Traducción de Rosa de Viña.
Los promotores de una encuesta me han preguntado: “¿Qué significa Dante para usted hoy en día?”. Puesto que Dante fue el poeta más destacado de la literatura europea, para mí es como si me preguntaran: “¿Qué significa para usted hoy en día la poesía?”. Esto no me molesta del mismo modo que ciertas encuestas, realizadas por críticos internacionalistas, como por ejemplo: “1. ¿Qué piensa usted de la novela soviética contemporánea? 2. ¿Qué piensa usted del nouveau roman?”, etcétera. Porque la novela soviética contemporánea y el nouveau roman me afectan lo mismo que la temperatura mínima de antes de ayer en Manila; mientras que la pregunta sobre Dante, es decir, sobre la poesía, no solo me afecta, sino que me cautiva.
De la misma manera, cautiva a miles de personas que escriben o han escrito poesía, que se ocupan o se han ocupado de la poesía. No es una pregunta local, italiana: es una pregunta en torno a algo grande acabado, logrado, sin continuación: la poesía en Europa, en las dos Américas y en todas las partes del mundo en las que se utilizan las lenguas europeas. No se trata de Leopardi o de Torquato Tasso, se trata del mejor poeta que hayan tenido nuestras lenguas.
O sea, el productor más importante de un producto que ya no se produce. La pregunta nos interesa a todos nosotros, porque hasta hace poco tiempo casi todos nosotros participábamos, aunque fuera como consumidores, de esta producción, o de su simulacro, y la hemos visto desaparecer delante de nuestros propios ojos. Desaparecer como oficio para convertirse en vicio. Ahora somos muchos los que sostenemos que los vicios no se están regulando, que se pueden practicar de cualquier modo, y que se puede hablar incluso en público sobre este modo de practicarlos. Que es lícito, por tanto, decir que, en la práctica del vicio poético, A. se muestra más creativo que B. o que C. haría mejor en quitarse el vicio. Pero el oficio es otra cosa.
El oficio consistía en escribir: “Dulce color de un oriental zafiro”1 y entregar al lenguaje estos albores nuevos y memorables, el vicio está en el escribir de nuevo “Dulce color de un oriental zafiro” y bordárselo en el bolsillo de la camisa, o atarlo a la cola del gato; porque ¿en qué otra parte se puede poner? Dante utilizaba la poesía para demostrar su convicción, gloriosa pero caduca, de que no hemos nacido para vivir como bestias. Caduca, digo: ahora sabemos, o sospechamos, que hemos nacido para vivir como bestias.
¿Por qué? Imagino que la respuesta, si es sentimental, podría insinuar la muerte de Dios; si es concreta y estadística, el aumento de la población y su natural consecuencia, la amenaza atómica. Un día la población disminuirá, las bombas estallarán o no estallarán, una especie de Dios renacerá y habrá empezado otro ciclo; con el que Dante quizá no tenga nada que ver. Puede ser que haya sido el punto más alto de algo de lo que se llamó poesía de un ciclo ya cerrado. Pero cerrado ya en tiempos de Mallarmé y de Lewis Carroll: que no se engañen ni siquiera los más llenos de buenas intenciones como Montale o T. S. Eliot pensando que han rozado los límites. Ni los otros que por bondad contribuyeron a hacer creer a los jóvenes que el ciclo estaba todavía abierto.
Quisiera, sin embargo, que todo esto fuese una hipótesis equivocada (no se puede ser pesimista y desear, además, tener razón).
He hablado hasta ahora en nombre de los literatos; he considerado el conjunto enorme de productos poéticos de este ciclo concluso y la imposibilidad, para ellos, de añadir algo: no porque no sepan hacerlo, sino por la falta tanto de motivo como de fin para hacerlo; es obvio que un fabricante de sillas, consciente de que el mundo está lleno de interminables sillas eternas y que otras sillas no sirven, comenzaría a fabricarlas, para ahorrar, en un primer momento, sin patas, después sin respaldo, después tomaría una piedra y la llamaría silla, después una rama seca, o una botella, y por último abandonaría el problema sillas, no volvería a pensar en ello. También es posible que termine por sentir una cierta irritación delante de una auténtica silla.
Pero el resto de la gente seguiría utilizando las sillas preexistentes. Del mismo modo, “aquel conjunto enorme de productos poéticos”, hecho para ser empleado, todavía será empleado, de hecho no puede no ser empleado, hasta que ciertas condiciones persistan, entre ellas el empleo de las diferentes lenguas europeas. Hace días experimenté un ataque común de celos; y mi pensamiento, espontáneamente, se configuró en ese momento en el verso francés: “Ninon, je suis jaloux de l’air que tu respires”; este verso, en esta ocasión, había reemplazado mi propio pensamiento: pero no me parecía que debía reescribirlo; ni siquiera, buscando la originalidad, dándole una forma nueva, por ejemplo: “UFX pide convertirse en el único aire respirado por N.” o algo por el estilo.
Creo que “aquel conjunto enorme de productos poéticos” condiciona todavía nuestras posibilidades de expresión, o sea, de pensamiento, y que eso no siempre es un bien. Por ejemplo, el verso francés citado, si se traduce a la realidad, provocaría la muerte por asfixia de Ninon; cuántas veces no vemos la realidad a través de un verso que, pese a expresar un pensamiento cuestionable, consigue mágicamente presentarse como un pensamiento delicado. Los más obvios, aunque también lo más toscos ejemplos, son los refranes en verso, parásitos de la estulticia, pero mágicamente aceptados: “Donde hay camino real, no te vayas por el matorral”, “Entre marido y mujer nadie se debe meter”, o peor todavía: “Cuando el gato va a sus devociones, bailan los ratones”.
En el plano más decoroso posible, lo mismo sucede por desgracia con la Divina Comedia. Desde el principio: “A mitad del camino de la vida”;2 y de inmediato todos a suponer que la vida es un camino, sin ningún motivo. Una vez torcida la mente hacia esa dirección, y con tanta fuerza —con tanta fuerza, sobre todo—, nadie la vuelve a enderezar. Otro gran poeta escribe que “la vida es sueño”, así que hay que creer que la vida es un camino y un sueño al mismo tiempo; es extraño que esto no suponga para nosotros ninguna dificultad.
“Aquel conjunto enorme de productos poéticos” es un gran obsequio y un gran peligro. Ninguno de los vigilantes de los campos de concentración nazis se hubiera atrevido a no apreciar la sublimidad indiscutible de Mozart; ni los austríacos, a no compartir el humano sentimiento de los lieder de Schubert; ni los estalinistas, a no admirar la precisión psicológica de Tolstói. Mientras la lectura asidua y unánime de Los novios de Manzoni cubría el fascismo con su túnica desodorizante, el generoso Nietzsche justificaba la invasión de Bohemia y el buen Marx la repartición de Polonia.
El peligro más grave (¿pero por qué peligro? simplemente una nueva perspectiva) es este: que una multimillonaria proliferación de seres humanos, como dice Morante: “supernumerarios estropeados, televisados, lustrados por la bomba atómica”, extienda el nominalismo de las ideologías pueriles a objetos cada vez más complejos, hasta momificarlos y convertirlos en puros números, en todo caso vinculados a pequeños ritos: “San Marcos”, un lugar donde se entra y después de un cuarto de hora se sale; “Golfo de Nápoles”, golfo realmente bonito; “Debussy”, música que hacía la burguesía mientras decaía; “Chéjov”, actividad de los teatros patrocinados; “Shakespeare”, variedad de diálogos y vestidos del siglo XVI con crímenes; “Picasso”, dibujos torcidos para apartamentos; “Tiziano”, cuadros para museos; “Leonardo”, “Miguel Ángel” y “Rafael”, naves y genios; “Dante”, poeta nacional. Y una vez vaciados de todo significado, al contrario que el Jehová judío, a ellos no se les permite decir o saber otra cosa que no sea el nombre.
* Tomado de: J. Rodolfo Wilcock, El delito de escribir. Edición de Edoardo Camurri. Traducción de Rosa de Viña. Libros de la resistencia, Madrid, 2019, pp. 43-49.
1 Dante, Comedia, prólogo, traducción y notas de José María Micó, Acantilado, Barcelona, 2018, p. 302.
2 Ibíd., p. 46.
Autor
Juan Rodolfo Wilcock
/ Buenos Aires, Argentina, 1919 – Lubriano, Italia, 1978. Poeta, narrador y traductor argentino, que escribió en español y en italiano. Tras la publicación de su primer libro de poemas, trabó amistad con Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo. Se instala definitivamente en Italia en 1957. Es autor de libros de cuento como El caos y La sinagoga de los iconoclastas; de libros de poemas como Persecución de las musas menores o Sexto, así como de novelas y obras de teatro.