Me aproximo a la figura de Rimbaud como quien busca una epifanía.

Me encontraba en la segunda clase del seminario de poesía, todavía con mi inexperiencia sobre los hombros, cuando la escritora a cargo me designó para mostrar mi poema. Su devolución consistió en que debía ser reescrito por completo, y me recomendó no parar de escribir hasta llegar a ese momento de iluminación. Recién ahí debía detenerme. El concepto me obsesionó durante días, semanas, meses. Le escribí pidiéndole ayuda o alguna pista sobre cómo se veía, cómo se sentía ese momento. Sus muy atinadas observaciones tuvieron que ver casi siempre con modos de lidiar con la frustración. Es así como mi obsesión, una uña encarnada en un conflictivo proceso de escritura, se encuentra con este cuaderno de poesía.

Las Illuminations de Rimbaud fueron publicadas en 1886, aunque habían sido escritas ya entre 1873 y 1876. Uno de los aspectos que me interpelan desde el principio debido a mi recorrido en el campo de la narrativa de ficción, y con motivo de la pregunta que me aqueja (¿cómo acercarme a la escritura de poesía?), es que se trata de un poemario escrito en prosa. Por momentos, parece que Rimbaud estuviera relatando una serie de cuentos con una secuencia narrativa definida. El cuento como estructura narrativa tiene una fuerte presencia en todo el cuaderno (aunque siempre tangencial), e introduce dos elementos que me interesa señalar para pensar la figura del poeta que forja allí su voz: por un lado, lo mágico y, por otro, la niñez.

Esa enfance, asociada a la risa, a lo gracioso que aparece en ciertos elementos del cuaderno, da cuenta de la inocencia con que pretende revestirse el yo lírico, en tanto alegría alejada de los problemas mundanos. Crea en la poesía su propio paraíso. Pero muchas veces también, al mismo tiempo, da cuenta de un lado más oscuro u ombragé, para retomar las palabras de Rimbaud, de esa infancia, que vuelve esa inocencia un tanto siniestra, ya que se asocia con una voz narrativa adulta.

El imaginario de cuento de hadas al que da acceso la infancia, así como la proliferación de figuras míticas grecolatinas, posibilita la aparición de una fuente de conocimiento nueva respecto de lo intangible. Será el poeta, al modo del Virgilio de Dante, quien tenga acceso a esta última. Así, la confianza en la existencia de aquello que no podemos ver está puesta en un lugar diferente al relato de las Sagradas Escrituras. El cuaderno propone que esa fuente principal de conocimiento sea la literatura misma. La inocencia que conlleva la infancia es lo que permite justificar en el niño este aspecto blasfemo. Constituye el elemento que posibilita en Rimbaud este gesto polémico. La inocencia de la niñez, su ingenuidad, es entonces lo que le permite al poeta —y más específicamente al yo lírico (que la conserva, o que accede a ella a través de la poesía)― acceder al conocimiento de la esencia del universo.

El yo lírico se presenta no solamente como aquel que tiene ansias de un conocimiento de tipo ontológico, sino como aquel que ya accedió a la visión general, completa de dicha esencia (“Assez vu […] Assez eu […] Assez connu” – “Départ”), y que además se hastió de ese conocimiento (el término ennui es otro que se repite) y se permite narrarlo.

El “niño-adulto” que se encuentra en estos poemas no es simplemente un niño puro e inocente, sino que carga a la vez cierto rasgo siniestro o perturbador: la conjunción del niño con el adulto dará paso a la imagen de esa niña-monstruo de la que habla en “Phrases”, y donde la inocencia se ve de algún modo trastocada: “Ma camarade, mendiante, enfant monstre!” [“¡Mi camarada, mendiga, niña monstruo!”].

Entonces, si la figura del poeta se viste de niña-monstruo, la pregunta radica ahora en cómo narra lo inenarrable. Cómo narra ese conocimiento de la esencia al que puede acceder el poeta. Se trata de una pregunta que persigue la obra de Rimbaud y que nos hace replantearnos la polisemia del lenguaje poético como una posibilidad que radica en la desconfianza. “¿Las palabras nos traicionan?”, se preguntará Yves Bonnefoy, ávido lector de Rimbaud. “Otra vez, el paradiso del poema, esa insufrible eternidad que permanece sin decir”, dice María Negroni respecto del exilio del poeta y su relación con el lenguaje poético.

El acto de relatar este conocimiento de carácter ontológico es lo que explica que los poemas que conforman Illuminations sean tratados como imágenes en las que prácticamente no interviene la palabra. Se trata de un conocimiento primitivo en cuyo acceso el arte cumple un papel esencial, en particular la música. La elegancia y el lujo que caracterizan a esas imágenes (presencia constante del oro, la seda, las joyas), junto a la idea de elevación que aparece a la largo de todo el cuaderno (bâtirent, montez, en haut), construyen un conocimiento magnánimo pero al cual se accede como a un secreto.

La imagen del secreto está dada por la ausencia de la palabra como medio racional de acceso al conocimiento (la palabra nombrada aparece una sola vez en todo el cuaderno: “une fleur qui me dit son nom” – “Aube”) [“una flor que me dice su nombre”] y reemplazada por un acceso a través de otros “ruidos” que se caracterizan por cierta falta de forma específica, lo cual los hace lejanos y no delimitados normativamente, tal como es el caso de la palabra: en hurlant (“Vagabonds”), mugissent (“Villes”), bruits neufs / rumeurs (“Départ”), grondent (“Being Beauteous”), des tintements (“Antique”), ne sonne pas (“Enfance”), etc. Términos tales como bruissantes o bourdonnaient, de frecuente aparición, comparten la raíz de bruit, que refiere a un ruido que no respeta los límites convencionales que podrían definirlo y hacerlo aprehensible, comprensible para el sujeto. Cuando estos ruidos, que dan la impresión de escucharse bajo y de lejos (como un susurro o un secreto pero siempre incomprensible en su pronunciación), se ordenan o desordenan, toman armonía o desarmonía, es que se inscriben dentro de una forma que no es la palabra, sino la música. Dice Bonnefoy, a propósito de Barthes, quien

llegó a pensar […] que todo lenguaje es un orden, todo orden, toda orden una opresión, y por consiguiente toda palabra, aunque fuera una verdad científica, un instrumento que utiliza un poder; y que por lo tanto habría que ubicarse, para poder recobrar nuestra libertad, “fuera del poder”, hacer trampas con las palabras, burlarse de ellas jugando con ellas, lo que identifica el acto libre –y entonces la verdadera lucidez a pesar de todo, entendida esta vez como un acto- con la práctica del escritor que sabe ponerle fin a cualquier fórmula.

Ya en su obra anterior aparece esta desconfianza en el lenguaje, una experimentación con las palabras posibilitada por la excusa del mundo pseudo-infantil que crea en sus textos. Tomemos como ejemplo el poema “Voyelles”. Allí Rimbaud propone una asociación cromática alternativa a la usual (y también resulta una divergencia del canon, el orden con que presenta esa secuencia vocálica). Es decir que este conocimiento primero, que se asocia con el aprendizaje infantil, es reordenado por Rimbaud. Conjuga de modo alternativo los elementos primitivos a los cuales primero acceden los niños: los colores y las letras. Los conjuga de modo distinto y obtiene así un conocimiento completamente nuevo. Éste es el gesto de Rimbaud a lo largo de todo el cuaderno de Illuminations, y que ya se veía prefigurado en aquel poema previo: el poeta toma los elementos esenciales y los vuelve a ordenar, obteniendo algo nuevo. Si relacionamos el poema en cuestión con Illuminations, vemos que mientras la fragmentación que presenta el cuaderno excede ya la cuestión formal e incluso la cuestión del yo para volver resignificada, esto representa el mismo recurso, aunque más elaborado, que se perfilaba ya en “Voyelles” y que hace que las palabras como modo de acceso al mundo sean fragmentadas hasta su estado más primitivo, las letras, para ser reordenadas. El rasgo musical de las palabras será también, en apariencia, escindido de su función poética debido a la escritura prosaica y se presentará en Illuminations de modo separado. La disección es completa y el reordenamiento (a cargo del poeta), inminente.

Esta totalidad es contada no sólo desde un yo lírico fragmentado, sino también desde el papel del exiliado, el que habla desde el margen (para proponer un conocimiento nuevo, una producción divergente a la establecida). Para decirlo en palabras de Negroni: “¿No vivimos, acaso, en el lenguaje, esa tierra lejana, extranjera?”. Nuevamente, la capacidad de acceso al conocimiento de una totalidad, que se piensa como imposible para los límites de la razón humana, es usurpada y apropiada por el poeta. Ese Yo, asentado en la figura del extranjero (“Je est un autre”), usurpa el puesto de Dios. El poeta, en tanto reorganizador del plano no sólo semántico sino también formal del lenguaje poético, es ahora creador en un sentido nuevo. Es él quien tiene acceso a ese conocimiento primitivo, en un punto prelingüístico, que se sirve de las palabras sin agotarse, desconfiando de ellas. Es él quien contará el secreto al lector, tal vez por hastío.

En línea con la lectura de Bonnefoy, que afirma “la poesía no es otra cosa, en lo más intenso de su inquietud, que un acto de conocimiento”, es el mismo Rimbaud quien en Vies dice:

Exilié ici j’ai eu une scène où jouer les chefs-d’œuvre dramatiques de toutes les littératures. Je vous indiquerais les richesses inouïes. J’observe l’histoire des trésors que vous trouvâtes. Je vois la suite! Ma sagesse est aussi dédaignée que le chaos. Qu’est mon néant, auprès de la stupeur qui vous attend? […] Je suis un inventeur bien autrement méritant que tous ceux qui m’ont précédé; un musicien mȇme, qui ai trouvé quelque chose comme le clef de l’amour.1

 

Pablo Picasso, Retrato de Arthur Rimbaud. Litografía. 1960.


1 “Aquí exiliado tuve una escena para interpretar las obras maestras dramáticas de todas las literaturas. Les indicaré las inauditas riquezas. Observo la historia de los tesoros que ustedes encontraron. ¡Ya veo la siguiente! Como el caos, mi sabiduría también fue desdeñada. ¿Qué es mi nada, al lado del estupor que les espera? […] Yo soy un inventor harto meritorio como todos aquellos que vinieron antes de mí; un músico propiamente, que encontró algo así como la clave del amor” [Tr. del E.].

 
Versión al español de Aurelio Major

 

Portadilla de la primera edición del Zohar, Mantua, 1558.


 
El 12 de diciembre de 1665, sábado por la mañana, un rabino maniacodepresivo de Esmirna, de cuarenta años y con cara de lechuza, llamado Sabetai Sebí —el cual había estado en el meollo de una grave agitación religiosa en varias comunidades judías otomanas el decenio precedente—, se dirigió a la sinagoga portuguesa de su ciudad natal con una turba de unos quinientos seguidores. El rabino estaba furioso, pues sus órdenes de expulsar a uno de los miembros más estimados de la sinagoga habían sido desacatadas por los ancianos de la comunidad. Temerosa de la multitud, la congregación atrancó las puertas de la sinagoga, por lo que Sabetai Sebí mandó traer un hacha para entrar por la fuerza.

