Ernesto Lumbreras, Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México (1912-1921), Calygramma, Querétaro, 2019, 167 pp.
Narrar la vida de Ramón López Velarde se ha convertido en una hermosa costumbre de la literatura mexicana. En el centenario de Zozobra, Ernesto Lumbreras ha publicado un libro admirable siguiendo esa tradición.
Describir en pocas líneas Un acueducto infinitesimal (recientemente galardonado con el Premio Mazatlán de Literatura 2019) es injusto, de tan profundas que son sus raíces y tan intrincado su ramaje. El interés del volumen es múltiple, ya que se trata de un libro que, sin exagerar, es muchos libros: una biografía, un álbum de facsímiles y fotografías, un ensayo crítico. Su atractivo, por lo tanto, es biográfico, iconográfico, histórico, documental y, por supuesto, íntimamente literario. Trenzar con habilidad esos hilos es uno de los principales méritos del autor, que no solo ha recabado una masa importante de información, sino que ha logrado pintar con ella un fresco vívido e inspirado.
Aunque, como indica el subtítulo, el tema de Un acueducto infinitesimal es la vida del poeta jerezano en la Ciudad de México entre 1912 y 1921, el capítulo inicial (que, de algún modo, es el prólogo) relata la primera visita de López Velarde a la capital del país en 1896, cuando sólo tenía ocho años. La ciudad contaba entonces con poco menos de 330,000 habitantes. Ya en este punto de su libro —esto es, apenas al comienzo—, Lumbreras combina los tres órdenes de información que circulan, entrecruzándose, a todo lo largo de los ocho capítulos que lo componen: el que atañe a la historia política del México revolucionario, el que atañe a la historia literaria del modernismo y el posmodernismo, y el que atañe a la vida en particular de López Velarde.
Los ocho episodios a los que me refiero corresponden a otros tantos momentos en la vida de López Velarde: 1912 o el primer intento adulto de vivir en la capital; 1914 o la instalación definitiva tras la dictadura de Victoriano Huerta; 1915 o las vísperas de la primera madurez literaria; 1910 o la remembranza de la publicación frustrada de La sangre devota; 1916 o la publicación exitosa del primer libro; 1917 o el amanecer de una segunda madurez poética; 1919 o la publicación de Zozobra; 1921, para concluir, o la difusión masiva de “La suave Patria” y la muerte del poeta. Con esos puntos de referencia, Lumbreras reconstruye delicados pasajes de la Revolución, retrata con acierto a poetas y políticos, indaga en bibliotecas y hemerotecas, explora en testimonios y epistolarios, a veces aumentando lo que ya se decía en libros anteriores, a veces rectificando algún dato (una fecha, un parentesco, un recuerdo engañoso) previamente dado por bueno.
Existen al menos tres libros que sitúan al poeta en lugares donde su vida o su obra tomaron rumbos decisivos: el de José Francisco Pedraza Montes, Ramón López Velarde en San Luis Potosí (1988) y el de Sofía Ramírez, La edad venerable: Ramón López Velarde en Aguascalientes (2010), precedidos por el estudio que publicó Emmanuel Carballo en 1952, Ramón López Velarde en Guadalajara (cuya peculiaridad estriba, desde luego, en que López Velarde no estuvo nunca en Guadalajara, si bien sus colaboraciones en El Regional y la primera edición, frustrada, de La sangre devota, lo unieron de un modo peculiar a la capital jalisciense). Lumbreras añade a ese conjunto bibliográfico la recreación de una década de paseos, caminatas, idas y venidas por la ciudad a la que todos los pasos de López Velarde fueron conduciendo: México.
Si dibujáramos la vida del poeta en la capital del país, o si la esculpiéramos, atribuyéndole las líneas y el volumen de una figura geométrica más o menos regular, podríamos representarla como un poliedro de cuatro caras: en primer lugar, la cara de su relación estrictamente individual con el oficio de poeta; la cara, enseguida, de su vinculación con los artistas, escritores y editores de su tiempo; después, la cara de su experiencia política; y, por último, la cara de sus andanzas eróticas y sentimentales. En esta última no sólo figuran las consabidas Josefa de los Ríos y Margarita Quijano (id est, Fuensanta y la “dama de la capital”), sino, en cálculos conservadores, al menos otras tres mujeres: María Nevares (potosina, desde luego, pero bien presente, durante una temporada, en el epistolario del poeta), Fe Hermosillo y otra Margarita, de apellido González (la “sobrinita”). Súmense a la lista las bailarinas que admiraba el poeta, como Tórtola Valencia o Antonia Mercé, y las anónimas e incuantificables prostitutas que López Velarde frecuentó con devoción, más que con simple asiduidad, y se obtendrá sin duda el perfil de un auténtico erotómano. A decir verdad, si juzgáramos al jerezano por la descripción del asedio silencioso al que sometió a Margarita Quijano a lo largo de tres años y medio, mucho me temo que no faltarían razones para incluirlo en la nómina del #MeToo literario de México.
