El Paso. Postales oníricas
| Crónica, Ensayos
1
No es sencillo enviar una postal desde el paraje de los sueños. La tinta se abrasa, roja como el incendio vegetal de un ocotillo; los carteros detienen su marcha, transformados en greñudos árboles de sotol. Esa noche, en mi insomnio alucinado, vagaba por una montaña en busca de una amiga, que decía encontrarse en el mismo punto del desierto. Recorría piedras y mezquites con los ojos, en vano. Así era aquel lugar: el tiempo parecía distorsionarse, creando mundos paralelos, cercanos y a la vez inaccesibles. Aplastada por el calor, me sentaba en una roca. Para pasar el rato, trataba de dibujar en mi cuaderno un samandoque, los tallos verdes y rojos agitándose como antenas de insecto. Si el desierto está vivo (y en mi sueño lo estaba), entonces sabe todo sobre sus visitantes: la humedad que desprende el cuerpo, el peso de una huella entre las rocas. Cerca de mí, un paloverde azul respiraba por la corteza. Podía escuchar al sol entrando y saliendo por las ramas con un zumbido. Lo cierto es que no tenía idea de hacia dónde dirigirme. De pronto, el canto de un pájaro me arrancó del ensimismamiento. El desierto estaba ahí, conmigo, aguardando.
2
Recorro con C. el legendario Segundo Barrio, uno de los distritos latinos más importantes de Texas. A mi amigo, la historia de la frontera no le interesa mucho: “Por ahí hay una iglesia”, señala vagamente. “Creo que ahí hay un mural…” Yo, en cambio, apenas puedo disimular mi entusiasmo. Cumplo con los pasos tradicionales: visitar las tiendas de ropa, tomarse una selfie frente a la vecindad donde Mariano Azuela escribió Los de abajo, imaginar a los pachucos recorriendo las calles, ataviados con zoot suits. Frente al Ruidoso Market nos rebasa un grupo de cholos; miro de reojo sus brazos cubiertos de tatuajes bajo las camisas a cuadros. El mismo look abundaba en el call center de metro Revolución, recuerdo. No es lo único paralelo que descubro con la ciudad-monstruo: letreros de “se renta” en las ventanas de pequeños edificios me hacen sospechar que los precios han empezado a subir, como en todas partes. De pronto, C. se detiene frente a una casa. “Ah, eso dicen que es importante”, señala. Atrás de la reja se encuentra una placa con una foto en blanco y negro: “Este es el sitio de la residencia de Teresa Urrea (1873-1906), curandera influyente y legendaria”. “Antes estaba abierto”, recuerda C. “Había una virgen y la gente le traía velitas, pero lleva meses así”. Mientras comemos en una fonda, investigo sobre aquella mujer de origen indígena —no se sabe si mayo, yaqui o tehueco— que hacía premoniciones después de entrar en un estado cataléptico, y cuyo sudor era codiciado por despedir un olor a rosas. Acusada de inspirar rebeliones en Tomochi y Navojoa, tuvo que exiliarse en Texas durante la dictadura de Porfirio Díaz. En la noche, sueño que yo también tengo que huir y esconderme. Camino por corredores estrechos, como si la ciudad fuera un solo edificio de confusa arquitectura. Al fondo de un pasillo, una mujer baja, de cabello lacio, me mira fijamente.
3
La camioneta avanza, tanteando, por la terracería. “¿Van al desierto?”, pregunta un hombre apoyado en una cerca de alambre. “Aquí es terreno privado. Regrésense por donde mismo y dan vuelta a la izquierda”. Esa mañana, muy temprano, mi celular vibró con un recordatorio: “Nos vemos a las 10. No desayunes, iremos por burritos”. Siguieron los preparativos a toda prisa: vestirse, buscar el pasaporte, tomar el camión que para en el Puente de Santa Fe. Del otro lado esperaba mi amigo P. con su novia y su proverbial chamarra de las Chivas. “¿Todo bien en el cruce?”, pregunta. “No piden nada”, respondo, “nomás cincuenta centavos. Ni siquiera revisaron mi mochila”. “Claro”, dice P., “salir de Estados Unidos es fácil. Lo difícil es entrar”. Para darnos la bienvenida a Ciudad Juárez, un policía nos detiene en el camino por exceso de velocidad; tenemos la sensación de estar siendo atracados. “Yo no doy mordidas”, explica P., un poco apenado, mientras esperamos a que el hombre de la moto azul termine de hacerse güey atrás del coche y nos dé la multa. Finalmente —después de unos burritos con chicharrón, una parada en el Oxxo y media hora de carretera—, llegamos. Las dunas de Samalayuca se extienden frente a nuestros ojos como una vasta escenografía, un paisaje deshabitado que se extiende por kilómetros y kilómetros. En el desierto, ¿es posible hacer las veces de cronista? ¿Qué inventariar sino las bromas nerviosas de quienes practican sandboarding o el paso de las cuatrimotos dibujando espirales en las dunas? Abandono mis pretensiones: me dedico a saltar y hacer ruedas de carro igual a una niña en un inmenso arenero. El desierto: un espejo. Redundancia mineral, líquida fantasía. “Esto fue un mar hace millones de años”, aclara P., como si leyera mis pensamientos.
