José Emilio Pacheco, Jorge Luis Borges, Era / El Colegio Nacional / Universidad Autónoma de Sinaloa, Ciudad de México, 2019, 116 pp.
Hace poco más de veinte años, en 1999, José Emilio Pacheco dio a la imprenta Jorge Luis Borges: una invitación a su lectura. Era una publicación, si se quiere, insólita, pero no inexplicable. Por un lado, Pacheco se resistió a publicar libros de artículos y ensayos a todo lo largo de su vida —con las excepciones, precisamente, del volumen al que me refiero y de Ramón López Velarde: la lumbre inmóvil, recopilación elaborada por Marco Antonio Campos para el Instituto Zacatecano de Cultura en 2003 y reeditada por Era en 2018—, si bien tenía prólogos, conferencias, notas de prensa, columnas, reseñas y textos críticos de sobra para formar varios volúmenes con temas diferentes. Por otro lado, en 1999 se cumplieron cien años del nacimiento de Borges y lo extraño, tratándose de Pacheco, hubiera sido no reaccionar a esa efeméride. De modo un tanto sentencioso, el propio Pacheco llegó a dictar para sí mismo esta ley: “El privilegio de adquirir la cultura impone el deber correlativo de distribuirla por medio de la enseñanza, la conferencia, el libro, la revista, el periódico”.
Por lo que digo, se me responderá que Pacheco bien hubiera podido limitarse a conmemorar el centenario de Borges impartiendo un curso, preparando una disertación o escribiendo una gacetilla. Debo añadir, pues, un complemento indirecto a una oración del párrafo anterior: lo extraño, tratándose de Pacheco, hubiera sido no reaccionar al centésimo aniversario de Borges con un libro. Interlocutor magistral en charlas y entrevistas, editor y colaborador de revistas legendarias, conferencista insuperable, Borges fue, desde luego, un escritor gigantesco, sin duda el mayor prosista en español después de Cervantes, y también el principal instigador en el siglo XX de la noción de libro como artefacto mágico y como prenda mitológica. Pacheco entendía, quizás, que la mayor ofrenda que podía presentársele a Borges era necesariamente un libro. Era y sus coeditores lo han reeditado, sin el subtítulo, a cinco años de la muerte de Pacheco y ochenta de su nacimiento.
El núcleo del volumen es una secuencia de seis artículos y un apéndice. A su vez, el conjunto se ve precedido por una cronología y complementado por una bibliografía y una sugerencia de lecturas críticas indirectas. El estilo de los capítulos es el de los artículos de Inventario, inagotable sección (llamarle “columna” es injusto) que Pacheco escribió durante casi tres años en Excélsior, entre 1973 y 1976, para trasladarla y mantenerla después, por casi cuatro décadas, en Proceso. Un lector quisquilloso podría sumar a las páginas del volumen cuando menos tres artículos de Inventario: “Los dos caminos: de Tlön-Uqbar a Macondo” (3-VIII-75), “El sueño de los héroes: Bioy, Borges, ‘Biorges’ y Reyes” (1-VII-91) y “Nabokov, Lolita y Borges” (21-VI-99). Ese mismo lector puede comparar dos capítulos de Jorge Luis Borges (“Borges, Henríquez Ureña, Reyes y la utopía de América” y “La otra enciclopedia de Borges”) con sus primeras versiones, que fueron publicadas en Proceso (“Borges y la utopía de América”, del 23-VI-86, y “La enciclopedia de Borges”, del 30-VI-86), para confirmar lo que ya se sabe: que Pacheco no dejaba título sin revisar, idea sin ampliar ni afirmación sin matizar.
Pacheco entendía la obra de Borges —en el sentido abrumador de la obra extendida, comprendiendo en ella sus libros en colaboración, artículos, traducciones, conferencias y entrevistas— como “la otra enciclopedia”. Esto es: la concebía como una empresa de conocimiento, síntesis y divulgación de temas dispares e incalculables. No se trataba, sin embargo, de una enciclopedia ordenada, sino dispersa y, aunque grandiosa, fatalmente incompleta. Esa “otra enciclopedia” pertenece al género —si es que no funda el género— de lo que Pacheco llamaba “literatura palimpséstica”. La obra de Borges era, para el autor de No me preguntes cómo pasa el tiempo, un híbrido alimentado por la reescritura, la yuxtaposición, el acoplamiento y la combinación: “Borges solo puede entenderse en la mezcla, la unión, la síntesis y la discordia de lo urbano, lo rural, lo europeo, lo nacional, lo elitista y lo popular”.
