diciembre 2019 / Ensayos

Pound es mi pastor, nada me faltará: introducción a José Molina

Los párrafos que vienen a continuación se proponen la tarea de aquilatar, con un sesgo de objetividad que para mí será prácticamente imposible conseguir (y cuya suposición como objetivo deseable es también sumamente discutible), la producción poética de José Luis Molina Robles (Salamanca, 1975 – Oaxaca, 2019), en el contexto de su paso por distintos lugares y paisajes humanos, donde dejara, en cada uno de ellos, una estela de calidez y cercanía difícil de olvidar. En consecuencia, el lenguaje para esta tarea será deliberadamente austero, en la medida en que intentaré dejar de lado aspectos biográficos, para subrayar en lo posible el legado de Molina como parte de una(s) tradición(es) con la(s) que siempre mantuvo una relación de examen y conflicto. No negar, entonces, que fuimos amigos, sino asumir esa amistad desde su esfera textual, desde su injerencia lírica.

José Molina, para muchos Pepe, fue un poeta mexicano, traductor desde varias lenguas, apóstol de la(s) vanguardia(s), creador de talleres literarios, ciclista, librero y padre. Viajero constante, se afincó finalmente en su Oaxaca no natal, pero a la que adoptó como hogar verdadero y que lo adoptara también como uno de sus hijos favoritos. Y amigo, uno de esos que terminan siendo un privilegio poder llamarlos así.

Panegíricos aparte, este libro reúne la totalidad de su obra poética, al menos la que conocemos hasta ahora. Alan Vargas y Rodrigo Landaeta han hecho un trabajo de prolijidad encomiable al reunir todo lo que se ha podido encontrar de su producción lírica, en una investigación detectivesca que no ha ahorrado ningún esfuerzo por lograr su objetivo: darle a los lectores la oportunidad de bucear en el conjunto de una escritura signada por un afán permanente de exploración.

En el segundo semestre del año 2003, me topé con Pepe en las clases de Teaching Methods for Foreing Languages [Métodos Educativos para Lenguas Extranjeras] y Poesía de la Generación del 27, si es que no recuerdo mal el nombre de los cursos donde de inmediato nos reconocimos mutuamente como náufragos. Estábamos en un pueblo llamado Iowa City, que, a pesar de sus famosos talleres literarios y sus anhelos cosmopolitas, seguía siendo un pueblo del medio oeste norteamericano, con todos sus vicios y virtudes. La primera de esas clases nos costó sangre, sudor y lágrimas, porque la profesora con nombre bíblico que daba ese ramo nos tenía entre ceja y ceja. La otra asignatura resultó ser, en lugar de un panorámico sobre la mentada generación, un monográfico dedicado casi en exclusiva a la obra de Federico García Lorca y cómo terminar odiándolo. Su poesía, nos decía la figura quijotesca de nuestro querido profesor, “te agarra por la corbata” (frase que iba siempre acompañada de un estremecimiento del anciano maestro, quien, de acuerdo a lo que pudimos concluir cuando por gracia divina terminó aquel semestre, no debía haber leído a Lorca más allá del Romancero gitano).

Pese a estas penurias, ya habíamos empezado a trabajar juntos. Por una parte, nos hicimos cargo de la revista Torre de Papel, de los estudiantes de postgrado de la Universidad de Iowa. Y también algunas otras empresas, como la publicación de algunas plaquettes con la efímera pero no menos noble editorial F y 3ra.1 Para efectos de este prólogo, fue allí que salió ese texto inencontrable como es Kaligari, hasta donde entiendo la primera publicación individual de Pepe.

Kaligari (diciembre del 2004) era un brevísimo volumen de un poema largo (o cinco poemas cortos íntimamente relacionados), donde un Molina enfervorizado por sus lecturas del Octavio Paz de Blanco, con las enseñanzas de Hugo Gola a cuestas y Oliverio Girondo bajo el brazo, pasea con un verso de pocas sílabas y (aparentemente) descoyuntado, a través de una constelación de temas, a pesar de lo sucinto del conjunto. Si tomamos como referencia la película alemana a la que pareciera aludir el título (aun cuando, lo asumo, la relación puede ser lejana y buscarla a pesar de todo, arbitrario), podríamos leer estos textos como un afán antiautoritario donde la desconexión sintáctica y el tono abstruso, o supuestamente abstruso, pretendían ser primero una marca de fábrica autoral (sello que se mantendrá en la publicación casi coetánea de ese momento, Azar, de la que nos ocuparemos de inmediato) y luego un indicador de dos cosas.

Primero, gestos escriturales que son señales de identidad. En el último poema, por ejemplo, Un ave/surcando/las paredes…”, se transforma pronto en

un ave
en vuelo

una vez
un soplo
grandioso

La aliteración de un ave y una vez, entre la rima vocálica de soplo y grandioso, quiere subrayar el peso específico de las palabras no como meros transmisores de significado, sino también como significantes independientes. Este tipo de juegos se mantiene y prolifera en Azar. Pero en segundo lugar, esta ave en vuelo es un recordatorio de que la poesía era o es para Pepe carecer de esencia, es cambio y no permanencia —por lo menos en esta su primera etapa.

Azar, por su parte, se establece ya como libro, si bien todavía de escasa extensión. Este será un rasgo que acompañará la producción de nuestro autor a todo lo largo de lo que alcance a publicar: su libro más lato, Juno Desierta, tiene 82 páginas. Símbolos patrios no alcanzó las cuarenta. Ligereza, fugacidad, movimiento. Vila-Matas podría haber incluido perfectamente a José Molina en su historia de la literatura portátil. La correspondencia que mantuvimos volvía una y otra vez al mismo tema, a la misma pregunta que le hacía: “¿dónde estás?”, que significaba más bien “¿dónde estás ahora?”

Pero volviendo a Azar. Dividido en tres partes (“Azar”, “De-vagar” y “Ars (poética)”), es particularmente la última de estas secciones la que llama la atención, en la medida en que es una declaración de principios en torno a la multiplicidad de la tradición poética a la que José adhería, y al mismo tiempo una hoja de ruta que le permitió filtrar esa herencia y apropiársela. Estos versos me parecen los más ilustrativos:

                                    Un arte que presentifique
                                                                                   El objeto poético,
                                                                                                          Drenar las tradiciones para
permitir que todo pase
                                                           en este río menos el río.

No son gratuitas estas palabras. Las anteceden una serie de referencias, evidentes algunas y otras no tanto, a una larga lista de autores (Neruda, Moore, Gelman, cummings, Paz, Hölderlin, Cavalcanti, entre otros), en la que resaltan, con peculiar frecuencia y poder, las menciones de Ezra Pound. El nombre del poeta norteamericano que cambiaría los destinos de la poesía del siglo XX, junto a algunos de sus contemporáneos, se repite en este prólogo y tal vez sería bueno explicar por qué: cuando había vuelto de alguna de sus estancias como estudiante en el extranjero, no sé muy bien si de Francia o de Italia o de Estados Unidos, Pepe llegó con la efigie de Pound tatuada en el brazo, y cada vez que se le preguntaba por ella, repetía esta frase como un mantra: “Pound es mi pastor, nada me faltará”.

Sin embargo, nos quedaríamos cortos si atribuyésemos el título de este libro y la influencia poundiana en él a esta mera anécdota. Por el contrario, si esta última es significativa, lo es porque pone en evidencia lo profundo que había calado en nuestro poeta la escritura y la ética del autor de los Cantos. Digo “escritura” dado que Molina parece haber tenido muy presente el precepto aquel que dice que: “Es mejor presentar una Imagen en toda una vida que producir obras voluminosas”,2 pero también aquel que invita a “no usar una palabra superflua, ningún adjetivo que no revele algo”.3

Esta fuerza reconcentrada del vocablo se transluce a todo lo largo y lo conciso de la obra de Molina. La brevedad de su verso nunca es debilidad. Al contrario: esa reconcentración en torno a la palabra, en torno a la misma sílaba y, también, la letra, esa exploración estructuralista en las unidades mínimas del poema, ese no dar nada por hecho fueron un sello indeleble de su poesía.

En un fragmento de “Ars (poética)” el autor llega a repetir tres veces: “Releer a Pound/Releer a Pound/Releer a Pound”. Y también lo cita sin explicitarlo, cuando re-elabora el dictum del viejo poeta: “Hacerlo Nuevo!”4 Así, el “presentar una imagen” del norteamericano deviene “Un arte que presentifique/El objeto poético”, un intento por hacer del lenguaje poético uno que privilegie los objetos y se aleje de las abstracciones. Pero también “Drenar las tradiciones para/permitir que todo pase/en este río menos el río”, de acuerdo al ars de Molina, se relaciona directamente con otro de los postulados de Pound: “Deja que te influyan la mayor cantidad de grandes artistas que puedas, pero ten la decencia de reconocer de inmediato la deuda, o trata al menos de disimularla”.5 Un llamado a sacar lo mejor de la tradición, pero también a hacerla propia. A no entenderla como un mausoleo, sino como un banquete del cual podemos participar con pleno derecho.

Si bien estas consideraciones son perfectamente aplicables a los futuros libros de poesía que publicase Pepe (me refiero, sobre todo, a Juno desierta, Theatrum rerum, ambos del 2011, y a Símbolos patrios, un año más tarde), es clara la aparición de un cambio de paradigma. Sin abandonar el sometimiento riguroso de la palabra a un ejercicio de extracción de todas sus posibilidades, estos libros logran situar la poesía de Molina en una apariencia referencial que los hace identificables, en alguna medida, con un tema específico. Símbolos patrios, por ejemplo, se podría calificar, no sin cierta ingenuidad que al menos intentaremos explicar, como el libro más mexicano de Molina. La recurrencia de imágenes de la cultura popular (el fútbol, el Chavo del Ocho), su (intento de) arraigo en señas de identidad “mexicanas” para un libro cuya primera edición, sin embargo, fue hecha en Chile y donde las mentadas señas de identidad son, igualmente, compartidas en gran parte de Latinoamérica, pueden ser esgrimidas como su paradójico intento por mostrar su proveniencia, sin olvidar que esto fue escrito por quien también señalara en su momento la importancia de “Demostrar que Grecia es Irlanda”, como se lee en las páginas finales de Azar.6

Ese “Demostrar que Grecia es Irlanda”, me disculparán que insista en el tema, es una invitación, tal como el resto de su “Ars (poética)”, y —si me apuran— también el resto de su obra, a hacer libre uso de una tradición que no se circunscribe ni a México ni a América Latina ni tampoco al español, sino al conjunto de las lenguas y las artes disponibles, desdeñando cualquier otro tipo de jerarquías y aduanas que no sean las provenientes de los mismos textos. Así, Molina dejaba atrás cualquier mochila identitaria y todo asomo de un nacionalismo que hubiese sido, por definición, ajeno a un poeta como él.

Ya en El manantial latente, la tan comentada antología de Lumbreras y Bravo Varela,7 podemos ver que José Molina no está solo en estos empeños:

[…] el grupo de Contemporáneos —y más tarde Octavio Paz—, activos nacionales de este contexto universalista, emprendieron la traducción y el ensayo como contrapuntos de la escritura poética, no como actividades ancilares. […] Introdujeron en México, casi al par de sus salidas editoriales en Europa, a los nuevos clásicos de la literatura occidental de entonces (Juan Ramón Jiménez y la Generación del 27, André Breton, Benedetto Croce, André Gide…)

A propósito de esta antología, quisiera hacer aquí una pequeña digresión en torno al lugar que ocupa(ría) José en la poesía mexicana. Dice Julián Herbert, en sus apuntes sobre poesía mexicana contemporánea titulados Caníbal, que las visiones maniqueas en torno a ella no hacen sino reducir las posibilidades de comprenderla a cabalidad. Para Herbert, las disputas entre grupos que se autoproclamaban y/o fueron denominados como cultistas y coloquiales, primero, luego como exquisitos y experienciales (polémicas que atravesaron décadas de la historia de la lírica de México), no son capaces de cartografiar con precisión las coordenadas múltiples y el permanente movimiento de las distintas poéticas que conviven en tal país. Ante tamaño esquematismo, Herbert ve con mejores ojos el ordenamiento propuesto tanto por la pareja de Lumbreras y Bravo Varela en El manantial latente, así como los puntos cardinales ofrecidos por Jorge Fernández Granados para orientar las tendencias existentes en la poesía mexicana desde los sesenta en adelante y que, en lo esencial, me parece guarda cierto margen de consonancia con Lumbreras y Bravo Varela.

Para nosotros, estas formas de leer la poesía mexicana nos interesan en la medida en que una escritura como la de José Molina, calza y no calza con tales puntos de vista. Poeta experiencial, su mayor experiencia fue, sin embargo, la del lenguaje. Pero la brevedad de su obra y de su verso, el hermetismo que tampoco desdeñaba, lo acercan al mundo de lo inefable, aunque nunca dejara de lado el poder de la imagen. Habiendo dicho esto, creo que aún falta hacer otra precisión. Y es que no se puede excluir de esta ecuación la figura de Hugo Gola, mentor y modelo no sólo de Pepe Molina, sino de varios más, dentro y fuera de Oaxaca. El legado del poeta argentino exiliado en México, fundador y director de la revista Poesía y poética, en una primera etapa (1988-1999), para crear inmediatamente después de esta El poeta y su trabajo (2000-2010), sólo en fechas recientes ha empezado a estudiarse en toda su valía, y queda, en consecuencia, mucho por hacer.

Si estamos hablando de las reyertas, disensiones, disputas o batallas por un campo cultural entre nacionalistas y extranjerizantes,8 entre exquisitos y experienciales, es imposible no considerar el aporte y la influencia de los distintos actores extranjeros en la conformación de las distintas corrientes de la literatura y la poesía mexicanas. Y, aun cuando el tema excede el propósito y el espacio de estas páginas, sí podemos, en cambio, traer al menos por un minuto a colación el nombre del poeta y profesor argentino. Porque, como ha quedado dicho, si Pound es una pieza clave en ese rompecabezas que es Pepe Molina, hay otras dos figuras conosureñas, específicamente rioplatenses, que nos ayudarán a completarlo. Uno, ya se sabe, es Gola, con ese entusiasmo contagioso por la poesía y su —¿puedo llamarlo así?— apostolado ejercido desde las páginas de las revistas y las clases que diera; el otro, sin embargo, es Eduardo Milán. Del poeta y ensayista uruguayo, creo, Pepe recogió fundamentalmente su mirada crítica sobre las corrientes contemporáneas de poesía en Latinoamérica, su acercamiento analítico a la clausura del conversacionalismo y a la instauración de poéticas, como el neobarroco, que ofrecían otros caminos de creación, con los que Milán se comprometería y Pepe, en cambio, no. Esto último no mermaría, sin embargo, su admiración por el uruguayo.

Compartía Pepe, además, su sospecha ante “el regreso a las formas canónicas en arte”, según plantea Milán, ya que este retorno “no sólo significa el relativo agotamiento del repertorio formal de la vanguardia: significa, antes que nada, que todo está bajo control, que nuestra visión del mundo está controlada, que nada queda librado al azar, ni siquiera librado a la parte de lo fortuito estético que tiene el azar: lo sublime”.9 No me extrañaría que publicar su primer libro bajo el título de Azar haya sido una respuesta a esto.

El lugar, entonces, de José Luis Molina Robles en el mundo de la poesía no guarda una relación necesaria con la poesía mexicana. Parte de ella, es cierto, pero llega a muchos otros lugares. No sólo por una cuestión relacionada con los viajes de Pepe, a los cuales tampoco se les puede restar importancia, sino por esa insistencia en entender el lenguaje no como un instrumento, sino como un fin en sí mismo. O, para ser más exactos —porque entender al lenguaje como un fin en sí mismo todavía tiene un matiz utilitarista ajeno a Pepe—, la necesidad de entenderlo como un haz de posibilidades, muchas de ellas todavía inexploradas. Si tiene razón Luis Felipe Fabre en su prólogo a La edad de oro, la antología de “poesía mexicana actual” que compilase el 2012, cuando quiere ver un cambio de paradigma en la poesía mexicana que empieza a escribirse/publicarse cuando despuntaba el nuevo milenio, una poesía “más audaz”, como él la llama, que la de sus antecesores, no estoy muy seguro de ello. La tesis central de Fabre es que a la poesía de México le falta(ba) calle. Insisto: no puedo aquí, ni soy quien para, juzgar la certeza de los postulados de Fabre, aunque me cueste leer obras como Piedra de sol o El otoño recorre las islas a partir de esos conceptos.