Sebí, que no se distinguía por su intelecto, pero sí por su mala fama, procedió a leer de una versión impresa de la Escritura —una transgresión grave, ya que la ley judía sólo permitía leer de un rollo durante el oficio— y entonces, en un gesto concebido “para confundir a Satanás” y dispersar los poderes malignos a su alrededor, “se ahuecó las manos, se las llevó a la boca y trompeteó en la dirección de los cuatro vientos”. Era, anunció, “el momento de trabajar para el Señor”. El derribo de la puerta, explicó, constituía —en “su profundo misterio”— el aplastamiento de las kelipot y comenzó a injuriar a varios rabinos antagónicos, comparando a sus predecesores y a ellos con determinados animales: éste era un camello y ése un cerdo; aquel otro era un conejo, etcétera; y todos debían comer la carne de los animales que personificaban. Terminado su descabellado sermón, se acercó al Arca de la Ley, tomó en sus brazos el rollo de la Torá y comenzó a cantar —para los que lo conocieron con una voz encantadora— una vieja balada en ladino sobre una joven llamada Meliselda. Tomada de un contexto secular español y otomano, la canción era muy popular entre los judíos ibéricos exiliados en Turquía; y, así como Yisrael Najara había trasplantado las canciones de amor seculares turcas a la tierra del verso devocional, para Sabetai Sebí la balada adoptaba inferencias místicas. La versión abreviada del poema que Sabetai parece haber cantado cuenta cómo el hablante se encontró con la hermosa hija del emperador en una ribera. En versiones más largas del poema queda claro que el amante yace con la hija en la ribera donde se encuentran. Para Sebí, señala Gershom Scholem, el poema era “una alegoría mística de sí mismo”. Meliselda era la Torá —la enseñanza, “la dama más encantadora”, como dijo una vez explícitamente— y él era el prometido que salía de sus aposentos para participar en las nupcias sagradas y consumar su matrimonio con la Shejiná y el libro de instrucciones sacras.

Aquél no fue para Sabetai Sebí su primer abrazo excéntrico. Unos diez años antes, tras haber sido expulsado de las comunidades judías de Jerusalén y Esmirna por diversos delitos de blasfemia, entre ellos el haber pronunciado el Inefable Nombre de Dios y abolir los días de ayuno, se trasladó a Salónica y otras ciudades otomanas. Allí despertó tanto la ira como el interés con sus “extrañas acciones”. En una ocasión invitó a los principales dignatarios judíos de un pueblo a un banquete en el que ofició una ceremonia nupcial íntegra entre él y un rollo de la Torá. En otra ocasión se presentó en público con un gran pescado que había envuelto como a un niño y puso en una cuna (indicando con ello que la redención de Israel llegaría a su debido tiempo bajo el signo de Piscis). Y más de una vez reconfiguró arbitrariamente el calendario judío, al trasladar las festividades de otoño, primavera y verano de los peregrinos (Sucot, Pascua y Shavuot) a una sola semana y cambiar el shabat a un lunes. Por las más flagrantes transgresiones fue azotado reiteradamente.

Mientras tanto, de vuelta en Esmirna, tras entonar y explicar al estilo cabalístico (con referencia al Cantar de los Cantares) la canción de Meliselda, el propio Sebí se reveló entonces “en términos claros e inequívocos como el Ungido del Dios de Jacob y el Redentor de Israel”. Es decir, era el Mesías, al menos en su opinión, y dividió entonces los reinos del mundo entre sus seguidores, nombró virreyes en Roma y Constantinopla y confirió a todos ellos peculiares títulos reales a menudo basados en la Biblia.

Tampoco era reciente su convicción de ser él mismo el ungido. Tuvo una vívida conciencia mesiánica de su vocación desde 1648, cuando se proclamó redentor. (Se dio la circunstancia de que ese año el Zohar prometía la resurrección de los muertos). Sin embargo, poca atención se prestó a Sebí a sus veintidós años de edad, y la declaración sólo se tuvo (como el episodio del pescado) por otra prueba evidente de su enajenamiento. Parece que repitió la reivindicación mesiánica en 1658.

Hacia 1662 Sebí ya se había establecido en Jerusalén y fue entonces cuando llamó la atención de un joven estudiante talmúdico de talento y muy creativo llamado Abraham Natán Ashkenazi (el cual pronto fue llamado simplemente Natán de Gaza). Transcurridos algunos años, mientras Sebí estaba de misión en Egipto, Natán estaba en pleno ayuno prolongado —ya de vuelta a Gaza e inmerso en el solitario estudio de la Cábala luriánica— y se había aislado “en una habitación apartada, en santidad y pureza”, cuando, según cuenta, el espíritu se apoderó de él, se le pusieron los pelos de punta, le temblaron las rodillas y “contempló la Merkabá [el carro divino] […] y le fue concedida la verdadera profecía”, cuya esencia era que Sabetai Sebí era el Redentor de Israel y que un día se proclamaría a sí mismo el Mesías. La visión duró veinticuatro horas y se dijo que había conferido a Natán poderes sagrados y curativos —entre ellos la capacidad de diagnóstico clarividente— del tipo que había desplegado Luria. Al parecer la noticia de la iluminación de Natán (si bien no el contenido de su visión) llegaron a oídos de Sebí, quien viajó a Gaza “para encontrar la paz de su alma”, es decir, para librarse del círculo vicioso de la psicosis. Natán, a quien Scholem en su magistral biografía de Sabetai Sebí compara con Juan el Bautista y con Pablo (los paralelismos entre Sebí y Jesús también son relevantes en esta historia), intentó durante varios meses convencer a un escéptico o al menos reacio Sabetai sobre la verdad de su vocación mesiánica. Finalmente, durante la vigilia de medianoche de Shavuot en 1665, Natán —en un trance y de nuevo tras haberse recuperado— hizo pública su convicción de que Sabetai Sebí era “digno de ser rey de Israel”.

