Segunda parte de dos. Puedes leer aquí la primera parte de este ensayo.
Otro pensador muy influyente y fuertemente vinculado a ese nuevo mundo representado en clave de ciencia moderna, Immanuel Kant, procuró una colocación ad hoc a los prejuicios reduccionistas contra la retórica, dentro del “sistema de la experiencia” al que consagró su deslumbrante y sostenida reflexión. Por eso se permite hacer, en su Crítica de la facultad de juzgar, cotejos entre esa disciplina y la poesía, en términos como los que siguen:
[…]
El orador ofrece, pues, algo que no promete: un juego divertido de la imaginación; pero deja poco de lo que ha sido su promesa y lo que es, por tanto, la tarea que se ha propuesto; a saber, dar al entendimiento una ocupación conforme a su fin. Al contrario, el poeta promete poco y no propone más que un simple juego de ideas, pero realiza algo que es digno de una tarea: jugando, procurar alimentar al entendimiento y dar cauce a sus conceptos, gracias a la imaginación; en el fondo, el primero da menos y el segundo, más de lo que prometen.
Esta extensa cita no necesita comentarios. Me limitaré, por tanto, a reparar en que el tono entre misericordioso y sobajador con que el discurso kantiano se refiere a la retórica, en el pasaje reproducido, recuerda mucho a la comparación que Aristóteles hace en su Poética —no en Retórica— entre poesía e historia. Aunque hoy suene escandaloso, por razones de innegable peso que no viene al caso detallar aquí, también él considera a la poesía una disciplina “más filosófica” —es decir, mejor avenida con la verdad— que la referida contraparte. Así como el griego ponía a la poesía en un pedestal superior al de la historia, el alemán hace lo propio respecto de la retórica. Una analogía relativa que no parece precisamente casual.
Al margen del componente de injusticia, ignorancia, confusión y reduccionismo que puede hallarse en las actitudes negativas contra la retórica dominantes en la Modernidad —una época subyugada por un nuevo y poderoso modelo de ciencia, en medio del estancamiento general de zonas relevantes de las humanidades—, no se puede negar el efecto pernicioso de las peores prácticas discursivas y de las más vacuas preceptivas en la decadencia de la retórica. De modo que este fenómeno no sólo se debe a razones externas, sino también a la situación misma y al desarrollo concreto de la retórica en una situación histórica determinada por valores e intereses de no fácil adecuación a los de la disciplina en referencia. La ampulosidad empalagosa, el recurso a una verbalidad vacua, la truculencia, la falta de consistencia y de rigor, el puro efectismo y vicios afines hicieron —y no sólo en los tiempos modernos— que la palabra misma “retórica” se identificara con el ridículo, el vacío expresivo, la banalidad en el uso de la palabra. Desde luego, no es necesario recalcar más de la cuenta que la reacción contra esos excesos y defectos, en términos de sobriedad, precisión verbal y virtudes afines también es un modo de la retórica.
Una de las maravillas de la retórica, asumida en su dimensión teórica, ha sido su extraordinaria penetración en la muy compleja realidad de la mecánica discursiva. Retórica, de Aristóteles, es un auténtico monumento a la sensibilidad y la conciencia verbal de que puede estar dotado el género humano. Primera gran síntesis de la historia y desarrollo práctico de la disciplina en el mundo helénico, basta un fugaz vistazo a las páginas del tratado aristotélico para apreciar la ingente cantidad de elementos que entran en juego en el universo de la retórica: definiciones del sentido de la disciplina en el contexto de la cultura poética, política y filosófica a que remite, su división en los célebres tres géneros (forense, deliberativa y epidíctica) y los fines que les son propios (la felicidad, el placer), sus nexos con la verdad y con la probabilidad, así como con lo conveniente, los enunciados y silogismos que consecuentemente le son adecuados, sus relaciones con la política, las clases de lugares comunes concordes con las variantes de piezas oratorias, los aspectos de carácter subjetivo que intervienen en la persuasión (como la ira, la compasión, el amor, el odio, la vergüenza, el temor y tantos más), el papel que desempeñan las características personales del rétor (edad, nobleza, riqueza, poder), la función de las pasiones de los oradores y los oyentes, las virtudes y los defectos de la expresión (la claridad, la esterilidad, la corrección, la solemnidad, el ritmo, la elegancia), las partes del discurso, la importancia de figuras de lenguaje como la metáfora… En fin, no hay detalle de importancia que se le escape a esa gran obra del filósofo griego; todo ello, en apego a la conciencia de que “el discurso consta de tres componentes: el que habla, aquello de lo que habla y aquél a quien habla”, y de que cada uno de estos elementos debe ser atendido a profundidad.
