noviembre 2018 / Dossier

Un accidente en la ruta

Enrique iría desde la universidad y yo desde casa a una reunión. Hoy no puedo decir dónde, porque lo que sucedió en el trayecto me lo borró. Mis recuerdos se precisan en el momento en que, yendo por el Circuito Interior, al pasar debajo de un puente, vi tres figuras blancas que, una tras otra, se desprendían desde el parapeto que se supone construido para separar dos mundos, el de los autos veloces y el de los prudentes peatones, y caían como sucesivos fantasmas. El primero pegó contra el auto. Siempre me he jactado de mis reflejos rápidos —al menos en aquella época los tenía—, y la sorpresa de ver aparecer la primera silueta blanca en lo alto de aquellos casi dos metros me llevó a apretar el freno del V.W., que por suerte no iba a la velocidad que se estila en esas rutas. Los dos siguientes cayeron más cerca del muro. Eran tres indígenas otomíes, por su atuendo. Luego supe que del otro lado había alguna institución que se ocupaba de ellos y que esa del salto era una manera frecuente que tenían de ahorrarse un camino más largo.

En la camisa del primero vi unas salpicaduras rojas y bajé aterrada. Los hice subir a los tres al auto. Lo hicieron. Yo apenas pensaba en buscar una farmacia en donde me dijeran adónde llevarlos para que atendieran al herido.

Ellos iban mudos. En ningún momento oí palabra alguna ni en español ni en lo que fuese. Parecían tres lechucitas blancas, adormiladas por el sol. Admito que mi propio susto me impedía razonar lo extraño de aquella pasividad. Ignoro todo sobre el mundo religioso otomí. ¿Me veían como una extraña Diosa Madre salida de un auto en su auxilio y a la que no cabía discutirle nada? Quizás Santa Ana sin Virgen y sin Niño. También es posible que fueran aterrados hacia el Castigo que el blanco siempre ha de tener derecho a depararles. Esto lo pienso hoy, cuando todavía no me explico su silencio. O simplemente no sabían español y sí sabían, sensatos, que yo ignoraba su lengua y estaban hechos a que en la ciudad debían acatarlo todo…

Salí de la vía rápida y casi enseguida apareció un sanatorio y allí los desembarqué. No bien entramos, alguien, un portero, supongo, se adelantó despavorido. Por la diligencia con que me dijo que ellos no, con un tono y actitud que venía a agregar: ¡cómo se le ocurre… faltaba más!, mientras me indicaba la puerta, deduje que incluso a la hora de atender una urgencia había especificidades. Ya en la vereda, un señor, rápidamente comprensivo, me orientó hacia un dispensario cercano.

Allí empecé a tranquilizarme, porque al menos nos hicieron sentar. Bueno, al menos me hicieron sentar a mí. Mientras yo explicaba lo que había ocurrido, alguien de blanco, un enfermero, supongo, emanaba inquietud y comprensión, aunque no llegó a tomarme el pulso. Los otomíes permanecían quietos y de pie. Cuando pude, expliqué que a mí no me pasaba nada y que sólo estaba preocupada por el herido. Ya hacía un rato que había entendido que la sangre provenía de un raspón en la oreja. No parecía ser nada grave, pero al menos debía ser desinfectado.

Al fin mis tres lechucitas recibieron la orden de sentarse. Después de un rato bastante largo, que había aparejado varias solícitas visitas del enfermero que venía a rogarme que no me inquietara, que ya “él” iba a ser atendido, al fin se lo llevaron para adentro, solo, lo cual debe haber implicado un desgarramiento para la unidad otomí. Tomé entonces conciencia de la hora y pensé que Enrique debía estar inquieto por mi tardanza.

Después de un rato trajeron al herido de vuelta. En la oreja debidamente pintada de rojo traía una curita y en su mano, como un certificado, la receta para un desinfectante. Volvimos al auto, ya como una unidad indisoluble. Recordé a Shirley MacLaine adoptando a Mr. Gardiner después de que éste se dejara atropellar por el chofer de ella en un famoso filme y busqué dinero en mi cartera. Traía un cheque y unas pocas monedas. Recordé que aquél no lo había cobrado y que sí había puesto gasolina. Escribí en un papel el número de teléfono de mi oficina en el Colegio y mi nombre y le expliqué al silencioso saltarín que quería darle dinero para otra camisa y para el desinfectante y que me llamase a la mañana siguiente y que ahora me dijese dónde los dejaba para que volviesen a su pueblo. Al cabo de un rato se agitaron y manifestaron reconocer algún lugar donde les convenía bajar. Allí nos despedimos, ellos a lo mudo.

Todavía demoré en reconocer dónde estaba y rehacer el rumbo abandonado un rato, que me pareció eterno, atrás. Cuando llegué al hoy para mí misterioso destino, vi la inquietud en la cara de Enrique y en el ambiente, porque se debía haber manejado la idea de un choque. Cuando conté lo que había pasado, hubo un momento de estupor y luego un verdadero escándalo respecto a mi proceder demencial: ¡cómo se me había ocurrido subir al auto a tres indígenas! Yo insistía en que cómo no iba a ayudar a alguien a quien había lastimado, aunque la culpa fuese suya, y a los que iban con él, y que no se trataba de miembros de una horda o de apaches de película. Me miraban como a una sobreviviente.

Al día siguiente, en el Colegio, advertí que esperaba una llamada y la esperé en vano. Los tres terribles otomíes o mis tres pobres lechucitas blancas, según se los quiera ver, dieron por terminado el episodio. Sigo pensando que debo una camisa y a veces no dejo de hacer ciertas deducciones.



* De Shakespeare Palace, de próxima publicación en editorial Lumen.


Autores

Ida Vitale

/ Montevideo, 1923. Es poeta, ensayista, traductora y crítica literaria. Autora fundamental de nuestra lengua, ha recibido algunos de los más altos reconocimientos al mérito literario, como el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el Premio Octavio Paz, el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca y, este año, el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, concedido por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, así como el Premio Cervantes 2018. Su Poesía reunida fue publicada en 2017 por la editorial Tusquets. Entre sus libros de ensayo cabe destacar Léxico de afinidades (Vuelta, 1994) y El abc de Byobu (Taller Ditoria, 2004).

Pia Tafdrup

/ Copenhague, Dinamarca, 1952. Es una de las poetas más importantes de su país, reconocida con el Premio de Literatura del Consejo Nórdico, el Premio Nórdico de la Academia Sueca y el Premio Ján Smrek en Eslovaquia, entre otros. Es autora de una veintena de libros de poesía, una novela y dos obras de teatro. Su trabajo ha sido traducido a más de veinticinco idiomas.

noviembre 2018