A estas alturas, la idea al parecer arraigó en el propio Sebí y comenzó a descubrir las confirmaciones místicas de su unción en las lecturas numerológicas de las Escrituras, al interpretar, por ejemplo, “el espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas” del Génesis como “el espíritu de Sabetai Sebí” se movía sobre las aguas, puesto que las referidas palabras eran numerológicamente equivalentes. También hizo hincapié en el hecho —grabándolo en el anillo que llevaba— de que la ortografía íntegra de “Shadday” (como en El Shadday, o Dios Todopoderoso) y “Sabetai Sebí” eran, en la gematría, intercambiables. Es decir, Sabetai Sebí sustituyó su propio nombre por el de Dios. Asimismo, añadió a su firma el signo de una serpiente torcida (es decir, subversiva), pues el valor numerológico de la “serpiente” sagrada y del “Mesías” es el mismo. Fue una digna insignia para el hombre que llegaría a ser tenido por un “santo pecador”. En una de las muchas crueles réplicas —entre ellas toda una colección de poesía compuesta para burlarse de sus seguidores— los opositores de Sebí señalaron que “Sabetai Sebí” y ruaj sheker (el espíritu del fraude) también son numerológicamente idénticos.

Sabetai Sebí viajó luego a Jerusalén y a la capital de los cabalistas, Safed, y de allí a Alepo para regresar a su ciudad natal de Esmirna. Las frenéticas multitudes judías se apresuraban a saludar al nuevo y, sin duda, temperamental Mesías.

Al alentar el espíritu de Sabetai y producir sin tregua tratados que interpretaban sus extravagancias en clave mística, el propio Natán se transformó al cabo en el profeta y empresario esotérico de este nuevo movimiento herético. (Sabetai, por otra parte, no escribió casi nada y no legó, afirma Scholem, ni una sola frase memorable, salvo quizás la inolvidable interpretación de “Meliselda” y una o dos cartas ocasionales; asimismo dictó o contó algunas experiencias visionarias que fueron luego refundidas por escrito).

Hasta aquí los antecedentes: transcurridas las semanas y meses de su proclamación decembrina en la sinagoga, Sabetai amplió el alcance de sus acciones antinómicas (y patentemente reformistas): abolía los ayunos adicionales, convocaba a las mujeres a la Torá, permitía que ellas y los hombres bailaran juntos, ofrendaba un sacrificio y luego comía —como lo había hecho antes— la grasa prohibida y ya muy (sexualmente) simbólica del cordero inmolado. Este último acto iba acompañado, como muchos de los otros, por la bendición “Bendito seas tú, oh Dios, que permites lo prohibido [matir isurim]”, una variación de la tradicional oración matutina matir asurim (que libera al cautivo). Como Mesías, había venido a remover el pecado de Adán y para ello tenía que descender a las kelipot, al reino del mal y la transgresión.

Por raro que parezca, esta última permutación de la posibilidad cabalística era absolutamente real para los implicados, estuvieran a favor o en contra del nuevo Mesías, y la unción de Sabetai satisfizo una necesidad profundamente arraigada en las comunidades política y espiritualmente sitiadas en todo el orbe judío. El movimiento se dirigió en primer lugar, y con singular intensidad, a lo que Scholem caracterizó como “el infeliz dualismo de la mente marrana”, es decir, a los muchos súbditos judíos otomanos que descendían de conversos y habían vivido durante mucho tiempo con una profunda y lúgubre conciencia de la dualidad. (Idel llama a Sabetai “el mesías melancólico”). La historia del rápido desarrollo y la definitiva disolución de lo que acabó siendo el mayor movimiento mesiánico del judaísmo desde los tiempos de Jesús y la “primera revuelta grave en el judaísmo desde la Edad Media” es, por supuesto, larga y compleja. Baste decir que el poder del movimiento fue de tal magnitud que un tercio de los judíos del mundo se rindió al frenesí de la creencia en el magnetismo místico del Sabetai Sebí, un individuo para el cual la nueva Ley era la de su propia personalidad. A medida que las leyendas y los milagros comenzaron a acompañar a Sabetai (los pilares de fuego, la aparición de Elías, el cruce de muros, etcétera), el evangelio rebelde se viralizó y prorrumpió en las redes comunales del judaísmo exiliado hasta las comunidades de Asia Menor y Grecia, entre ellas las del Peloponeso y las islas del Egeo; luego, asombrosamente, se extendió a Holanda, Inglaterra e incluso a las Indias Occidentales; y finalmente se diseminó por toda Italia, Alemania, Austria, Polonia, Ucrania, Marruecos, Egipto, Yemen y Persia. Al cabo de dos años culminó con la conversión de Sabetai (bajo amenaza de ejecución) al islam, lo cual a su vez dio lugar a lo que Scholem definió como “la doctrina fundamental del sabetaísmo, a saber, que la apostasía del Sabetai Sebí era un misterio sagrado”.