Desde luego, el pensamiento sobre la retórica no empieza ni termina con Aristóteles. En los momentos más esplendorosos de su desarrollo, los sólidos cimientos fijados por el griego dieron lugar a importantes precisiones, nuevas iniciativas de sistematización e incluso de revaloración de elementos que en la retórica clásica no contaban con suficiente prestigio y consideración. Es el caso, por ejemplo, de la reivindicación de lo sublime por parte del Pseudo-Longino, en un tratado sobre el tema (Perí hypsós) que nos ha llegado incompleto y que al parecer fue elaborado entre los siglos I y III de nuestra era. Pero asimismo, basta hacer un breve recorrido por la enorme labor de síntesis hecha por filólogos como Lausberg, entre otros, para apreciar el grado de amplitud y profundidad en la comprensión de la dinámica del discurso que alcanzaron los saberes acerca de la retórica. Como pequeño botón de muestra de lo que resulta de ese proceso de resistematización de la retórica, por el que se han metabolizado las tesis de los grandes exponentes de la tradición griega, latina, francesa, inglesa, alemana, etcétera, está la muy útil serie de “fases de preparación del discurso” que ofrece Lausberg: “inventio […], dispositio […], elocutio […], memoria […], pronuntiatio […]”.
¿Tiene, hoy día, ese aparato concebido por la teoría de la retórica a lo largo de milenios alguna utilidad y pertinencia de cara a la poesía? En mi opinión, buena parte de esa conciencia de la dinámica verbal registrada en los mejores tratados de retórica puede ser beneficiosa para el poeta del presente, en varios aspectos. En primer lugar, nunca está de más un mínimo de cultura humanística para nadie y la retórica teórica es uno de los grandes frutos de la humanidad. Pero, para referirme a puntos más directamente relacionados con el ámbito de la poética, considero que el provecho que podamos sacar de nuestro vínculo con la retórica dependerá, más que de otra cosa, de nuestra propia creatividad.
La ambivalencia inherente a la retórica —esa potencialidad lo mismo para lo mejor, en el uso de la palabra, como para lo peor— puede asumirse como una oportunidad para el mejor desempeño de la creatividad del poeta, no necesaria o solamente como un obstáculo. Actuar de otra manera y, por ejemplo, condenar en bloque la retórica, por el hecho innegable de que ha habido muchos casos de abuso y mala práctica de ella, sería tan absurdo como descalificar la poética en pleno, a cuenta de los malos y pésimos poetas de ayer, hoy y siempre.
Por lo demás, una actitud abierta, en favor de las potencialidades de la retórica, respondería al hecho histórico de una antigua, profunda e inevitable vinculación entre ella y la poesía. Si alguien se extraña, todavía, de esta verdad, podrá salir del asombro con solo considerar que ambas posibilidades del lenguaje tienen en común una voluntad de efecto de base verbal. El hecho de que las figuras de lenguaje que intervienen en ambas posibilidades del discurso sean, en su mayoría, idénticas no es un hecho fortuito. Claro está, en esa comunidad efectual yace, igualmente, la base de su distinción: mientras la retórica procura un efecto disuasorio, la poesía pretende afectar la sensibilidad estética de quienes la reciben, es decir: busca el cumplimiento de valores estéticos. La primera se realiza en la medida en que convence y orienta la opinión de un auditorio; la segunda, toda vez que suscita deleite, placer. Por lo demás, no siempre estos efectos pueden diferenciarse como por obra de la aplicación de un escalpelo sobre una piel discursiva. Podría venir bien una oratoria de notable cariz poético, como también pueden hallarse notables creaciones poéticas que afectan las ideas y visiones de las personas que las leen o escuchan, sin menoscabo de secuelas hedónicas. Lo que tiene de placentero la retórica es lo que más lo acerca a la poesía y, viceversa, lo que ésta tiene de más sistemático, ordenado, autoconsciente… es lo que delata su parentesco con aquella. De hecho, Lausberg establece un vínculo profundo entre retórica y poesía, en virtud de que esta podría identificarse plenamente con uno de los efectos posible del discurso, que es la delectatio. Lo que en una pieza oratoria resulta de un componente más o menos ornamental —la delectación, la satisfacción placentera— aparece en la poesía como desiderátum principal y definidor. Así que no sería descabellado parafrasear a Aristóteles y afirmar que la poesía puede ser vista como la antístrofa de la retórica. Pero, por razones de necesidad analítica, es lícito tener en cuenta la mencionada diferencia en la afinidad, entre ambos modos del discurso.
