Abro los ojos justo
cuando el guanaco cruza el asfalto
no hay nada más que el guanaco y el asfalto
ni mis ojos
y en el fondo un oasis, dice el hombre que maneja,
que esa no es una montaña
pero un engaño de la vista
No dice lo mismo del guanaco que casi nos mata
en la ruta recta, recta, impávida,
al costado la tierra verde, amarilla, roja,
se turna con el guanaco de oro
que trota, libre de lo que lo detuvo
cuando mi abuelo hizo traer su estatua
para coronar la casa del mar
Desde la playa
los turistas la reconocían por el guanaco
ya escribí a este guanaco
que se pierde en la intemperie
ahora además perdió una oreja, la casa es de otros,
no les importa ese animal articulado por los alambres
y endurecido por el cemento, pintado de blanco
Puedo decir sin dudar que en estas tierras
nada es blanco
ni el guanaco en carrera, ni todos los que veremos después, que son
el mismo único guanaco imperial,
ahora madre y cría mordiendo polvo, entre las breas,
protegiéndose de los pumas, de los padres,
del guanaco, los guanacos
alimentándose del agua que guardan los cactus
como si besaran camellos
en el silencio estrecho de las montañas
Ahora puedo decir que el animal conoció aquel color
por culpa de mi abuelo
y también por su favor, que la sal
no le era novedad
Y que cuando mi cabeza de tierra pesaba
sobre mis hombros de tierra
y la dejé caer, cerrarse unos minutos
sin que nadie lo notara
vi el color que hace millones de años
moldea el mismo viento
que lo vi antes de verlo después
cuando lo que tanto prometía el horizonte se trajo
suspendido en las alturas, cóndores
imprimiéndose, lentas pecas negras,
sobre el gran paredón de la especie
en el que nadie dibujó
cuando se pudo dibujar
animales diferentes.
Un hombre añejo me confesó
que el violeta es su color más querido,
el color
de la descomposición de la luz.
En los cuadros que me mostró
parecía, sin embargo,
un color alegre.
“Yo, por ejemplo, nunca pensé que iba a pintar
una cara de mujer violeta, como esa”,
la vista perdida
fija
en lugares que ya no se podrían visitar.
De todo cuanto me dijo esa tarde no saqué nada en limpio,
pero llegará el día
en que este día
me parezca lejano, insincero.
Ese es el día al que tengo que llegar
como este hombre a su cara violeta.
Eclipse
Retiro la piedra
—la había hundido en la noche
con mi mano helada asomando
del pulóver celeste, la puse
en la pequeña mesa del balcón
para que reciba sus señales
pero ahora la retiro, leí
que no conviene, ni tampoco hacer celebraciones, ni tampoco
actuar como si nada, ni poner a cargar el tarot,
nadie conoce su verdadera edad,
cuán cerca está del día en que será menos joven que nunca
Una noche en el morro
mientras los monos se colgaban entre sí, nudos marineros,
también retiré de la noche
la suerte que había decidido
poner al servicio de fuerzas mayores
Titubea mi pulso débil, cobarde,
es tarde para esas cosas y para todas
las que configuran un destino
se llega tarde del todo, siempre,
cuando no se ha llegado a tiempo
Pero la luna y sus mares
su robusta indiferencia
también tiemblan.
Autor
Valeria Tentoni
/ Bahía Blanca, Argentina, 1985. Escritora y periodista. Ha publicado los libros de poesía Batalla sonora, Hologramas, Ajuar, Antitierra y Piedras preciosas, así como los libros de relatos El sistema del silencio y Furia diamante. Es editora del blog literario de Eterna Cadencia (Buenos Aires, Argentina).