marzo 2020 / Reseñas

La reconciliación de las lenguas

Adalber Salas, Palabras sin dueño. Variaciones sobre la traducción literaria, Dirección de Literatura/UNAM, México, 2019, 210 pp.

¿Cómo surgió el lenguaje? ¿Qué lengua universal y versátil, única, hay en el fondo de todas las demás? ¿En dónde se encuentran las cavidades sonoras, las enredaderas del sonido y del sentido? ¿Cómo se tejen las palabras para formar un cuerpo íntimo que otorga significados? ¿Y cómo se destejen para migrar a otras lenguas?

Estas son las incógnitas que atraviesan el libro Palabras sin dueño. Variaciones sobre la traducción literaria, de Adalber Salas. Preguntas y respuestas que el autor va dando a la par que cuenta sus experiencias; su vida se desprende de su trabajo como traductor y sus traducciones se suceden luego de las vivencias, los encuentros, las cavilaciones y los viajes.

Palabras sin dueño constituye una geografía por la que el autor nos lleva al interior de su propia historia, concatenada a la vida de su lenguaje —concebido este como un cuerpo con la nervadura vital que conecta esos vocablos a la constitución de la realidad, a una cierta y muy puntal representación de las cosas.

Como George Steiner en Gramáticas de la creación, el autor busca el sentido profundo de los lenguajes y las relaciones posibles e imposibles —imaginarias— entre ellos: ambos proponen la traducción como el único camino para abrir los horizontes de la significación. Siguiendo esta línea, Salas se acerca al concepto que Steiner propone como gramática: “la organización articulada de la percepción, la reflexión y la experiencia; la estructura nerviosa de la consciencia cuando se comunica consigo misma y con otros”.

En un mundo inconexo, en un tiempo veloz y superficial como el que vivimos, Salas propone escuchar de cerca el latido de cada palabra, buscar su justo sonido y sus ecos, su espectro de sentidos y sus límites. En esa frontera, en esa línea es donde se instala el venezolano; en el puente entre una lengua y la otra, en el vacío donde no hay significación y el idioma queda huérfano, mutilado, inconexo. Ahí, entonces, crecen los tentáculos del poder del lenguaje que se transmuta para lograr ser de otra manera, conseguir el salto a otra lengua y comportarse diferente. Ser otro para significar lo mismo. 

Palabras sin dueño es un libro escrito a caballo entre el ensayo y el relato; por ello, los conceptos que Salas va desplegando, al tiempo que narra partes de su vida —partes ficcionadas, desdobladas de su vida—, se encarnan en el lector a manera de experiencia. En ese periplo como traductor encontramos un cuerpo que se bate con las palabras, las palabras encarnadas, con inesperadas dimensiones y poderes brutales. De ahí que el autor se proponga realizar una “Lectura irrespetuosa, que se apropia de las palabras del otro. Lectura hambrienta, caníbal, que devora las palabras del otro” (p. 16).

Traducir, entonces —además de lanzarse al vacío del lenguaje—, es destruir el lenguaje del otro para desvanecerlo en una “soledad sonora, repleta de voces, voces que llenan la mía con una riqueza difícil, que no aturde ni ensordece”. Así es como el traductor cruza el puente entre las lenguas y logra fundar un sitio común. Sin embargo, no por eso deja de ser un lugar inasible: en él “se cruzan la soledad del libro y la soledad del traductor, pasando de una lengua a otra” (p. 16).

Para Salas, la condición del traductor es errante. Y en este paso las lenguas se desarticulan, se tergiversan: se traducen. A la manera de Chaplin, que disloca la vida cotidiana y logra su parodia, el traductor altera la sintaxis y halla en esta nueva escritura un circuito renovado de sentido que cobra una original, y a veces insólita, significación.

Así como para Steiner el mito de Babel se revierte, y no es castigo sino milagro, Salas se inserta en los pasadizos de las lenguas y queda pasmado ante la incertidumbre de las palabras: “Ese momento bisagra en el que las palabras de una lengua no han cuajado todavía en las de otra” (p. 19). Ello significa un horizonte de vacilación semántica, como lo concibe Walter Benjamin, quien sostenía que la traducción es, ante todo, una forma e implica una relación íntima con el original. Una relación vital.

Salas descubre que ningún vocablo tiene un verdadero homólogo en otra lengua, lo que da lugar a la indeterminación, que “no es el lugar de la carencia, sino del juego. La región donde una cosa termina volviéndose otra con un guiño. El traductor es el homo ludens por excelencia, el artesano de la indeterminación” (p. 19).