James Murphy registra esa interconexión entre poesía y retórica, desde las primeras manifestaciones de una creación poética compleja y estéticamente elevada. En efecto, según este investigador, “la Ilíada de Homero, escrita antes del 700 a. C., contiene numerosos discursos bien estructurados que se pronuncian ya en las asambleas deliberativas de los guerreros, o también en los debates que tenían lugar entre los hombres o entre los dioses. Argumento y persuasión juegan en el poema homérico un papel primordial”. Es obvio que, en ese momento histórico, dicha interrelación viene marcada por el modo en que se concretan los efectos esperables de la retórica y de la poesía. El hecho de que ambas posibilidades del discurso desempeñen una función política, pedagógica y ética profunda y extensa facilita los entrecruzamientos, hasta el punto de que no siempre es fácil distinguir ambos territorios, como puede notarse en el caso del célebre Poema ontológico, que condensa el núcleo del pensamiento de Parménides. Con el tiempo, los esfuerzos de la retórica y de la poética apuntarán a una demarcación más nítida de ambos órdenes del discurso y alcanzarán esa meta, en la medida en que analicen con mayor minuciosidad cada uno de ellos y logren una sistematización teórica más detallada, profunda y consistente, cada una por su lado, poniendo énfasis en la especificidad y distinción de los efectos esperables de una y otra opción. Sin embargo, hay posibilidades como lo sublime que, por sus propias características radicalmente emotivas, inexorablemente estéticas, anclan a perpetuidad los nexos de afinidad-diferencia entre poesía y retórica.
Esa contigüidad simbiótica de retórica y poesía tiene una condición histórica y depende del papel de los discursos en sus comunidades humanas de referencia. Nuestro tiempo es notoriamente paradójico: nos ha tocado heredar la suspicacia antirretórica de la ciencia y cierta filosofía moderna, al mismo tiempo que hemos podido atestiguar una rehabilitación relativa y procedente de diversas direcciones de la retórica, así como del desarrollo de la lingüística contemporánea. Nos ha sido dado comprobar una nueva estetización del mundo, al mismo tiempo que se han consolidado como nunca los más adustos y objetivistas patrones epistemológicos. Hemos podido constatar, por ejemplo, el viraje retoricista del Nietzsche que intuye —con los ojos encendidos y los oídos abotargados de música wagneriana, en un siglo tan positivista como el decimonono— que “conocer no es más que trabajar con las metáforas preferidas…”, a la par de que importantes teorías de la argumentación, en pleno siglo XX, se reconocen en ciertas referencias de la retórica. Hemos presenciado la liberalización de la expresión y sus consecuencias en la ruptura de las formas canónicas en la poesía —como la entronización del verso libre y otras derivaciones del espíritu de vanguardia—, al mismo tiempo que permanecen como posibilidad esos modelos formales impugnados.
Naturalmente, según los momentos históricos, las circunstancias sociales y culturales y factores anexos, esa convivencia es más o menos conflictiva y predomina una u otra de las dimensiones señaladas. Pero, al menos como hipótesis, me atrevo a señalar que la importancia de la retórica, en su relación con la poesía, es directamente proporcional a la libertad de expresión poética, al despliegue de una poesía menos sujeta a exigencias formales heterónomas. Dicho de manera más abrupta: a más verso libre, mayor peso de la retórica en la composición poética. Y viceversa: a mayor respeto a modelos formales canónicos, mayor significación de las poéticas preceptivas —que, por fortuna, ya no existen— y menor incidencia de una rigurosa retórica.
De ser en algún grado cierta la suposición anterior, la medida de la efectividad del discurso poético —esto es, de su capacidad para suscitar efectos— se cifra en la relación entre el poeta y la comunidad de referencia, no en la aplicación de ninguna preceptiva. En ese sentido, la versificación libre no solo se libera de modelos formales consagrados por una poética heterónoma, tradicional y esencialista; no solo se sacude el yugo de la rima y el metro prefijado, sino también el de una retórica igualmente prescriptiva, interesada en imponer estratagemas y recursos discursivos fosilizados en las páginas de los manuales.
Ahora bien, esa libertad del poeta del presente ante los referentes formales poéticos y retóricos no lo exime de tener siempre presente la ya señalada retoricidad del lenguaje, en general, y del poético en particular. La libertad es siempre una responsabilidad, incluso en el plano formal, y ello supone que el poeta debe asumir una autonomía plena a la hora de emprender la composición del poema. En el contexto de esa independencia de criterio, está en sus manos también actualizar, redimensionar las posibilidades que brinda la retórica. A este respecto, un tanto de soslayo y como simples muestras ilustrativas de lo que digo, puedo referir unos cuantos casos de la “poesía real”. Por ejemplo, en su entretenido y enjundioso Método fácil y rápido para ser poeta, el colombiano Jaime Jaramillo Escobar echa mano del poema “Oficio”, de Geraldino Brasil, para aclarar su idea de la composición poética. Se trata de un texto meta-retórico que, a mi entender, concreta el requerimiento retórico de la dispositio —es decir, según Lausberg, “la elección y la ordenación favorables […] de los pensamientos […]; de las formulaciones lingüísticas […] y de las formas artísticas [de que dispone el orador]”—. En él leemos:
consiste en que por él se puede echar a perder todo el poema.
La dificultad del primer verso
es evidente porque quien comienza mal no termina bien,
e indispone contra el poema que más adelante podría mejorar.
La dificultad con el segundo verso
es que tendrá que ser mejor que el primero, si éste no agradó por sí solo
y recuperar al lector que estaba a punto de cerrar el libro.
La dificultad del penúltimo verso
está en que tiene que preparar para el último
y no puede ser ni más fuerte ni mejor que él.
La dificultad del antepenúltimo verso
reside en que no hay que hacerlo crecer en relación con los anteriores
sin que resalte sobre el siguiente ni deba superar al último.
El tercer verso se dificulta
porque en él todavía el lector indeciso o soñoliento puede resistir
y por lo tanto es el verso más peligroso, el que exige mayor responsabilidad.
[…]
No viene al caso reproducir todo el poema. Sin que lo refiera explícitamente —y podría suceder que sin tener conocimiento cabal de ello—, el autor de Oficio propone el conocido precepto de la poética aristotélica de que el texto debe tener principio, medio y fin: una aparente obviedad que, con demasiada frecuencia se deja de lado. Ello implica hablar de la disposición de la materia verbal. Y, moviéndose siempre en el terreno de la implicación —de por sí, un recurso retórico— exige que el poema exprese de tal y cual manera, en tal y cual lugar, las imágenes, las palabras —las ideas también, si cabe—, los juegos verbales intencionales y todos aquellos artilugios y procedimientos que conviertan al texto en una fuente de efectos estéticos potenciales.
No hay que perder de vista que la apreciación de las posibilidades discursivas sistematizadas por la retórica está sujeta a valores estéticos. Estos han sufrido el efecto del tiempo, de múltiples maneras, y lo que en pasado gozaba de una alta estimación, en el presente puede resultar anacrónico. Es lo que sucede, por ejemplo, con la maiestas, considerada según Lausberg, en otras épocas, como gran virtud de la poesía, en cuyo contexto se le apreciaba como ornatus. Pero un valor así, en la actualidad, resulta un anacronismo, cuando no una incitación al engolamiento vacuo en la composición poética.
Por lo demás, el fenómeno de la ‘desviación’ —nuclear, por ejemplo, en la poética de Jakobson— ya era contemplado a su modo por la retórica clásica. Se trataría de una especie de vicio contra la puritas, aunque plenamente pertinente en la poesía, en la medida en que se la considere una licencia poética. Cuando en uno de los poemas de El tigre en la casa, de Eduardo Lizalde, se lee “el amor era una fiera lentísima:/ mordía con sus colmillos de azúcar/ y endulzaba el muñón al desprender el brazo”, las transgresiones lingüísticas amalgamadas abren la posibilidad de los efectos buscados por el poeta. Lo mismo cabe decir de estos versos de Cuaderno de noviembre, de David Huerta: “El mundo hemos besado con labios mecánicos, en el ardimiento, alejados de ti,/ cortados de toda ciencia y de todo saber llegar a ti,/ más desnudos que liebres, más extraños que la fantasía que se duele en tus rostros de bocas abiertas…” Este tipo de muestras podría multiplicarse de manera ilimitada.