El corazón de ese misterio es la supremacía de la fe pura como valor religioso último, en lugar de la observancia de la Ley. Además, la transgresión deliberada y cada vez más flagrante de esa Ley —“caminos torcidos” en los que, en ocasiones, cabía el incesto y otros comportamientos muy discutibles— se convirtió en marca de esa fe y en un medio para propiciar la unificación de los mundos superiores. Todo ello, por supuesto, se consumaba, según los sabeteos y Natán, sobre sólidas bases teológicas y a la manera de los nobles predecesores bíblicos de la transgresión, los que establecieron la línea davídica (es decir, mesiánica): Judá y Tamar, Booz y Rut, David y Betsabé. Al margen de ese legado, el ardid al descender con el fin de ascender era conocido por las historias de Moisés en Egipto y Ester en la foránea corte persa.

Entre los sabeteos, la dualidad marrana devino una consciente duplicidad aún más complicada y nos legó la imagen de Sabetai Mehemed Sebí, como llegó a llamarse tras su apostasía, tributando sus rezos musulmanes mientras lleva filacterias o sentado con la Torá en una mano y el Corán en la otra. Así lo cuenta un testigo contemporáneo: “A veces rezaba y se comportaba como un judío y, a veces, como un musulmán, y hacía cosas raras”. Y así un erudito resume la situación: “Los últimos diez años de su vida pueden ser entendidos como un prolongado esfuerzo […] para demostrarse a sí mismo y al mundo que las dos identidades de judío y musulmán pueden fusionarse en un solo ser humano”. Sea como fuere, se amplió el círculo de apóstatas de su entorno. Amirah —como lo llamaban sus seguidores, un acrónimo de las palabras hebreas que significan “Nuestro Señor y Rey, que su majestad sea exaltada” y un nombre que recuerda la palabra árabe amir (“emir”)— gozó de la protección e incluso de lo que pareció el afecto del sultán turco. Tras su conversión ante la corte del sultán en Adrianópolis, recibió visitantes de todos los confines, predicó en las sinagogas (a menudo alentaba la conversión y, al menos en una ocasión, leyó del Corán) y en general disfrutaba de libertad de movimiento. “Podemos imaginarlo fácilmente —escribe Scholem sobre el misticismo erótico de Sebí en sus últimos años— vestido con filacterias, cantando salmos y rodeado de mujeres y vino”.

En 1672, sin embargo, la situación cambió. Oficiales turcos, (al parecer) sobornados por los poderes rabínicos, detuvieron a Sabetai por blasfemia, fue encarcelado y al cabo exiliado a Albania, donde continuó en comunicación con sus creyentes y sujeto a períodos de iluminación. Sabetai Sebí murió (o, como sostuvieron sus creyentes, se ocultó) el Día de la Expiación de 1676, a los diez años de su apostasía y unos meses después de su quincuagésimo cumpleaños. Natán vivió en Sofía otros cuatro años y luego, al parecer de camino a Turquía, fiel hasta el final, murió en Macedonia.

*

Aunque en el movimiento muchos “creyentes” —como los seguidores de Sabetai se llamaban entre ellos, a diferencia de los “infieles”— volvieron al judaísmo normativo tras la apostasía y otros siguieron siendo firmemente judíos que habían depositado su fe en Sebí el Mesías, una pequeña proporción se convirtió al ambiguo tipo de islam que Sabetai profesó tras su conversión. Los creyentes se refirieron a esta adopción del islam como un tikún cabalístico (a la luz de Isaías 28:21: “Para hacer su obra, su extraña obra: y para hacer su operación, su extraña operación”). A la larga, y no mucho después de la conversión en masa de entre doscientas y trescientas familias en Salónica en 1683 —grupos más pequeños siguieron su ejemplo en Adrianópolis, Constantinopla y otras ciudades—, estos nuevos conversos, o dönmeh (apóstatas), como los llamaron los turcos, comenzaron a adoptar las características de una secta. Surgieron varias ramas de dönmeh y los miembros de la secta desarrollaron una compleja doble vida de “marranos voluntarios”, que vivían “en la intersección de la Cábala con el sufismo”. Rendían culto en las mezquitas como musulmanes practicantes, a veces peregrinaban a La Meca, parecían mantener vínculos estrechos con determinados movimientos sufíes y hablaban en turco mientras adoptaban nombres turcos en todos sus tratos con el mundo exterior. Al mismo tiempo, con sus compañeros dönmeh hablaban judeoespañol (ladino), empleaban nombres hebreos secretos, prohibían los matrimonios mixtos con musulmanes, mantenían sinagogas en casas de aspecto ordinario en los barrios de la secta y observaban sus propias fiestas sabeteas, aunque sólo en vísperas de un festival, a fin de no perturbar el horario de actividad “normal” y llamar la atención.

En medio de toda esta disimulación también se ocultó ansiosamente la literatura de los dönmeh. Conscientes de la amarga experiencia de sus predecesores con el judaísmo normativo y con las autoridades turcas, e inducidos por una conciencia influida por el sufismo de la importancia teológica de su dualidad, la secta, a un tiempo fanática y tolerante, insular y abierta, logró que su literatura no llegara a nadie fuera de su círculo durante casi doscientos cincuenta años. Sin embargo, en la primera mitad del siglo XX, cada vez más miembros de la secta comenzaron a asimilarse a la sociedad secular turca y, sobre todo, después del intercambio de población entre Grecia y Turquía en 1923 (que trasladó a los criptojudíos de Salónica a Esmirna al año siguiente) algunos dönmeh comenzaron a legar artículos religiosos de sus familias a amigos judíos de esas dos ciudades. Algunos de ellos, a su vez, acabaron en manos de eruditos. Así es como en la década de 1940 salieron a la luz dos manuscritos de himnos dönmeh en judeoespañol (el mayor de los cuales fue publicado en 1948, anotado por Gershom Scholem y con excelentes traducciones al hebreo de Moshe Attias). En los ochenta se identificó un manuscrito que contenía aún más himnos en una colección de la Universidad de Harvard y, desde entonces, han aparecido otros dos. Como resultado de todos estos descubrimientos, actualmente se tienen a mano más de mil doscientos himnos dönmeh, plasmaciones literarias cabales de “una teología del judaísmo sin precedentes”.

