Tercera parte de tres. Puedes leer aquí la primera y segunda parte de este ensayo.
6.
Las premisas sobre las que Cadenas sustenta las reflexiones reunidas en Apuntes son de muy fácil enunciación, pero están cargadas de muchas y difíciles implicaciones teóricas: el mundo es un misterio, la vida es un misterio, uno mismo es un misterio. El mayor problema está en que no es fácil darse cuenta de esto.
No es precisamente el caso de Rafael Cadenas, quien reconoce abiertamente: “Para mí todo es sagrado porque todo pertenece al misterio” (693). El hecho mismo de poner de relieve este panenteísmo de fondo resulta paradójico, pues supone que es propuesto desde la conciencia de aquello que por definición es “el enigma, lo inexplicable” (695). En definitiva: ¿es cognoscible o no lo real absoluto? No parece posible una respuesta unívoca a esta pregunta. Es cierto que lo en-sí escapa a la experiencia ordinaria (sensación, percepción o comprensión discursiva), en virtud de que no se trata de un ente obstante; pero no se cierra a la posibilidad de una intelección noética: algo que se adscribe al ámbito de las experiencias de lo radicalmente inteligible y de lo místico. Es posible, entonces, acceder a lo que es por medio de la vivencia: el acontecimiento en el que el alma contempla sin mediaciones las realidades esenciales, el instante en que se supera la escisión sujeto-objeto, el punto-momento en el que se revela la condición a la vez trascendente e inmanente de aquello que genuinamente es.
En los dominios del rigor místico, ese modo de la experiencia alcanza a realizarse, de manera privilegiada, por obra de la ascesis. Pero Cadenas recela con énfasis e insistencia de esta opción, por lo que en Apuntes menudean las censuras contra misticismos como el de Teresa de Ávila y el de san Juan de la Cruz. “Vivo en riña cordial con los místicos” (696), reconoce el poeta, y en especial les reprocha su conflicto con las criaturas del mundo (677), su exaltación de las mortificaciones que niegan la vida concreta en aras de la fusión con lo divino (687), su rechazo a la idea de que “el cuerpo es un don” (696) que no puede ser separado de su fundamento, en virtud de que “forma parte del mismo torrente” de cosas que en el mundo son (696), y su repudio de la cultura (697-698), entre otros aspectos.
El poeta Cadenas se asume a sí mismo, de entrada, como parte del universo entero de lo real, con todo lo que guarda de enigmático, vitalmente inaprehensible. Como proclama en Gestiones, a propósito de lo real-fundamental, “no lo podíamos separar/ de nosotros./ También éramos eso” (393). En congruencia con esa visión tan decisiva, el también autor del formidable poemario Memorial puede dejar sentado que “mi ‘verdad’ es un sentir la realidad como un misterio, desde la cosa más ‘insignificante’ a la estrella más sorprendente”.1
Esa actitud existencial facilita la apertura de la conciencia hacia la espera de la revelación, en la medida en que —en un sentido cercano a la Gelassenheit (serenidad) heideggeriana— permite el despliegue libre del ser. Mientras las religiones instrumentalizadas, la fijación en ideales inmutables e incuestionables, los excesos inherentes a los esquemas racionalistas y positivistas, obturan toda relación profunda con lo que es (695), la refinada humildad de la consustancialidad con el mundo abre cauce, tanto al “sentimiento del misterio” (690) como a la irrupción del misterio mismo. Y acaso una de las experiencias más inmediatas de la efectividad espiritual de ese abrirse a lo real es la del “regalo carente de prestigio, pero portentoso, de la normalidad. De la normalidad con sentido del asombro” (688). En lo más cercano y normal tiene su sede el misterio, a la espera él también de las almas despiertas y libres de urgencias pragmáticas que lo esperan.
7.
Como ya se ha visto, en el criterio de Cadenas, el misterio no es mera transcendencia. Al contrario: el enigma, lo indescifrable por vía discursiva y simbólica, lo inefable, también reside en las cosas presentes en nuestro espacio de desenvolvimiento existencial cotidiano y aun en uno mismo.
Para el poeta, el misterio radica también en la unidad óntica que nos configura como personas, en el cuerpo que finalmente somos y que convendría ser visto como “maestro del yo en lugar de su esclavo” (697). A fin de cuentas, nuestro propio ser individual, incidido por ese elemento problemático en grado sumo, que es el ego, es nuestro enigma más cercano y, acaso por ello, el de más difícil desciframiento.
En el caso de Cadenas, como en el de cualquier persona avezada en estos asuntos de lo místico, la certeza anterior se sustenta en una intensa experiencia del mundo y actúa como premisa cierta de una búsqueda ferviente y constante, en pos de vivencias aun más profundas y espiritualmente realizadoras. Ese anhelo basta para justificar toda tentativa por avanzar por el camino que conduce a lo que es.
Pero también está la situación de los espíritus inanes, las conciencias obtusas, las sensibilidades mutiladas, incapaces de captar ninguno de los constantes destellos del misterio. Aun así, pese a que parecieran yacer en el fondo de la caverna platónica, en todo momento está abierta la posibilidad —no siempre explicable, por cierto, por lo que también es parte del enigma— de que esas almas embotadas decidan caminar hacia el mundo, no exento de sombras y opacidades, de una luz a la postre inaprehensible.
Según indicios que el propio poeta ha dejado entrever, cuando no mostrado sin ambages, Cadenas ha efectuado esos dos modos de busca espiritual: primero, desde la vacua inconsciencia del yo sumido en la ilusión y la hybris personal, hasta la iluminadora constatación del misterium mundi; luego, a partir de ese significativo beneficio a cuestas, hacia la experiencia de toda revelación de lo real, sea del grado e intensidad que sea. Así que, según confesión propia, “después de todas mis vueltas, siempre regreso a un mismo punto: al misterio” (701). Y acaso esa persistencia tiene como motivación irresistible el hecho y la posibilidad siempre abierta de sentir y vivir bajo la “gravitación magnética” de esa realidad que, según la célebre intuición de Heráclito, juega a mostrarse y ocultarse. No ha de extrañar, pues, que tras esos ires y venires del espíritu, Cadenas concluya con firmeza que “el misterio es una evidencia tan contundente como la realidad misma, de la cual no se diferencia”; razón por la que “se siente de manera constante” (701).
Por lo demás, el interés de esos juicios de Cadenas no se limita al ámbito de la vivencia personal y sus réditos espirituales. Por ventura, se proyecta al plano del lenguaje y de la expresión poética, que no se puede disociar del ser completo del poeta y que depara los frutos más apreciados a quienes reciben su poesía y, en general, su escritura.
Desde el comienzo de su peregrinación por los parajes de lo que es, Cadenas constata que el misterio es “lo que hace obligatorio el silencio” (695): aquello que, por inefable, por pertenecer a los dominios “de lo impensable”, hunde sus raíces allí “donde reina el silencio inexpugnable” (695). Y, en su caso, ese descubrimiento no se da como un acontecimiento de cariz meramente lingüístico o fonético, sino como “una sensación que me acompaña desde hace tiempo [:] la de mi dependencia casi total de eso innombrable” (691). En definitiva, el único fruto de la rigurosa búsqueda espiritual es el silencio; pero, en lugar de concitar algo como un estado de decepción y aun frustración, eso que se convierte en una herida a la larga imposible de restañar se trasunta en una especie de consuelo estético, en la medida en que halla en la poesía una vía de reconversión positivamente espiritual.
Con esa compensación medio sosegando las tormentas de su ego, Cadenas descubre la paradoja que acompaña como sombra al silencio místico. Aun cuando, ya en sus diálogos con la poesía de san Juan de la Cruz —todo un vaivén de empatía y disenso—, se percata de los límites del lenguaje que pretende dar cuenta de la experiencia mística (682), también advierte y disfruta la admirable pericia con que algunos místicos prominentes registran sus vivencias en clave poética, así como la asombrosa profusión con que pueden hacerlo. “Los místicos desdeñan la palabra […] pero suelen usarla con maestría” (698), asienta el poeta. Idea que también expone, al menos, en la ya referida conversación sostenida con Harry Almela: “El místico busca el vacío, pero al mismo tiempo escribe mucho”.2
El dejo de asombro que acompaña a la comprobación de ese hecho se intensifica cuando se descubre que el buen decir de los poetas místicos no responde a la intención de deleitar “lingüísticamente” a ningún lector ( 676). Pero el pasmo no termina ahí. No es fácil comprender cómo el raro continuo inefabilidad-poetización de la experiencia absoluta pueda derivar en algo demasiado parecido a la incontinencia verbal. No se entiende cómo, por ejemplo, el autor hindú de un libro sobre el despertar de la conciencia cósmica haya producido más de ochenta obras adicionales, pese a que —según advierte Cadenas— arremete sin cesar contra la palabra y los riesgos que comporta para el espíritu (698).
No sería de extrañar que buena parte de la andadura poética de Rafael Cadenas deba su fuerza y entidad al hecho de aceptar el envite de esa paradoja consistente en tratar de decir lo indecible —apurar los dones del lenguaje, a sabiendas de su impotencia ante el misterio—, acatando los rigores de la contención expresiva. Así que debemos creer al poeta, cuando confiesa en Gestiones: “Nunca he sabido de palabras/ tanto como quise.”
1 R. Cadenas, Entrevistas, p. 266.
2 Ibid., p. 150.
Autor
Josu Landa
/ Caracas, Venezuela, 1953. Filósofo, ensayista y poeta, profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Entre sus libros cabe destacar Treno a la mujer que se fue con el tiempo (1996), Estros (2003) y Anafábulas (2014) y La balada de Cioran y otras exhalaciones (2016), así como los ensayos de Tanteos (2009), Canon City (2010), Maquiavelo: las trampas del poder (2014) y Teoría del caníbal exquisito (2019).