4
Llevan mochilas, bultos, cobijas. Perfilados por el LED rojo de los camiones de pasajeros, sus contornos cobran un aura espectral. En grupos, habitan las horas con lo que tienen a mano: anécdotas, llamadas telefónicas, una bolsa de papas fritas compartida entre seis personas. Otros tienden sus casas de campaña, o dormitan en la banqueta. Camino entre los baños portátiles y los botes de basura, evitando las patrullas que cercan la calle. Al fondo, el techo del gimnasio del Sagrado Corazón forma un triángulo, bajo el cual un cristo pintado parece sostener una lámpara blanca. Alrededor de la cruz se agrupa una mezcla curiosa de personajes: la virgen, el cura Hidalgo, Azuela, Pancho Villa, una familia cruzando el río… Reporteros con ropa oscura y lentes de marca graban la escena: “Al abrigo de los murales de Segundo Barrio, decenas de migrantes esperan a que las autoridades decidan su suerte”, relata con dramatismo una joven de pelo rubio. Frente a ella desbordan voces cargadas de mar dulce, caribeño. Me pregunto cuántas veces la humanidad ha vivido así, habitando lo provisional. Media hora antes, me encontraba haciendo fila en Ciudad Juárez, observando el microcosmos de policías, vendedores de amarantos, transeúntes y automovilistas habituados al ni de aquí ni de allá. Como una utópica postal, se extendía frente a la aduana el skyline de la ciudad de El Paso, visto desde Ciudad Juárez. El otro lado, al que nunca se llega del todo.
5
Soñé que estaba de paso. Me encontraba en el aeropuerto, acodada en una mesa de metal. Llevaba una maleta pequeña, de mano, sujeta entre los muslos. Miraba con tedio los horarios, que desfilaban en una pantalla frente a mí, demasiado rápido para ser descifrados. No tardarán en llegar, pensaba. Un instante después irrumpió en la sala un grupo de chicos flacos y andróginos, cuatro o cinco. Tenían pinta de poetas. Unos llevaban saco, otros vestían de negro. Todos estaban despeinados. Me saludaron, aunque no los conocía, y por un momento sentí algo así como un alivio. Hablaban al mismo tiempo, agitados, como si estuvieran a mitad de una gran aventura. Cerca de ahí, explicaron, se encontraban las líneas de tren, “las líneas que llevan a todas partes”. La Ciudad de México quedaba a tres horas. Y los boletos costaban sólo unos centavos. “Es el mismo tren que lleva a Chicago”, dijo un chico. “El mismo que usaba Pancho Villa”, agregó otro. En el sueño, todo sonaba lógico y relativamente sencillo. Pero los chicos seguían hablando y sus palabras adquirían una textura de tinta china, se expandían hasta convertirse en rieles que se enlazaban unos con otros en todas direcciones. De pronto, aquello cesó; los chicos se despidieron, apurados a seguir con su aventura. Yo me quedé ahí, indecisa, escuchando el silbido del tren acercarse.

Julia Piastro / Ciudad de México, 1989. Poeta, traductora, cronista y editora de fanzines. Actualmente estudia un doctorado en la Universidad de Cincinnati (Estados Unidos). Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, en el área de poesía (2017-2018). Es autora de los libros de poemas Pies en la tierra (2016) y Blues de nadie (2020), así como del libro de crónicas Derecho de piso (2023).