Los himnarios mismos son compactos (por lo que podían ocultarse fácilmente) y sorprende cuánto se asemejan a los manuscritos turcos otomanos, con caracteres hebreos sueltos que parecen letras árabes caligrafiadas. Aunque en general los himnos están escritos en ladino, el componente hebreo es tan llamativo que los eruditos afirman que han sido redactados en una mezcla de hebreo y judeoespañol. Las extrañas ortografías fonéticas de las palabras y frases hebreas indican que, cuando se copiaron los manuscritos (en la segunda mitad del siglo XVIII, transcurridos cincuenta años de la composición de los primeros del conjunto), la comunidad ya se había distanciado del hebreo y en realidad ya no conocía el idioma. En las colecciones, que probablemente eran himnarios familiares, se emplean dos formas en general: cuartetos rimados con un estribillo o coplas en versículos que emplean la repetición: estrategias ambas que facilitan la memorización y la recitación. El contenido de los himnos suele ser muy abstruso (en parte por la codificación del lenguaje, así como por la dificultad en el desciframiento de la ortografía y la terminología extrañas). De hecho, un especialista en el material los califica como los poemas acaso más esotéricos de la historia de la literatura judía. Sea como fuere, estaban sin duda destinados a transmitir el legado sabeteísta —su contenido, sus creencias y su pasión— y no eran, señala Attias, “poesía popular”, sino la expresión literaria de los “pastores espirituales” del movimiento.

Son especialmente fascinantes e incluso inquietantes los poemas que traman las tradiciones judías y musulmanas en el tejido mismo del verso. La influencia sufí en el movimiento sabeteo parece haber sido directa. Hay indicios de que, mientras visitaba Constantinopla, el propio Sabetai Sebí se alojó en el monasterio de uno de los principales poetas sufíes de la época, Mehmed an-Niyazi; y los dönmeh de Salónica, en particular, parecen haber mantenido contacto regular con sus pares sufíes (sobre todo con la orden bektashi, que engendró al mayor poeta medieval de Turquía, Yunus Emre, y la cual asimiló sin reparos elementos preislámicos, heréticos y cristianos). Como es sabido, la práctica sufí de la disimulación (takiye: la presentación de un exterior “normativo” para ocultar la práctica radical y la vida privada) era fundamental en la comunidad dönmeh. Es muy probable que, como resultado de los diversos y abundantes contactos, aspectos específicos del rito sufí se abrieran paso a los himnos dönmeh. Por ejemplo, los aspectos musicales y conceptuales de los vespertinos conciertos espirituales sufíes de los viernes (samá), así como la ceremonia del dhikr, corazón de la práctica ritual sufí, hallan su eco evidente en algunos de los himnos (véase, por ejemplo, el estribillo de “El gazal de bien”, más abajo: “No hay más Dios sino Él”). También se presentan gazales místicos, al estilo de Hafez, y poemas que adrede parecen confundir sentidos religiosos (como en Abenarabi), así como el deseo profano y el sagrado (como en “Meliselda”). Toda la cuestión del erotismo dönmeh ha despertado un profundo interés a medida que se difundieron rumores sobre las costumbres libertinas y los rituales de intercambio de esposas en la secta. Scholem comenta que con toda probabilidad las acusaciones se basen en la verdad, y algunos de los poemas a continuación parecen aludir de un modo algo codificado a esta práctica, a la que se denominaba “el apagado de las luces”, la cual tenía lugar en la Fiesta de los Corderos, un festival que marca el comienzo de la primavera.

A pesar de todo su sincretismo y subversión, el sabetaísmo, escribe Scholem, siguió siendo “un fenómeno específicamente judío hasta el final […] [Y], bajo la superficie de la anarquía, el antinomismo y la negación catastrófica —continúa—, estaban en juego poderosos impulsos constructivos”. Impulsos de esta especie fluyen por estos poemas de tranquila potencia, los cuales constituyen uno de los frutos más sorprendentes de este movimiento rematadamente extravagante que, desde su herejía, encerraba las semillas de la vida judía moderna.

 

Meliselda

Ascendí hasta la montaña
y bajando llegué al río
y me fijé en Meliselda,
la hija del Imperante.

Miré a esa hermosa doncella
emergiendo de las aguas:
sus cejas, arcos de noche,
su faz, un sable de luz,

sus labios, rojos corales,
su piel cual la leche, blanca.

 

He encontrado la dicha

Ya la hora es buena
cuando la luz se anida,
 entre la oscuridad
   he encontrado la dicha.

Y aquí es donde cayó
la letra de la vida,
 y con esa fortuna
   he encontrado la dicha.

Sin duda en el amor
y el temor he tomado,
 como dijo el maestro:
   he encontrado la dicha.

Para el alma en su anhelo
un indicio es bastante
 —la paz esté con él—,
   he encontrado la dicha.

La compasión se erige
nos dice nuestra fe,
 y el Rey la reconstruye.
   he encontrado la dicha.

He probado la fruta
hallada en su jardín:
 mi alma quedó saciada,
   he encontrado la dicha.

El Amor ha llegado
a consentir el Bien,
 en las loas al Rey
   he encontrado la dicha.