Otra posibilidad donde retórica y poesía se vinculan recíprocamente con mucha fuerza es la de la obscuritas. Se trata del artilugio por medio del cual el rétor o el poeta recurren a la ambigüedad y, en general, a la morigeración de la literalidad y la claridad de una palabra o una expresión. De acuerdo con Lausberg, tomada como licencia, la obscuritas “confía en el público que, así, se siente honrado con una cierta medida de colaboración en la obra del artista…” Cuando en el poema “Furias”, José Kozer lanza la andanada “De senos abultados el monograma en la estola es el cordero o la cruz”, está jugando esa baza y, por supuesto, espera la complicidad del lector-poeta. Igual pasa con esta estrofa de Coral Bracho: “Desde la exhalación de estos peces de mármol,/ desde la suavidad sedosa/ de sus cantos,/ de sus ojos ornados/ de arenas vítreas, la quietud de los templos y los jardines.” También en este caso, los ejemplos podrían multiplicarse ad infinitum, al margen de las poéticas específicas y bien diferenciadas de cada autor.
Si entendemos la retórica no como el reservorio de un sinfín de modos tipificados de articular el lenguaje, para ser aplicados mecánicamente, sino como una sensibilidad, una conciencia, un amor y un gusto por la palabra y sus poderes, así como un saber-hacer libre, en constante dinamismo y re-creación, destinado a suscitar efectos poéticos en una comunidad poética dada, cae de suyo que la poesía del presente está obligada a ser creativamente retórica. Y, colocados en una perspectiva un tanto radical, el poeta de hoy debe convertirse en un Gorgias, un Aristóteles, un Quintiliano, un Racine, un Boileau, un Shakespeare, un Milton, un Gracián, un Buffon a escala personal, es decir, conforme al tamaño de su libertad y audacia creativas.
En último término, la retórica, entendida de esa manera, se nos ofrece como un referente teórico-técnico fundamental para el cumplimiento del principio de relevancia, en el proceso de producción poética. Es decir, como el erario de sensibilidad, conciencia y habilidad verbales, constituido a base de experiencia, lectura, diálogo, ejercicio crítico y actividades afines, que permite al buen poeta llevar a buen término el arte de hacer destacar al lenguaje con intención poética en el contexto general de los lenguajes, con el fin de posibilitar determinadas funciones o efectos estéticos.
De admitirse esta postura, los colegas poetas que recelan de la retórica tendrán razón en su desconfianza, su desprecio y su rechazo, cuando se trate de juzgar casos de evidente mala retórica, es decir, de discursos en los que las maniobras burdas y las estratagemas expresivas más torpes hieren nuestra estimativa estética y crítica y nuestro sentido del gusto. Caso contrario de cuando extiendan su aversión a la retórica en general, porque eso equivale, para decirlo de un modo retórico un tanto pedestre, a arrojar al niño a la cañería junto con el agua de la tina.
Bibliografía
Aristóteles, Retórica, int., trad. y not. de Quintín Racionero, Madrid, Gredos, 1990
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Códice florentino, citado en M. León-Portilla, “Huehuetlahtolli: antigua palabra. La retórica náhuatl”, en Helena Beristáin y Gerardo Ramírez Vidal (comp.), La palabra florida. La tradición retórica indígena y novohispana, México, UNAM (Instituto de Investigaciones Filológicas), col. Bitácora de Retórica, 2004.
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Heinrich Lausberg, Elementos de retórica literaria. Introducción a la filología clásica, románica, inglesa y alemana, trad. de Mariano Marín Casero, Madrid, Gredos, col. Biblioteca Románica Hispánica, 1975.
J. Murphy, “Orígenes y primer desarrollo de la retórica”, en J. Murphy (ed.), Sinopsis histórica de la retórica clásica, trad. de A. R. Bocanegra, Madrid, Gredos, 1983.
Friedrich Nietzsche, Escritos sobre retórica, ed. y trad. de Luis Enrique de Santiago Guervós, Madrid, Trotta, 2000.
Marco Fabio Quintiliano, Institutio oratoria, lib. III, síntesis presentada por James Murphy, en “Orígenes y primer desarrollo de la retórica”, en J. Murphy (ed.), Sinopsis histórica de la retórica clásica, trad. de A. R. Bocanegra, Madrid, Gredos, 1983.
Autor
Josu Landa
/ Caracas, Venezuela, 1953. Filósofo, ensayista y poeta, profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Entre sus libros cabe destacar Treno a la mujer que se fue con el tiempo (1996), Estros (2003) y Anafábulas (2014) y La balada de Cioran y otras exhalaciones (2016), así como los ensayos de Tanteos (2009), Canon City (2010), Maquiavelo: las trampas del poder (2014) y Teoría del caníbal exquisito (2019).