mayo 2020 / Reseñas

Alberto Ruy Sánchez, Dicen las jacarandas, Ediciones Era, 2019, 96 pp.

Crecí en la colonia Del Valle de la Ciudad de México, que, como otras de la capital, goza de cielos amoratados durante los primeros meses del año. Mi madre me cuenta que en el kínder yo jugaba bajo un enorme árbol de jacarandas que había en el patio. Me divertía con las flores, las recogía y las acomodaba como largas ramas en las bases de las ventanas de la escuela —una forma de prolongar su vida y promover su presencia entre el suelo y el cielo, sus dos hogares—. Jugaba también a preparar “tés” con sus hojas y ocupaba sus pétalos lila para hacerles casas a los insectos. Sus colores me inventaron los días de niña, el gozo y la sorpresa. No recuerdo de qué color era la escuela; hoy, para mí, era morada en primavera y no en invierno. Esta memoria infantil me la ha regresado, cálidamente, la lectura de un libro de poesía.

“El gozo es primero de orden sensible. Quién no ha conocido esta sensación: lo real, ante nosotros, se ilumina, empieza a respirar en armonía con el mundo como con nosotros mismos. El espectáculo nos llega a la vez del exterior y del interior”: estas palabras de Petr Kral pueden bien expresar la experiencia de leer Dicen las jacarandas, de Alberto Ruy Sánchez (Ciudad de México, 1951). Esta obra, que me ha regresado días olvidados, nos permite ver, como por primera vez, aquellas flores que refrescan las calles y nuestra mirada cada primavera en la Ciudad de México. Un espectáculo que contemplamos gracias al poeta y que termina de florecer en la sensibilidad del lector —quien, poema a poema, torna su vista morada hasta confundirse con las flores que lo deletrean.

Dicen las jacarandas es breve pero lleno de vitalidad, como la temporada de sus árboles. El autor es un ilusionista: presenta flores traducidas en poemas —a su vez traducidos en flores—, convertidas en una sensibilidad flamante que nos permite residir de un modo distinto entre lo conocido. Inaugura el libro la imagen de una jacaranda absoluta que se multiplica y hace crecer sus raíces a lo largo de todos los poemas. El primero, “Estas palabras”, es un susurro sutil que comienza una constante en el libro: las jacarandas como imágenes e historias en potencia.

Cada ramo en la rama amoratada
es el ritmo alterado de su savia.
Delirio de sus venas que florece,
hervor de tierra dócil, embriagada.
No parecen pétalos, son palabras,
racimos de sílabas que palpitan.
Cuentan mil historias que el aire entiende:
amores y desamores, lamentos.
Cantan los goces que se multiplican,
los placeres fugaces y secretos.
Son animales, sabores, anhelos,
humo, premoniciones, amenazas.

Como si se tratara de la “Danza del intelecto” de Charles Olson, las flores de las jacarandas son una caligrafía de posibilidades; nos llevan de una intuición a otra con agilidad y fluidez. Frente a ellas, nuestro pensamiento se agita como sus flores con el viento, que son ellas mismas pero también palabras, animales, historias, anhelos. A través de la contemplación de sus destellos lila, el observador de la jacaranda que nos muestra el poeta supera sus circunstancias y las eleva a la fantasía y la imaginación. Las jacarandas son potencia, “Quimeras citadinas”:

Hay quienes las ven palomas
Devoradoras de búhos,
Quienes descubren dragones
Amoratados de susto

Yo las veo como centauros,
Improbables y posibles,
Casi humanas, casi equinas,
Casi flores, casi frutos.

Su potencia, su identidad móvil, ser flor y ser otro, remite también a lo cíclico de la naturaleza, a la transición inevitable de la vida a la muerte; pero las jacarandas plantean también un estado intermedio entre ambas: una fantasmagoría que se siente en aquellos árboles sin flores pero que florecerán, y aquellos florecidos que pronto se quedarán sin pétalos morados. Las jacarandas son “plenitud fugitiva”. “Su incendio cumple un destino: dura poco y dura siempre”, como enuncia en “La llama amanece”. La presencia de estos árboles va más allá de la vida.

Inmortales y fugaces

Se precipitan
Al piso
y al mismo tiempo
renacen
en la rama.
Como si vivieran
más allá de la vida.

Las jacarandas superan la disyuntiva de ser y no ser. Estos árboles torcidos, eternos en su incesante transición, son una “fascinante brujería” que trastoca las calles. Su metamorfosis no solo se evidencia en su propio ciclo natural: los poemas sobre la llegada de este árbol a México —una historia que reúne a un jardinero japonés con Brasil y México, pero también una historia perdida en la eternidad de la naturaleza y el mito— remiten a su condición migrante, a un fluir entre geografías lejanas que hacen que las jacarandas del libro parezcan infinitas —“nubes cambiantes en el cielo del ojo” como menciona Aurelio Asiain en la cuarta de forros—. Sus flores, ramas y raíces viajan comunicando latitudes, tiempos e historias.

Mitología amazónica

Entre las llamas fugaces
de su alerta escandalosa
me salpican los destellos
de su origen hecho mito.

Jacarandá allá le dicen,
y ella ligera resuena.
En guaraní, que es su lengua,
quiere decir perfumada.

Jacarandá huele a selva
y a corteza curativa,
a madera sonrojada
y fértil desenvoltura.

Sus semillas en estuche
nunca se vuelven sonajas.
Oyen los ritmos del viento
y después les brotan alas.

Si en su historia puso aliento,
en su floración, exceso:
ella extiende el Amazonas
a la puerta de mi casa.

El viaje de las jacarandas también se aborda en los poemas “Mitología japonesa” y “Migraciones”, que cierran la primera parte del libro justo antes de entrar a “Calle afuera”, donde se encuentran poemas que promueven las ganas de redescubrir lo común, de erradicar el aburrimiento de la mirada. En estos poemas hay “flores que en filigrana/ se meten entre nosotros”, entre edificios, en las esquinas, en el Hospital Español, expandiéndose por los aires en todas direcciones, como si los pétalos refractaran su color por doquier. Gracias a las jacarandas, “florece el cielo en el suelo” y en todo lo que las rodea. Así, por ejemplo, en “Tiempo de espejos”:

Como una orden del cielo
algo que cae estruendoso,
que brilla, aunque no truena,
que grita, aunque en silencio.
Se siente como en un sueño
aunque estemos bien despiertos.
Nos hace abrir más los ojos
aunque nos los deja quieros,
como si fueran cerrados
por el golpe del asombro.

El tiempo de los espejos
llega y así establece:
el piso en flor, como el cielo,
y el ánimo que se eleva
al caer las jacarandas.

El espíritu vibrante de las jacarandas se refleja también en el ánimo de quien las contempla, en su intimidad. “La jacaranda en mi mano” comienza con los versos: “Mi mano es como la calle/ cuando caen las jacarandas,/ Se llena de algo sonriente”. Los árboles no solo son un espasmo urbano y ajeno, un lejano jardín secreto y colgante, sino una fuerza que atraviesa a quienes los admiran, trastocando las percepciones de su propio cuerpo: “Las líneas de mi mano caminan palma arriba sobre las líneas trazadas en la copa de una flor”.

Unos poemas después, las transformaciones continúan en “Serpientes sacrificadas”, donde las jacarandas se comportan como cuerpos animales que se conectan con la Tierra. La jacaranda sigue expandiéndose y mutando incesantemente, abrazando lo que encuentra a su paso:

Como animales muy viejos,
sus troncos torcidos,
sus cicatrices.
Y de pronto, cambian de piel
y ostentan mil escamas moradas.
Por unos días
son misteriosas mutantes,
irreales, poseídas.

Si desde abajo las miras
sus ramas más elevadas
parecen brotar del cielo
como venas muy finas.
Se van ensanchando
hasta hundirse en la tierra
como serpientes
en su guardia.

El libro cierra con las voces que otros, en distintos tiempos y parajes, han dedicado a la belleza y fugacidad de los árboles y las jacarandas. Ruy Sánchez recupera a Robert Frost, Hermann Hesse, Joaquim Machado de Assis, Jorge F. Hernández y Severo Sarduy, entre otros, como si recogiera flores del suelo para que vuelen otra vez. Tal como los árboles del poemario susurran historias, lo hacen los amigos y autores leídos por el poeta para nutrir las hojas de este libro, mitad árbol, mitad bosque.

Los poemas de Dicen las jacarandas vinculan y acercan a todos los seres en distintos momentos y espacios, gracias a esta fecunda flor. Sus hojas refrescan, incluso, a la mirada más impasible. En dichos poemas, las relaciones florecen flexibles y ligeras; las flores son centauros, gestos, deseos, plumas y memoria. Son animales, instintos, sombras, bosques, gritos y galaxias. El arriba y el abajo entran en comunión; ramas y venas se encuentran; calle afuera y calle adentro se reflejan mutuamente. En la poesía de Alberto Ruy Sánchez —como decía Kral—, lo real se nos muestra como un gozo iluminado y armónico.


Autor

Valeria Villalobos Guízar

/ Ciudad de México, 1994. Estudió literatura latinoamericana en la Universidad Iberoamericana y periodismo y literatura argentina en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente se dedica al periodismo cultural en diversas revistas especializadas.

mayo 2020