 

Sobre la extinción de las luces

 
1
Aquí la mesa está puesta
y se abre como una rosa.
 Come todo lo que es puro
 y se exultará en la fe,
   alegrando con el canto.

Su pan es de las alturas
y la vianda fina es santa.
 Todos son uno con él,
 mientras se exulta en la fe,
   alegrando con el canto.

Al hacer ella se muestra:
sé generoso cada hora.
 El Rey, el señor, accede
 y se exultará en la fe:
   alegrando con el canto.

Nuestras almas se han colmado:
Él cambia la luz en lo alto.
 El bien comió y sirvió
 mientras se exultó en la fe
   alegrando con el canto.

 
2
El maestro del nuestro anuncia
el misterio de lo santo.
Y se abre como una rosa.
El misterio de lo santo.

Y se aventura a salir,
sin atender lo anodino.
Es raíz del señor nuestro:
El misterio de lo santo.

Se introduce donde quiere,
no descansa ni se rompe.
El tiempo está designado:
El misterio de lo santo.

Anuló la ley, rompió
las cáscaras por completo,
restauró todos los mundos.
El misterio de lo santo.

Él es luz que ase la Nada.
Él tiene de Esther la llave:
Es el Bien, y hete aquí:
El misterio de lo santo.

 
* Introducción y poemas pertenecientes a Poesía de la Cábala. Poemas místicos de la tradición judía, de Peter Cole, versiones y traducción de Aurelio Major (Vaso Roto Ediciones, 2024).

 

 

Aquí puede leerse la primera entrada de este dossier.

 

Sebastián Martínez Vanegas

Pereira, 1996. Profesional en Estudios Literarios por la Pontificia Universidad Javeriana. En 2021 recibió el Premio de Poesía Joven RNE-Fundación Montemadrid por Coordenadas de un plano irrealizable. Entre 2023 y 2024 fue becario de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores. Su libro Tener un cuerpo es mala poesía ganó el Premio Internacional de Poesía Emilio Prados 2024.

 

Ley primera

La casa cruje como Dios.
Nadie oye su derrumbe
por lo mismo

Ley segunda

Si hay materia, hay fisura.
Cuántos quiebres
cuántos minúsculos fiordos por donde reptar
por donde agitar las alas torpemente
¿hay plantas
me pregunto
que crecen hacia dentro?

La casa es ante todo una entrada que desfasa:
siempre hay algo que queda fuera.

Ley tercera

Toda grieta es un umbral.

Ley quinta

Las casas también organizan a los hombres.

Basta con entrar en ellas
caber en donde ellas nos dejen caber
acomodar la mudanza que somos según sus jerarquías.
Basta un desliz sobre la baldosa
quizá un índice que obstruya el encaje de la puerta en su jamba
el paso en un peldaño flojo
para recordar

que el cuerpo es otra cosa.
Precisamente: una cosa.
Que se quita y se pone
tan fácil.

Ley sexta

Si hay un traqueo mínimo en la noche
como cuando la madera cruje de pronto
tienes que saber que ha sido una cucaracha que escalaba por la pared
y se cayó de espaldas.
Incluso esas minúsculas caídas fracturan el suelo de la casa.

Para vivir tranquilo hay que ignorar el propio peso.
Pisar y olvidar. Pisar y olvidar.
Es muy sencillo.
También hay otro requisito: no mirar
bajo ninguna circunstancia
hacia abajo.

Date cuenta

quédate quieto, mi amor, date cuenta
de que la lagartija sale de pronto
desde atrás de las cortinas
y corre
frenética hasta tus labios
se queda allí
detenida ante la grieta
como si todos miráramos
tu boca

nuestros ojos siempre están encima de la lagartija
por eso tiene una anatomía
tan aplastada

desde el comedor de Pereira
mi madre está tan asustada ante la lagartija
como ella de la humana
y es que es verdad que tus labios le dan miedo
mi padre, por el contrario, no le presta atención
quiere que se infeste la casa de lagartijas
para que se coman a todas las cucarachas
pero no sabe
que las lagartijas también son una plaga
que esta lagartija suena
que su cuerpo lánguido
retumba en todo el barrio
su cuerpo contra mi cuerpo asusta
date cuenta
de que nuestro beso
es una alimaña en nuestra casa
es una rapidez que se esconde
pero cuando se muestra
diminuta e insignificante
hace de la pared
el muro de la masacre
y las escobas caerán en tu boca,
mi amor,
caerán los gritos
caerá la sangre
en el muro del sacrificio
pero no importará
porque entonces me habrás tragado

 

*

 

Kirvin Larios

Barranquilla, 1993. Escritor y periodista cultural. Autor de Por eso yo me quedo en mi casa (2018). Editó la página cultural del diario El Heraldo. Periodista de la sección LGBTQ+ de Infobae desde 2022.

