decían don Cata, que arreglaba relojes en El Alto y también en Viacha, y que viajaba continuamente a Machacamarca sin motivo aparente alguno, y por las noches se encerraba en su taller para tomar helados de canela y chicha de maní; y me pregunto dónde estará el señor Bautista Ayllón, el compadre del cura Ballesteros, que salía a comer bizcochos a la puerta de su casa y todos los domingos iba a pasear al Prado —y si me pregunto por aquellos seres a quienes ya no veo ni veré jamás, es porque sé muy bien que precisamente están aquí, palpitando en cada calle, en cada puerta y en cada esquina, y viviendo y muriendo en todo instante y naciendo perpetuamente.
¿Qué se haría el electricista que vivía en la calle Murillo, que andaba sin saco y sin camisa, y muchas veces sin zapatos, y que una vez lo mató sin asco al dueño de una chingana en la plaza Belzu? ¿Y el Cojo Clavijo, enemigo jurado del Partido Liberal y cajista de profesión, que se jactaba de ser espiritista de vocación y que se las daba de gran teósofo?
¿En qué pararía el pobre joyero Farfán, yendo y viniendo por calles y plazas con su eterno sombrero de paja, con sus embustes y sus patrañas; qué suerte habrá corrido el señor Aldunate, tocando la concertina y dando serenatas a diestra y siniestra, capaz de vender su alma por una copa; quién podrá dar razón del famoso veterano de la Guerra del Pacífico, que ya tenía cien años de edad y que sin embargo toreaba a las mil maravillas en el Olimpic, y además jugaba taba y era fanático por las peleas de gallos?
¿Qué se llamaría ese motorista del tranvía de Miraflores, gordo como no sé qué y malo como el maní crudo, que quería hacerse célebre por el simple acto de orinar a vista y paciencia de los pasajeros a tiempo que manejaba el tranvía, y que finalmente lo único que sacó fue hacerse botar?
Son preguntas, nada más que preguntas; y se quedarán por siempre jamás sin respuesta. En realidad son imágenes —puras imágenes. Y es esto lo que importa.
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Muchos de nosotros, aunque seguramente en forma inconfesada las más de las veces, guardamos en lo íntimo del alma el recuerdo de algún muerto, quien constituye de hecho nuestro muerto predilecto, por decirlo así, y lo rememoramos con frecuencia y depositamos en él toda nuestra confianza. Es un ejemplo y es también una fuerza, por lo que buscamos en él un aliciente y una tabla de salvación en nuestras horas difíciles, pues así lo vemos y así lo evocamos: es nuestro muerto y es nuestro ángel bueno, y vive con nosotros y vela por nosotros. Perfectamente recordamos su voz; su manera de ser y sus costumbres; sus decires y las particularidades de su carácter, alguna señal en su rostro, y aun la forma de su abrigo, el color de sus zapatos o el botón que le faltaba en el chaleco.
Y si contemplamos una fotografía o un retrato suyo, no es lo mismo.
Pues la imagen que perdura en nuestros ojos se proyecta en el vacío, en el aire matinal o en lo profundo de la noche, y allí se nos muestra vívidamente —de tal manera que aun podríamos reconstruir la historia toda de una vida, contando tan solo con la referencia de la imagen.
Es indudable que los muertos no constituyen un mundo aparte, sino que configuran una manera de ser en simetría con aquella que corresponde a los vivos. Evidentemente, el vivir se enaltece y cobra nuevas formas y nuevos impulsos bajo el signo de los muertos, pues en realidad los muertos no están muertos. Lo cierto es que el mundo de los vivos y de los muertos es uno y solo, presidido como está por la muerte.
Siempre recuerdo una época de extraordinaria lucidez, en que solía frecuentar la morgue del Hospital General de Miraflores, alguna vez acompañado por el que fue gran amigo mío, el ahora difunto José María Salazar —y me bastaba percibir el olor de los muertos flotando en la penumbra para sentirme como nuevo, con renovada fe y con insospechadas energías.
Era en verdad un baño de luz, un torrente de sabiduría; un trance de grave aprendizaje. Era cosa de contemplar a los muertos —y por esta contemplación se me revelaba el sentimiento del júbilo en su más profundo significado.
Más allá de un patio, más allá de una puerta, había un cuarto. En este cuarto no había nada; en realidad, había todo. Este cuarto estaba vacío —mejor dicho, era vacío. Y por eso era seductor. La densidad de la atmósfera, con el olor de los muertos, era temible, y eso era todo lo que había.
Pero había una pila de bronce, en un rincón. Y había una canaleta, en otro rincón. Aquí había una alta ventana —y no había nada más. Aquí los deudos encendían una vela y se persignaban y rezaban, y lavaban y vestían a sus muertos y los metían al ataúd y se los llevaban —y por eso este cuarto se quedaba siempre vacío, y por eso era vacío. Las manchas en las paredes, en los confines de la penumbra, eran visibles, pero el tumbado no se veía.
Aquí me gustaba estar a mí, parado largo rato en el centro del cuarto, con terror y con júbilo en medio del olor de los muertos.
Y tales momentos valían toda una vida —realmente, eran dignos de vivirse.
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Las páginas que siguen fueron escritas bajo el signo de los muertos. Están presididas por aquellos muertos que, habiendo vivido una vida que de algún modo se diferenció de las demás, son hoy y siempre una enseñanza para muchos que precisamente lo merecen, por haber tenido la rara virtud de ponderar a sus semejantes no por lo que tienen, sino por lo que son.
* Texto introductorio del libro Vidas y muertes de Jaime Saenz (Libros de la Resistencia, Madrid, 2021). La edición original es de 1986.
Autor
Jaime Saenz
/ La Paz, Bolivia, 1921-1986. Es considerado el escritor más importante e influyente de Bolivia tanto por la crítica nacional como por la internacional. Aunque su poesía se considera su obra maestra, sus trabajos ensayísticos, relatos y, especialmente, sus dos novelas, Felipe Delgado (1979) y Los papeles de Narciso Lima Acha (de publicación póstuma), son textos de culto en la actualidad. Ha sido traducido al inglés por Forrest Gander, Kent Johnson y luego también por Kit Schluter, al italiano por Claudi Cinti y Giampietro Pizzo, y al alemán por Helga Castellanos y Crista Fabry de Orías. Su obra cuenta con varias ediciones en distintos países de Iberoamérica.