Un mérito de Pacheco es el de situar el nacimiento de Borges en los años de la estabilidad sudamericana y explicar en razón del asentamiento del mercado mundial el esplendor de Buenos Aires y la prosperidad agraria de Argentina, finalmente pacificada tras las guerras decimonónicas. Estabilidad, paz y prosperidad que, juntas, apenas nutrieron un espejismo de seis o siete décadas, pero que bastaron para que Borges afirmara, confiado en su cultura: “Nuestro patrimonio es el universo”. Pacheco, menos optimista, sostendrá lo contrario: “Nadie nos invitó al banquete de la civilización”. Pese a tal discrepancia, no hay casi reproches de Pacheco a Borges; antes bien, el mexicano simpatiza tanto con el argentino que parece tolerar hasta sus frivolidades más incómodas. Por ejemplo, al hablar del Borges ya viejo que dio entrevistas por docenas y que, al hacerlo, abundó no solo en afirmaciones interesantes o al menos divertidas, sino también en maldades gratuitas, falsedades insostenibles o declaraciones escandalosamente racistas, Pacheco recurre a un método peculiar: explica esos dichos odiosos atribuyéndoselos a Georgie, el niño insolente que, de algún modo, Borges nunca dejó de ser.
Bien visto, el Borges niño —aun a pesar de sus ocasionales bravuconadas— está en las raíces de la simpatía, sí, pero sobre todo de la profunda sensación de verosimilitud y modernidad que transmiten los mejores ensayos, relatos y poemas del Borges adulto. ¿No fue Georgie, antes que nada, un lector? Palabras más, palabras menos, el mayor elogio de Pacheco a Borges puede referirse indistintamente al niño y al adulto: “Consideró la experiencia leída tan válida para hacer literatura como la experiencia vivida, y la realidad le pareció no menos fantástica que el relato más imaginativo. Cada una de sus notas es la crónica de un viaje por un libro, un río de imágenes o una selva de ideas; la novela de aventuras de una inteligencia privilegiada que se arriesga a vivir dentro de lo que otros escribieron”. Acto seguido, Pacheco agrega: “El lector es el héroe de los libros”. En otras palabras, el heroísmo, en su doble acepción de protagonismo y de hazaña, es el contenido más perdurable que Borges le inyectó a la sedentaria y callada tarea de la lectura.
En uno de los artículos, Pacheco recuerda una novela corta de Lugones, El ángel de la sombra, que “no cuenta entre lo mejor que escribió”, si bien presenta el interés de “mezclar en la ficción a personas reales con sus nombres propios, entre ellos el nombre del autor”. Es imposible pensar en esa mezcla de ficción y realidad sin evocar “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “El otro” y “Borges y yo”. ¿Quiere decir que Borges, reconocido en todo el mundo como uno de los padres de lo que ha dado en llamarse autoficción, aprendió quizás en Lugones, autor que a veces admiraba y a veces menospreciaba, esa práctica que hoy se juzga eminentemente postmoderna? Demostrarlo es menos atractivo que suponerlo. Lo que importa, se diría, es considerarlo como posibilidad, ya que no es otro el poder del mestizaje y la hibridación.
El estilo de Pacheco es, por lo general, informativo, conciso y mesurado: incurre solo de vez en cuando en alguna exageración. Sucede, por ejemplo, cuando le atribuye a Borges “una curiosidad sin límite hacia las letras europeas”. Me pregunto si esa curiosidad era realmente ilimitada. ¿Estaba dispuesto Borges a leer todo lo español o todo lo francés, por decir algo? Lo cierto es que más bien despreciaba esas literaturas, aunque admiraba libros concretos de contados autores. No exagera, en cambio, cuando afirma: “No hay una página suya que no sea estimulante y no diga algo nuevo, polémico o insólito”. Podría incluso añadir que no hay página de Borges que no diga cosas bellas, profundas o divertidas.
A manera de apéndice, Pacheco recoge una secuencia de reseñas de obras ficticias titulada “Jugar a Borges con Borges”. Aunque los libros reseñados, como digo, no existen, la razón de inventarlos no es caprichosa: cada uno, a su manera, completa el índice de las obras de Borges que, incluso por no haber sido escritas, lo retratan detalladamente. Pacheco reseña, por ejemplo, Los naipes del tahúr, libro —ya novela, ya ensayo— que pertenece más a la leyenda que a la biografía del jovencísimo Borges ultraísta. Otra reseña de un libro que merecería existir: la de La Biblia en Borges, de Carlos Monsiváis. En esa obra late, una vez más, la seducción de la sola posibilidad, privilegio de la invención y de la lectura entendida como una forma de la clarividencia.