Mis hermanos solo saben rezar en español,
todo lo demás lo articulan en una lengua
que no es la de mi madre,
rezar es su forma de memorizarla.
Nosotras en cambio,
todavía cantábamos el “México lindo”
y zapateábamos al ritmo de chilenas.
La colonización nos alcanzó poquito,
nos adaptamos,
pasamos desapercibidas haciendo del pozole una isla,
navegando entre caldos de mollera.
La comida es el raite más veloz,
nos hace tragar agua,
nos atiza el mal de ojo
con las untadas de huevo que nos pasan por la ingle
para no olvidar dónde quedó el ombligo.
Nunca abandonamos el lenguaje de la gula,
aunque el empacho nos sorprendiera con la prisa del alba
y la mañana se diluyera en un estomaquil.
Mi madre nos tronaba el cuero de la espalda
hasta sacar los aires que atragantaban la tripa,
mataba el culebreo de la panza a la tercera estirada de lomo,
así nos regresaba el color a la cara.
Mis hermanos se enjuagaban los ojos
para mirar su ágil tronadera,
correteando a los espantos.
Ya de adulta seguía jalando su enagua para quitarme lo picoso.
Mi madre hasta la fecha me sana el empacho antes de que llegue.
Me hubiera gustado decirle
que ya no me espantan las dobles jornadas,
ni las grietas que deshacen el pezón,
que ya puedo amamantar los ayunos
y hacer que repitan tres veces
los soplidos que ronronean a la cría.
Contarle que no se siente feo
esto de que una carne crezca
y se esconda entre la lonja.
Pero fue negativo,
me ahorré las escusas,
guardé las bolas de estambre,
y dejé de ensayar poses de tedio frente al espejo.
La grasa siempre se me va a los brazos o cachetes,
el vientre, casi plano,
era el juego inflable difícil de rellenar.
Una sola raya se dibujó,
línea sin paralela.
Después de tantas pastillas de emergencia,
no pude prever que atender la agonía de otros
domesticó mi cuerpo,
haciendo inmune a esta matriz
de llantos que no llegan.
Es más simple pensar que una es la del aprieto,
nos regalan la culpa antes de comenzar a gatear,
previo a nuestras primeras palabras
ya hemos hecho algunos ayunos,
mandas vestidas de virgen en rituales de capilla,
tedeum con mantos rojo pentecostés para recalcar la falla.
Por eso el color rojo nos asusta,
aparece en las rodillas después de una raspada,
en el uniforme blanco al vaciar el colorante de los jugos.
El rojo nos mira feo,
y está ahí cada mes restregando su estoy aquí,
pero no hago nada,
igual a los que permanecen en fila
discutiendo el futuro de los vientres.
El médico asegura que no están mudos mis ovarios
pero es más cómodo ser la de la falta,
eso da calma,
se debe a nuestra probada pericia en asuntos con la culpa,
por eso también lidiamos con la de ellos,
delgada virilidad que se quiebra al primer roce,
cuando la estéril manada de sus rompetripas
no es cloro que diluya nuestro rojo.
Nunca me pensé como madre,
hasta que relevé a la mía en sus labores
después de renunciar a un trabajo de corbata
para quedarme a contemplar cómo le ganábamos
un día a la semana para librar otro año.
Nunca pensé en tener hijas
hasta que supe que no había cura,
fue paulatino,
se aliviaron los óvulos,
en cada consulta,
en cada quimio.
No es cierto que nacemos con la vocación,
es falso que el útero palpite por falta de uso.
A mí la maternidad me llegó con la muerte,
me llegó sin pedirla,
y no sé qué hacer con estas ganas
de ver a mi madre
naciendo de nuevo entre mis piernas.
*
Mi bisabuela se pasea por la casa,
la he visto alegando la cocción del pan en el horno,
o la falta de sal en el guisado.
De mi bisabuela me queda su rebozo,
sobre él se bordaron dieciocho rosas
que cubrieron la espalda de mi abuela,
y taparon el desahucio de mi madre.
**
Mi bisabuela Catalina murió de cáncer,
una bola en su estómago creció hasta hincharle el pecho,
mi abuela la vio morir sin anestesia,
apretando la mandíbula.
Aunque nací años después,
siempre divisé a Cata como el gendarme
que custodiaba celosamente sus recetas.
***
Mi madre no quiso a su abuela,
señora mano larga,
abanico de pellizcos de misa y jalones de greña.
No la lloró el día de su muerte.
Yo, por el contrario, no imagino los días sin Martha,
mi abuela de cutis mañanero
que también vio morir a su hija
de la misma muina que su madre,
ese mal que impide llorar a las nietas.
****
Hoy ese rebozo envuelve a mi hija
para sanarle el llanto de su primera nalgada,
y cubrirla del presagio de acumular
los quistes de las otras.
* Adelanto del libro Lengua materna, publicado por la Dirección de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM en la nueva época de su colección El Ala del Tigre.
Autor
Yelitza Ruiz
/ Iguala, Guerrero, 1986. Abogada, estudió la Maestría en Estudios de Arte y Literatura. Becaria del Programa Jóvenes Creadores del FONCA en el área de Poesía (2013-2014 y 2017-2018). Dirige el proyecto "Mujeres y Revolución" y el Festival Nacional de Literatura "Acapulco Barco de Libros".