El de Lumbreras, por tratarse de un ensayo con ilustraciones de alto valor iconográfico, es un libro hermanado con Ramón López Velarde: álbum, publicado por Elisa García Barragán y Luis Mario Schneider en 1988, y con la primera edición de Un corazón adicto, de Guillermo Sheridan, aparecida en 1989 (obra, esta última, cuyo importante repertorio de imágenes y documentos fue preparado por Xavier Guzmán Urbiola). Libros, los tres, que comparten un ancestro notable: la investigación de Ramón López Velarde: poesías, cartas, documentos e iconografía que dio a la imprenta Elena Molina Ortega en 1952. Ese mismo año, Molina Ortega publicó también su Estudio biográfico, libro igualmente pionero, aunque ya superado por los hallazgos que desembocaron, sobre todo, en la “Cronología” de las Obras editadas en 1971 por José Luis Martínez y en los libros que aparecieron en torno al centenario del nacimiento del poeta, en 1988. Gran valor iconográfico y documental han tenido también, como Lumbreras no deja de anotar, ciertos números de revistas que, como el número 39 de El Hijo Pródigo (junio de 1946) o el número 7 de México en el Arte (primavera de 1949), consolidaron desde mediados del siglo XX la imagen visual, histórica y familiar del jerezano que ha venido robusteciéndose hasta nuestros días.
Imitando a Juan Ramón Jiménez, una y otra vez nos preguntamos: “¿Cómo era, Dios mío, cómo era?” ¿Cómo era López Velarde? ¿Dónde se formó? ¿Cómo llegó a la capital del país? ¿A qué paso fue componiendo sus poemas, crónicas, ensayos y artículos políticos? ¿Qué aspecto físico tenía, qué convicciones, qué creencias? ¿Cuáles eran sus hábitos, qué leía, dónde y con quién trabajaba? Para un lector de Martínez, de Pacheco, de Sheridan, de Appendini, de Noyola Vázquez, de Molina Ortega, de Phillips, de Carballo, de Campos, de Fernández, de Zaid, esas preguntas ya tienen respuesta. Para ese mismo lector, sin embargo, tales respuestas están forzosamente sujetas a revisión. Lumbreras, buen discípulo de sus maestros, revisa la información disponible, descarta hipótesis desgastadas, formula y sustenta conjeturas novedosas, une los puntos y presenta en su libro —a imagen del recién descubierto retrato de López Velarde por Saturnino Herrán que figura en la cubierta— un rostro de López Velarde que, siendo el mismo que ya conocíamos, también es un rostro por conocer.
En un artículo publicado a cien años del nacimiento de López Velarde, José Emilio Pacheco sugirió que, si el zacatecano se apareciera, vivo, ante quienes lo admiraban en 1988, nadie lo reconocería. “Unos te recuerdan moreno y esbelto”, escribe Pacheco, dirigiéndose al poeta; “otros dicen que fuiste corpulento y rojizo”. No son éstas las únicas discrepancias en vistas a un imposible retrato coral, pero yo las refiero porque Lumbreras añade un punto de contradicción al trazo del personaje, ya que le atribuye una “espigada y robusta talla”. Las connotaciones de robusto no parecen indicar que López Velarde fuera corpulento, pero sí fuerte o musculoso; que fuera espigado significaría, en cambio, que habría sido alto y delgado. No se trata, desde luego, de una contradicción flagrante, sino leve y, sobre todo, perfectamente probable. En otras palabras, López Velarde fue a la vez delgado y robusto porque hubo tiempo suficiente para que sus contemporáneos, al paso de algunos años, lo vieran adelgazar o embarnecer. Algo parecido sucede con María Nevares y sus “ojos inusitados de sulfato de cobre”, que podrían ser azules (en caso de que López Velarde conociera el verdadero color del sulfato de cobre) o verdes (en caso de que López Velarde conociera el color literario del sulfato de cobre, ya que Nervo, unos años antes, había escrito que ciertos ojos verdes tenían “color de sulfato de cobre”, y López Velarde bien podría estar parafraseándolo). Así es López Velarde para Ernesto Lumbreras, verde y azul, histórico y literario, nítido, borroso, espigado, robusto, joven o maduro, alegre o melancólico, dueño de un inagotable misterio, y así es de suponerse que será por siempre.