Otro fenómeno que surge de la traducción es el recurso de la ficción traductora, que presenta los textos como provenientes de un pasado remoto y una lengua extranjera. Varios son los casos que enumera Salas, empezando por Don Quijote de la Mancha. Se trata de una especie de performance que borra al autor y deja en su lugar al traductor. “Hay ciertas obras que llevan esta lógica a su conclusión inevitable, no solamente traduciendo un autor ficcional, sino además tomándose el trabajo de inventarlo, de presentar sus textos en ambas lenguas” (p. 25).

Nos encontramos entonces frente al problema de la voz del autor. ¿Qué hacer con ese rasgo profundo, inconfundible, indeleble? Para Salas, “la masa de palabras que llamamos yo es imposible sin un otro, un indispensable tú, un interlocutor. Al traducir, nos topamos con ello: la voz que construimos se deriva de la voz del otro y debe conservar su independencia” (p. 26).

La escritura literaria es extrañamiento: “un espacio intersticial, un suelo móvil en el habla, una red de pasillos a medio iluminar que van y vienen entre las lenguas que conozco. Por allí pasa materia sonora contrabandeada” (p. 30). Y esto lleva a una pregunta inevitable: ¿Dónde está la lengua propia, dónde empieza la ajena? “Se trata de un proceso que suspende, por un momento, la peculiaridad exclusiva de cada lengua para permitir que entre ellas ocurra un encuentro, para que se contagien mutuamente. Ese encuentro con lo ajeno, con lo incomparable, desarticula la tendencia hacia lo monolingüe que hay en la trama de nuestro día a día” (p. 34).

Traducir significa interpretar, según lo define el autor. “Enfrentado a estos pasajes, el traductor no puede sino prestar su voz a lo que no comprende del todo, ofreciendo apenas una aproximación. Una interpretación. Se puede, e incluso a veces se debe, traducir lo que uno no ha conseguido entender. El traductor se vuelve, así, no un artífice de lo translúcido, sino un traficante de oscuridades. Aprende a recrear en una lengua lo que en otra se rehúsa a la lectura lineal, al sentido monolítico. Su tarea le enseña a diseñar obstáculos, a familiarizarse con la relojería delicada de la ambigüedad. A distribuir opacidades” (pp. 53-54). Hay una conclusión que mvale la pena destacar: el lenguaje nos vuelve visibles, afirma Salas. Nos da corporeidad, densidad y masa, y nos orienta espacialmente.

Otro punto importante en Palabras sin dueño es la exposición del problema de la escisión entre lo simbólico y lo real. Un punto de quiebre en el que el lenguaje se topa con la paradoja de sí mismo para expresar sus fracasos y fracturas. Su imposibilidad de compresión, en el punto en que se vuelve un lenguaje ininteligible, cerrado para sí. Nos dice Salas: “Sus crisis ponen en crisis la lengua misma —y conviene recordar que crisis y crítica comparten la misma raíz etimológica” (p. 78). Penetrar en esas escisiones del lenguaje es adentrarse en sus profundidades hasta llegar al sinsentido.

Salas opera en y desde el lenguaje como un cirujano. Y considera que traducir es llevar a cabo una intervención, realizar un gesto quirúrgico: “La traducción es un escalpelo; corta para revelar y sanar. Se realiza una incisión en el texto de origen no para agredirlo, sino para penetrar su epidermis, su sentido superficial, y comprender así su funcionamiento interno, el frágil orden que lo sostiene. Y también sana: el nuevo texto sutura, oración tras oración, el corte. Restaña la herida. Impide que se infecte” (p. 87).

Recuerdo que un día escuché a Nélida Piñón decir, en una conferencia, que el lenguaje tiene cavidades sonoras y que, por esa razón, las palabras poseen respiración y ritmos. Adalber Salas Hernández concuerda con esta idea y declara que para traducir hay que dejarse moldear por la música, aceptar el imperio de lo sonoro. El cometido del traductor —afirma— es verter en otra lengua la poética del autor sin falsearla ni reducirla. Traducir es reconciliar las lenguas y disolver la maldición de la torre de Babel.


Autor

Silvia Eugenia Castillero

Ciudad de México, 1963. Poeta y ensayista. Algunos de sus poemarios son Zooliloquios. Historia no natural (2003), Eloísa (2010), En un laúd –la catedral (2012), Atrios (2018), En esa delgada separación (2019) y La isla (2022). Su libro más reciente es Después, seguía la muerte (2024). Parte de su obra poética está traducida al francés, inglés, italiano y bengalí. Actualmente es directora de la revista literaria Luvina y profesora-investigadora del CUCSH, de la Universidad de Guadalajara.

marzo 2020