La dicha
| Rescates
Si preguntamos a un anciano o a un hombre cualquiera que hubiera vivido un poco por el suceso más dichoso de su vida, es casi seguro que nos cuente algo de su niñez o de su primera juventud cuya insignificancia nos deje perplejos. Quizás se trate de alguien que tuvo una carrera brillante o realizó algún viaje extraordinario. Si no se trata de un avaro o de un ruin (o quizás, es lo más probable, aun tratándose de ellos) tal vez nos sorprenda con la descripción de un suceso indiferente, de una calle algo oscura que tenía un pasamanos como una escalera de casa de campo, por la que bajó un día de prisa a buscar no se acuerda qué.
¿Cuál es el misterio, la gracia peculiar que convierte en dichoso y memorable el oscuro instante? ¿Por qué su encanto resulta tan claro para el que lo sintió como incomunicable para los otros? Si oímos la conversación de dos ancianas —como acostumbraba yo oír la de mis tías cuando hablaban entre sí del malecón de Argel, blanquísimo, junto al que corrían de niñas— veremos, en lo que Horacio llamaba “el conocido honor del rostro humano”, resplandecer una luz muy parecida a la dicha. ¿Y cuál es la sustancia de la dicha, de la rara dicha, de cuerpo glorioso, a la que no le pedimos, como a la muerte o a la vida, una justificación, sino que por su naturaleza parece bastar por sí sola, ser suficiente como un dios? Nunca le preguntaríamos a ella para qué existe o de dónde ha venido, pues ocupa el cuerpo mismo del instante con una plenitud tal que arrasa la posibilidad de una continuación, a la vez que la hace, para pena nuestra, imposible. Puede residir, como la poesía misma, en cualquier cosa, sin consistir esencialmente en ella. Por eso, intentar que otro comprenda por qué fuimos tan dichosos un instante cualquiera, es un intento de una naturaleza semejante al de contar el argumento de un poema a alguien que no tuviera noticias de su cuerpo mismo. Es un conocimiento que no puede transmitirse de oídas o que, mejor, no puede ser objeto de ninguna clase de intercambio. Reclama la persona única y consiste en su propia aparición, en su intransferible instante. Sin darnos cuenta, quizás hemos nombrado, uno por uno, los atributos del ángel. Creo que, más o menos descuidadamente, todos hemos rozado ese misterio.
Ahora quizá deba hacer una aclaración: hay muchos géneros de creencias, o mejor (porque esto nos llevaría demasiado lejos), hay varias maneras de creer en una cosa cualquiera. Podemos aceptarla enteramente como un dogma o desentendernos maliciosamente de ella, pero hay aún una tercera posibilidad por la cual aceptamos una determinada explicación, algún mito acerca de los orígenes, por ejemplo, como fingiendo no tomarla literalmente en serio, para que entonces pueda —como el supuesto de engaño que precede a un juego serio, a partir del cual es que él puede tener cabida— desplegarse como tal verdad. Es a este género de creencias al que fiamos la explicación de las realidades más hondas. Las creemos, a un tiempo provisionalmente y para siempre, a medias y por entero; no podríamos sustentarlas con la razón y, a la vez, nos convencen como enteramente razonables una vez que no queremos explicárnoslas. Como si tuviéramos que valernos de un idioma para hablar en otro distinto, cada signo cobra otra significación que sólo resulta insuficiente para el que no comprenda que se produce en una linde que quiere venir hacia nosotros a la vez que revelarnos esa distancia. A este género de certidumbres, aunque en escala más que modesta, es a la que pertenece la explicación que a veces me he dado a mí misma de lo que pueda ser la naturaleza de la dicha que todos hemos sentido alguna vez, ligada casi siempre a los años primeros de la niñez: lo que los oficios católicos llaman “la alegría de mi juventud”.
En toda vida humana hay dos movimientos, como de ola; uno que la lleva poco a poco a su plenitud y otro que la va alejando imperceptiblemente de ella hasta conducirla a su desaparición. O quizá es un solo movimiento, una sola plenitud, un solo esplendor el que nos alza y nos abaja, nos enriquece y nos pierde. De todos modos, forzoso será imaginarle dos inclinaciones distintas: una ascendente y otra que no lo es, así como necesariamente, un punto —al que se llega y del que parte— en que esa voluntad se detiene y se contempla por un solo instante. Es el fruto que no está ya madurándose o descomponiéndose, sino que se ve, aunque sea por un fugaz momento ilusorio, en el ocio dominical de la forma tal como el Padre lo quiso, echadas a un lado las herramientas del tiempo con que lo hizo posible.
Esa detención de la forma que está fuera del tiempo se identifica de tal modo con el ser de cada cosa que sólo a ella le damos el honor del nombre, y es así (como cuando decimos “rosa”, “rostro”) que sólo a ella nos referimos y no a ninguna de las otras etapas de su formación o de su pérdida que le pertenecen con parejo derecho. Así mis tías, cuando hablaban de malecón de Argel, o mi abuela, cuando contaba de sus vacaciones en Varadero, cuando iba acompañada de otras muchachas a comer ostiones o a mirar el mar, cuando se referían sus amigas (a las que yo conocí años después, ancianas ya) cómo eran entonces, no se equivocaban al destacar, en medio de las transformaciones sucesivas que habían sufrido todas, como algo que les perteneciese más íntimamente, aquel rostro único de su juventud. Aquellas líneas ajadas eran sólo una máscara a la que todos se habían acostumbrado, las aceptaban con una involuntaria ironía. Pero “ellas”, las muchachas, “eran” de otro modo, de aquél. ¿Y por qué habremos de llamar con más derecho “nuestro” a lo que nos perteneció en una época que lo que nos pertenece en otra? ¿Por qué ellas “eran” así y no como las estamos viendo ahora? Esos días, desvanecidos como fantasmas, son sin embargo mucho más reales que estos que podemos palpar, y nuestro rostro es el rostro de nuestra juventud. ¿Y por qué, sino porque sólo ella fue nuestra, esto es, porque sólo ella no fue nuestra del todo y nos habitó otra luz? Contemplad por un momento ese rostro que “promete”, esa promesa jamás cumplida, ángel o niño, joven o dios: no se trata de menos. Todo el resto es pérdida, pero por un momento tuvimos el milagro, y la Virgen y el Niño atravesaron el oscuro bosque con la faz radiante.