Lo que sí tengo claro es que una escritura como la de Molina tampoco se ajusta a cabalidad a la mirada de Fabre. No me cabe duda de que hay autores imprescindibles en la actualidad de la poesía mexicana incluidos en La edad de oro, como Maricela Guerrero, Paula Abramo, Inti García Santamaría y Daniel Saldaña París. Pero la poesía de José Molina se desmarca de ellas en tanto privilegiaba una aproximación casi suicida al significante antes que al significado, una multiplicación de los lenguajes —que no sólo de los idiomas— que intentó poner a disposición de la construcción del poema.10

En ese sentido, Molina es más un poeta de fronteras, de variadas fronteras, que un poeta de un país o de una generación. Así como Jorge Humberto Chávez y Omar Pimienta son del norte, José Molina era de Oaxaca y de Iowa City y de Italia y Massachusetts. Por lo mismo, veo la poética de Pepe más cercana a escrituras como las del ya mencionado Pimienta, la de Román Luján y su permanente trasvasije idiomático y escritural, las consonancias con otros discípulos de Hugo Gola, aun cuando todos siguieran un camino muy propio, como son Ricardo Cázares, Tania Favela Bustillo, José Luis Bobadilla y Jessica Díaz. Ese es el universo de Molina y desde allí creo que hay que leerlo. Desde allí, repito, pero serán sus potenciales lectores los que sabrán dónde terminen y a dónde los lleven esas lecturas, de las muchas que quedan por hacer.

Pude citar más arriba un párrafo de Milán, “Milanesio” como le decía Pepe, porque fue el mismo Pepe el que me regaló su ejemplar, quince años atrás. Porque eso era él: no un entusiasta, porque tenía muy claro de lo que estaba hablando, sino un entusiasmador que contagiaba al resto. Un sabio que se hacía pasar por ciclista. Siempre fue un maestro sin toga ni cátedra, si dejamos de lado el bar, donde ejercía su magisterio a sus anchas. El bar y la fiesta, que era otra de sus especialidades. Para la poesía, parece querer decirnos, todo puede ser un aula, porque se puede aprender de ella en cualquier lugar, y todo puede ser sagrado, porque todo, absolutamente todo, tiene un lugar asegurado en ella, si se cumplen los pactos necesarios.

He tratado, a lo largo de esta introducción, de anteponer la obra al poeta, de dejar en segundo lugar al amigo para privilegiar al escritor. Tal vez por eso estas páginas están escritas como se ha podido constatar. Quedará en manos de otros, sin embargo, calibrar en toda su indudable valía la obra de un poeta como José Molina. A mí sólo me queda recordar, ya para concluir, las caminatas en medio de la nieve que dábamos en Iowa City, desde un towny bar a las afueras de la ciudad, donde ningún college student se aventuraba, de vuelta hasta los habitáculos que arrendábamos en ese pueblo. Lo único que se escuchaba a esa hora era a Pepe recitando de memoria Galaxias de Haroldo de Campos, en perfecto portugués: “e começo aqui e meço aqui este começo e recomeço e remeço e arremesso” [“y empiezo aquí y pienso aquí este comienzo y repito y relanzo y me arrepiento”].11

Alguna vez hicimos juntos una antología a partir de nuestra mutua admiración por un poeta como Tomás Harris. Se nos ocurrió en un bar de Filadelfia, mientras los dos buscábamos trabajo en una conferencia de la academia norteamericana. Y ninguno de los dos encontramos. Si pudiera volver a dirigirle la palabra, lo haría tal y como él encabezaba todos los correos que intercambiamos a lo largo de estos años, “O meu grande e caro mestre”. 

O meu grande e caro mestre: gracias por todo. Fue un verdadero honor.



* Este ensayo se publicó como prólogo a Nada me faltará (Almadía/Luz & Sonido, 2019), de José Molina.


1 Editorial fundada por los poetas cubanos Alfredo Alonso Estenoz y Jesús Jambrina. La primera edición de Kaligari se publicó en español y en inglés, gracias a la traducción de Corinne Stanley.

2 “It is better to present one Image in a lifetime than to produce voluminous works” (la traducción es mía). En Literary Essays of Ezra Pound. NY, New Directions, 1968.

3 “Use no superfluous word, no adjective, which does not reveal something”. Ver nota previa.

