Al final del día, por común que suene, lo cierto es que la poesía continúa siendo un misterio. Vaya paradoja: certeza y misterio, la claridad del acertijo. Por un lado escapa del asedio conceptual y, por el otro, constituye un muro de contención para las especulaciones. Ni se le puede arrancar una descripción concluyente ni una generalidad. En la poesía solo caben las concepciones personales. Más que una noción objetiva, su valoración fluctúa entre lo interpretativo y lo testimonial, entre una versión conjetural de lo lírico y una declaración sobre la resonancia sensorial y anímica que ejerce la experiencia poética, radical por naturaleza, en el individuo.
La idea de la poesía dispensa, pues, un ligamen de evidencias y suposiciones. Evidencias que reflejan el modo en que se nos manifiesta por separado para convertirse en una forma de creencia. Suposiciones que acopian lo que pensamos de lo poético: inferencias, hipótesis, juicios de terceros. Por lo anterior, la facultad adecuada para volcarse a comprender la cualidad escurridiza y omnipresente de la poesía concierne a la intuición, avatar de la sabiduría no racional ni empírica consistente de un conocimiento gaseoso de la epifanía poética. La poesía se halla en todas partes y ninguna. La ambigüedad es su impronta; de ahí que no entienda de contornos, evanescente y confinada en la fatalidad del ser, cautiva en un tiempo y un espacio, un ahora y un aquí.
Anclada en una coordenada de la historia y la geografía, la poesía gravita sin embargo en la indeterminación y la atemporalidad. Es nube y tierra firme. A eso responde su contradicción. La irresolución conforma un signo de su autenticidad. La poesía como problema, el poema como incógnita que se aborda y procura trasponer. Ya lo dijo el místico de Fontiveros: un “quedeme no sabiendo,/ toda ciencia trascendiendo”. Mas la poesía parte de un presentimiento para llegar a una ignorancia, zarpa de la perplejidad para confirmar una interrogación. Nada está asentado. La vacilación es su caballo de Troya.
Ese titubeo amasa las convicciones y preguntas que despierta la asunción de lo poético y con las cuales atravesamos las islas y los meandros, iluminando el bosque de incertidumbre del poema, donde nunca está dicha la última palabra. Ascuas para combatir la sombra de las dudas. Ascuas para no andar en ascuas. Se trata de avanzar en pos de sentido. La poesía es búsqueda, salir al encuentro del espejo que nos devuelva, por un instante, la imagen de la otra mitad de lo que somos. Quizá por ello la poesía reactiva siempre un simulacro de reconciliación con la unidad primordial.
No obstante, si la poesía se muestra en un jardín cerrado o un cuerpo en fuga, la incesante plenitud de la fruta o la memoria que se desdibuja, todo indica que la dispersión es, a la par, su atributo. Jamás logramos retenerla pero sí que la rozamos, puntual en cada uno de los eslabones de la propia odisea, transida por el gozo y la tragedia, la delectación y el sufrimiento. La poesía está en el aire y en el aire posee su morada. Al respirar la evocamos y al llover nos invoca. Duerme junto a ti, como la muerte, e igual es el impulso vital que emerge en la sonrisa que dobla tu corazón lo mismo que un trozo de hule bajo el calor del sol.
¿Sentir la poesía o inteligirla? Ni lo uno ni lo otro: remitirse al texto, crucero del habla y la musicalidad, el ritmo y la palabra, elocuencia cargada de significación. Porque más allá está la poesía con un sinfín de posibilidades, cosa inabarcable, cielo sin orillas; y más acá el poema, demasiado humano, sembrado de señales e impregnado de mundo como un campo minado de registros que da fe del latido de una época en la infinita gesta de las generaciones. Para arañar la poesía hay que abrazar el poema. Para entrever la poesía hay que fatigar el poema, puerta hacia la quinta dimensión en la que gira y circula, muta y se reconfigura la potencia de los imaginarios, la electricidad del multiverso.
No deja de llamar la atención la disparidad de componentes y planos que participan de la confección de un poema, pieza forjada de vocablos que se anotan y leen, se pronuncian y escuchan con la concisión de una vocal o una consonante. En la medida que habilitan una realidad eminentemente verbal, la red de sustantivos y conjugaciones, de adjetivos y partículas gramaticales aspiran a nombrar, a la usanza del lenguaje matemático, una abstracción. Y a diferencia de los números, cuya justificación se funda en la utilidad y la aplicación práctica, el poema apunta para arriba, a la sublimación de lo experimentado y lo meditado, a la exaltación de lo figurado, pasto de la poesía.
Entre la inteligencia y la sensibilidad, la poesía despliega su arco de comunicación. Pide algo más: capacidad para visualizar lo inventado, la traducción metafórica, el doblez del símil, los prodigios de la analogía. No se la puede explicar ni aprehender en su totalidad. Discernirla es rayar en el agua, escribir sobre arena. Su marea rebasa y cubre nuestra mente como el oleaje avasallador de un absoluto. Su reino pertenece a este planeta y a otro, al cosmos entero, pues echa raíces en el poema ya existente y el que te falta por componer, el que no habrás de engendrar y que otra alma tendrá la suerte de hacerlo. Replicando a Lautréamont, la poesía debe ser elaborada tanto por uno como por los demás, incluso por nadie, libre como la brisa, irreductible como el azar.
Autor
Jorge Ortega
Mexicali, Baja California, 1972. Poeta y ensayista. Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor de una docena de libros de poesía, entre los que destacan Estado del tiempo (2005), Devoción por la piedra (2011 y 2016), Guía de forasteros (2014) y Hotel del Universo (2023), con el que obtuvo en 2022 el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen. Ha obtenido además el Premio Estatal de Literatura de Baja California, el Premio Nacional de Poesía Tijuana y el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines. Actualmente forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte.