junio 2021 / Audiovisual

Notas para un arte de los reflejos

La poesía es cosa de palabras, pero a veces se manifiesta en el mundo de las cosas: así la portentosa épica de una tormenta o el arrebatado drama de un atardecer. A veces la contemplamos, siguiendo a Gorostiza, en “la airosa teoría de una nube”. Tiene su gracia ver el mundo como quien descifra y disfruta de un poema. Así me da por explorarlo, en caminatas gozosas, a través de regiones donde inesperadamente lo cotidiano se vuelve otra cosa: una experiencia estética sentida a fondo. Una epifanía, en el sentido que Joyce le daba a este término.

Hay, decididamente, un arte de los reflejos. Me atrae, más que el espejo utilitario y monótono donde las leyes de la óptica parecen explicarlo todo, otro tipo de luz reflejada: la que presenta en su fulgurante fijeza, en su decidida abstracción, la viva estampa del deseo, la pasión o el delirio.

Quién no se ha detenido al borde de una alberca para contemplar el equilibrio inestable de la luz en la moviente superficie del agua. De joven, en las cenas familiares, recuerdo cómo me entretenían los reflejos que emitía la araña de cristal que colgaba en el comedor de la sala en la casa de la abuela. Cómo caía la luz, en un cierto ángulo, sobre la superficie de la taza de café: yo miraba, con suma atención, esos giros alucinantes. Quién sabe qué misterios encierran esos instantáneos universos imposibles, o qué mensajes en los que parece estar en juego una cuestión de vida o muerte. En “El espejo de tinta”, Borges refiere la historia de un hechicero que, para evitar ser ejecutado, sugestiona a un sátrapa haciéndole ver visiones en la minúscula poza de tinta que formaba la concavidad de la mano.

Así como me seducen los reflejos en el mundo, también en las fotografías, que detienen al reflejo en su alteración continua. En ellas veo cómo se despliegan, en un festival de torsiones y distorsiones, las proezas y sutilezas de la luz. Así como el maestro zen dibuja, espontáneamente, círculos de un brochazo, no todo caos es igual: hay como una armonía en lo informe que hay que saber reconocer y apreciar.

Contra la representación realista de la cosa como un algo sólido, estable, a la mano —mesa, vaso, libro—, donde todo sucede más o menos predeciblemente, la fotografía contribuye a transformar nuestra imagen de las cosas al verterlas en abstracciones. Y es que a un cierto nivel —no muy alejado, después de todo, de lo que experimentamos todos los días— la materia tangible se disgrega en procesos y se fuga hacia otras esferas. Tan cerca estamos de estos fenómenos que apenas reparamos en ellos.

La forma reflejada asume texturas de fiebre y paisajes de miedo, geometrías barrocas, cuerpos de longitudes inverosímiles como en la serie de desnudos que André Kertész fotografiara frente a espejos convexos. En una fuente cualquiera, la imagen del muro de agua convierte la roca trasera en un velo enigmático. El encuentro de un tubo y un tornillo sobre una plancha de metal, mero signo de tránsito, cobra proporciones monumentales y relumbra al verla de cerca. Y las bodas de la luz y el agua propician la alianza de lo minúsculo y lo enorme. Así, el efecto que produce un close-up de la fina capa de agua del oleaje que retrocede en una playa cualquiera mientras el sol cae a plomo, es acaso indistinguible de una fotografía aérea de la superficie de un océano luminoso.

El arte de los reflejos es un arte de la transfiguración. Hay una estética del automóvil que nada tiene que ver con el diseño aerodinámico, las hipérboles que los publicistas emplean para vendernos sus productos, o los road trips de la literatura y el cine. Esa otra estética contempla el metal y el vidrio de las carrocerías como si fueran un soporte —estacionario o en movimiento— donde otro mundo se refleja en una colusión de resplandores. Lo que así se refleja comunica una ambigüedad que la mirada, fascinada, no se cansa de esclarecer.

En su fulgor imprevisto, el reflejo es un don que el providente azar nos regala. Sepamos ver esa riqueza. Ahí donde convergen el lugar adecuado, el momento justo, el ojo, la mano y la cámara, una feliz circunstancia permite la captura del destello. Esos momentos nos llevan más allá del juego de las superficies a las que la mirada se habitúa y en los que, bien orientada, halla formas inéditas de lo poético.

—Dan Russek










Autor

Dan Russek

Tiberias, Israel, 1963. En 1967 se mudó junto con su familia a la Ciudad de México. Actualmente es profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Victoria, Canadá. Su libro Textual Exposures: Photography in Twentieth Century Spanish American Narrative Fiction apareció en la editorial de la Universidad de Calgary en 2015. También ha publicado ensayos literarios y libros de poesía, entre los que destaca Tornasol (1993), Ejercicios de mística urbana. Poesía práctica (2020) y Dones del día. Noventa y seis sonetos de ocasión (2024).

junio 2021