4 Make It New. Ezra Pound. London, Faber & Faber. 1934.

5 “Be influenced by as many great artists as you can, but have the decency either to acknowledge the debt outright, or to try to conceal it. (…) Don’t allow “influence” to mean merely that you mop up the particular decorative vocabulary of some one or two poets whom you happen to admire”. Véase la nota 2 para la referencia bibliográfica.

6 La frase citada arriba es una prueba de la involuntaria comicidad que supera a la poesía y que le otorga esa capacidad ¿profética? de la que algunos quieren a veces hacer gala. Si se busca en Google ese verso de Molina, “Demostrar que Grecia es Irlanda”, parte de su “Ars (poética)”, sólo se encontrarán páginas relacionadas con el rescate financiero de España, a partir de la crisis económica que comenzara el año dos mil diez, de la cual los medios españoles claman haber salido desde el año dos mil dieciocho, aun cuando existan muchas voces discordantes. Todas esas páginas hablan de que Irlanda es/era el ejemplo a seguir por España para salir del marasmo en que se encuentra y/o encontraba. Como sea, lo escrito por Molina nos lleva, sin haberlo imaginado nunca, por derroteros si bien inesperados, no por eso menos lúcidos. No tuve la oportunidad de preguntarle a Pepe si este verso es una cita, como tantos otros del mentado poema. Lo fuera o no, quede aquí como una muestra más de las potencialidades (ocultas) de la lírica verdadera.

7 Ernesto Lumbreras y Hernán Bravo Varela, El manantial latente. Muestra de poesía mexicana desde el ahora: 1986-2002, Conaculta, Ciudad de México, 2002.

8 Tal como se discute en el libro de Guillermo Sheridan, México 1932: la polémica nacionalista, Ciudad de México, FCE, 1999. Aclaremos que estas polémicas nacionalistas, pero también bordeando el chauvinismo, no están circunscritas a 1932, sino que también han tenido episodios más recientes, de los cuales Julián Herbert, en su libro ya citado, hace un muy interesante análisis.

9 “Sobrevivir”, pp. 24-25. En Resistir. Insistencias sobre el presente poético, Conaculta, Ciudad de México, 1994.

10 Por razones de espacio, no hemos podido referirnos aquí, como hubiéramos querido, al Molina ensayista, traductor y narrador. Porque la poesía de José es totalmente autosuficiente, pero ni los editores ni el autor de este prólogo creemos que estaría demás complementar su lectura con la de los ensayos y estudios que escribió y llevó a cabo, así como con las traducciones que metódicamente fue publicando en distintos soportes. La coherencia de esa mirada de conjunto sería inevitable, porque las preocupaciones de Pepe, si bien múltiples, giraban en su totalidad en torno al fenómeno poético y sus distintas ramificaciones. Un caso tal vez ligeramente ¿aparte? lo constituye Caballo no entra, la fragmentaria nouvelle que Molina publicara el 2017 en Oaxaca. Nos encontramos aquí con un relato escrito en clave, donde la vida oaxaqueña, en particular de su mundillo cultural, es examinada con lupa por el difuso protagonista de estas páginas. Este último es una especie de pintor outsider, nacido en la ciudad pero con muchos viajes y estudios a cuestas. Su mirada, entonces, repasa acontecimientos claves de la vida reciente de Oaxaca, como la represión por parte del gobierno del estado contra los profesores el 2 de octubre del 2006, la organización de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) y todo lo que significara para la ciudad. No obstante, el punto de vista del narrador siempre pasa por un filtro individual, como si el testigo nunca se involucrara del todo con los acontecimientos. Caballo no entra es un bildungsroman invertido, porque en lugar de descubrir un mundo, el protagonista vuelve a reconocer uno. Es antes una novela de retorno que una de aprendizaje; más picaresca, a ratos, que elegíaca.

11 Traducción de Héctor Olea [nota de la redacción].


Autor

Cristián Gómez Olivares

/ Santiago de Chile, 1971. Es poeta, traductor y profesor de literatura hispanoamericana en la Case Western Reserve University en Cleveland, Ohio (Estados Unidos). Ha publicado, entre otros libros de poemas, Pie quebrado (2004), Como un ciego en una habitación a oscuras (2005), Alfabeto para nadie (2007) y Renga (2015). Ediciones Liliputienses publicó su traducción de Cosmopolita (2014), de la poeta estadounidense Donna Stonecipher.

diciembre 2019