Y si a ese rostro, como a un espejo, nos volvemos, y si sólo a él lo creemos verdadero, es porque él participa de algo incorruptible y mantiene su velada promesa a la que nos aferramos como a la fe. No, no es razonable que ese anciano irreconocible siga aferrándose al joven que alumbra todavía como una lámpara la vieja fotografía amarillenta, pero por poco juicioso que parezca sólo a ella se referirá para decirnos: yo era así.
Y es aquí donde entra lo que llamo una creencia de orden imaginario o puramente afectivo, que no por eso deja de convencernos con mayor fuerza. Creo que “la alegría de la juventud” conoce el rostro de la resurrección, el rostro con que seremos reconocidos por nuestro Padre, el que él quiso desde siempre, valiéndose del tiempo para hacerlo y destruirlo. Y si sentimos como una injusticia (no siéndolo en manera alguna) la pérdida de un diente de la boca o de un simple mechón de pelo, es porque, sin darnos cuenta, nos hemos tomado por reales propietarios de una integridad que de ningún modo nos pertenece, ya que el tiempo se encarga de menguarla, con lo cual resultamos los insensatos colaboradores de esa justicia absurda cuyo primer nombre fue la caridad. Ad Deum qui laetificat juventutem meam es la misteriosa invocación del principio de la misa. Oscuramente, todos esperamos esa reparación.
Es así que cuando recordamos algún instante de dicha al que doraron estas virginales luces primeras, nos viene el fuerte deseo de revivirlas de nuevo. Quisiéramos volver a aquel sitio que alumbró tan locamente nuestra confianza, más allá de la realidad de su cambio, hasta que esa sensación de “querer volver” se transforma en una insinuante esperanza a cuya luz nos parece cada vez más posible “poder volver”. ¿Y qué hubiera podido alimentar de un modo tan secreto como eficaz nuestra confianza de “ser así” y de ser así todo lo que nos rodeaba, sino la evidencia de una promesa, de que ese “querer volver” habría de encontrar forzosamente en algún sitio, un cumplimiento? Somos los guardianes de toda esa pérdida, los únicos que podrían contar su cuento, el de los salvados de una ciudad incendiada. Una sola vez, quizás, fuimos tocados por la delicada detención de la dicha, pero lo que poseímos, en esa desposesión tremenda, fue un momento y una figura que el tiempo no podrá reclamarnos como suyo.
Cuando Proust (en la memorable página en que se pregunta por la inexplicable dicha que despertara para él al mojar la magdalena en el té) nos dice que la realidad sólo se forma en la memoria, creo que comprendió muy bien la necesidad de ese vacío intermedio para completar un cuerpo glorioso (cuyo oficio quizás sólo llene mejor la muerte), así como la incompletud de la experiencia en el presente real. Sólo que si ese fantasma ha podido alimentar un cuerpo más cierto, tendremos que tomarlo mejor por un huésped misterioso o, al menos (si es que nos parece la simplicidad del ángel una hipótesis demasiado complicada), como una visitación. Pues esos momentos —no importa lo humilde de sus recados, que sentimos tocados por lo perfecto— entregan una plenitud que no puede ser ya engendrada (pues aquello que parece ser su causa no agota su explicación) y que se aparta, como el rostro de una virgen de su oscuro y manchado progenitor, dibujándose por un momento en el oro incorruptible. Y es por eso que creemos (aunque sólo se trata de un espejismo) que ellos se forman del todo en la memoria, porque esos momentos son los únicos, quizá, que reclaman su desaparición a cambio de ser y cuya dicha es más bien la forma que toma esa misteriosa certidumbre de que sólo ellos pueden y deben morir.
Quizás fue necesario ese tiempo oscuro y confuso, en que creíamos no tener ningún pensamiento (verdadera noche de la adolescencia) para que pudieran inscribirse, como de soslayo, unas pocas cosas reales que todavía nos alegran: la humildad de la vida, unos pocos nombres, algún rostro, algunos signos.
* Fragmento perteneciente a Pequeñas memorias, publicado en 2023 por El Equilibrista, en conjunto con la Universidad Veracruzana (UV) y la UNAM.

Fina García Marruz / La Habana, Cuba, 1923-2022. Poeta, ensayista, editora e investigadora. Figura central de la literatura cubana de los siglos XX y XXI que animó, entre otras publicaciones periódicas, la célebre revista Orígenes. Autora de varios libros de poesía, ensayo y crítica literaria, entre los cuales destacan los poemarios Transfiguración de Jesús en el Monte (1947), Visitaciones (1970), Créditos de Charlot (1990), Nociones elementales y algunas elegías (1994), Habana del centro (1997) y El instante raro (2010). Su obra le valió el Premio Nacional de Literatura (Cuba) en 1990, el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda en 2007 y el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2011, entre otros.