Mordedura

Voy a meterme en la boca un trozo de pan
no importa que esté rancio o esté duro
o que las moscas y otros dientes
se hayan cebado largo tiempo con él
Tan solo me llenaré la boca
de una sustancia concreta
un pan blanco que al comerlo me haga pensar
en la orfandad de la mordedura
No exigiré que me sacie o alimente
a su manera cada mordisco sabrá decirme
que también la orfandad es una masa inflable
un trozo de mendrugo que atorado en la garganta
incluso con una bebida caliente
y varios puñetazos en el esternón
cuesta tragar

Tumbatecho

La brisa que pasa por la cuadra
se está llevando los tejados de las casas
ahí va un vecino volando
sonríe en lo alto
no sabe que al caer le espera
un poste de luz con su enredo de cables eléctricos
amortiguarán su descenso
pero lo dejarán tostado y tieso
en pleno día

Encuentro

Si el arroyo que pasa por mi casa
me llevara a la tuya
cuántos chapuzones no me hubiera dado ya
tan solo para presentarme ante tu puerta
sucio harapiento y húmedo
pidiendo refugio en tu habitación

Allí, al calor de tu axila
veríamos caer la lluvia por la ventana
como una película mil veces repetida
—Las muertes ajenas serían un cálido
tema de conversación—

Pero el arroyo que pasa por mi casa
arrastra cuerpos bañados en sangre
hacia un lugar lejano habitado por otros cuerpos
Muchos cuerpos apilados
formando una montaña
semejante a una fuente que en vez de agua
escupe alaridos y huesos

Allí el arroyo es más poderoso
porque las lágrimas de los ahogados aumentan su caudal
Allí desembocan todos los arroyos
incluso los de tu infancia y la mía

A veces imagino que esa desembocadura
es nuestro primer y último punto de encuentro…

 

*

 

Juan Afanador

Bogotá, 1992. Antropólogo, poeta y editor. Fundador y director editorial de la revista virtual de poesía Otro páramo. Compiló Sobre las macetas. Antología de poetas nacidos después de los ochenta en Colombia (2018) y Emilia Ayarza. Antología (2020). Autor de Algo blando en cada trámite (2023). Desde 2022 publica junto a otrxs la instalación poética y artística Contaminación cruzada en el espacio público de Bogotá.

El recuerdo

El nombre de este edificio
era CUERDO.

Extraño gesto
es señalar lo evidente

porque al decir
que esos ladrillos son sensatos
racionales
se abre otra oscura posibilidad

que no lo fueran.

Habrá sido por vergüenza
por estar a una altura
más eminente
que los propietarios
minuciosos
cambiaron el nombre:

Edificio EL RECUERDO.

Creyeron
que así se alejaban de la anormalidad
y entraban al mundo sosegado
de los nombres correctos.
Pero debajo
de lo solemne
cruje la desproporción:

Prefijo procedente del latín
Unido a adjetivos
refuerza el significado

re-

Las palabras
tienen raíces que palpitan

no se pueden arreglar

tienen su propia abundancia
por venir de muchas bocas.

Son impredecibles
salvajes
no les basta con una sombra
les brotan patas y cabezas
cambian
enloquecidas.
Ningún deseo humano
las va a domesticar.

Todo persiste

No se puede destruir a los fantasmas
solamente diluirlos
hasta que sean tenues ramas transparentes
que se posan en cualquier parte
que se agregan a cualquier grieta
y se mecen con el viento de la noche.

La montaña

Para Jorge

Fuimos con un amigo
a caminar por la montaña
habíamos dormido
tres horas solamente
y la terquedad del sueño nos rayaba las cabezas.
Paramos en un claro
agotados
el viento había partido nuestros labios
y nos dolía hablar.
Entonces nos sentamos en silencio
simplemente
sobre la punta de unas piedras
en lo alto
y nos fijamos en las figuras
que armaban las hojas a lo lejos.
La naturaleza temblaba levemente
y nosotros temblábamos con ella
en un arrullo antiguo y verde.
Hacía calor y él cerró los ojos
no sé qué pensó.
Yo pensé (unas aves negras
nos empezaban a orbitar)
que este momento era importante
y tenía un lustre propio
aunque la vida fuera larga e imperfecta.

 

*

 

Manuela Gómez

Medellín, 1985. Estudió Periodismo y cursó la maestría de Creación Literaria en la Universidad Pompeu Fabra. Autora de La vida como era (2017) y La hora de los satélites (2020). En 2017 obtuvo la Beca para la Creación en la categoría de poesía, de la Alcaldía de Medellín, y en 2019, el premio del Ministerio para la publicación de una obra inédita.

Las agujas y los hilos

Admiro a las mujeres
que saben en qué lugar de la casa
se guardan las agujas y los hilos,
saben coser lo que se desgasta
limpian los envases
de mantequilla y mermelada
para ponerlos en la caneca
del reciclaje,
saben cuántas
fundas de almohadas,
cuántas sábanas tienen.

No soy como ellas
pero conservo
en una cajita bien cerrada
los regalos que me hace
mi hijo,

un pedazo de un globo
bolitas diminutas
que antes fueron un collar
recortes
de papel dorado
la punta
de un meteorito
de ladrillo,
un corazón de plástico
que brilla al sol.

Los encuentra
en el parque de su colegio
a la hora del descanso,
los mete en el bolsillo
de su sudadera azul,
me los entrega
todavía con las manos
llenas de tierra,
y yo los guardo
en esta cajita
de metal
que puse
sobre mis libros
y que me gusta
abrir a veces
cuando estoy sola.

Antes

Antes
mi hijo decía luenga
en vez de lengua.
Yo no lo corregí
ni una sola vez.
Amaba el sonido
de esa palabra extraña
como recién nacida.
Cuando alguien le enseñó
“Se dice jirafa, no firasa”
de verdad lo lamenté.
Igual con la mariposa
que antes era papiosa.
Sabía que esas palabras
no se quedarían
mucho tiempo
ahí,
en su voz.
¿Para qué apurarse entonces?
Las palabras habituales
están ahora en su sitio.
Excepto,
cuando quiere hablarme
de jaguares y dice
“mamá están en vida de extinción”.
Ya sabemos
no hay que decirle nada,
quizá queden algunos días así
en que la vida se extinga
sin intermediarios.

 

*

 

Samuel Baena

Bogotá, 1990. Profesor universitario y abogado colombiano.

Sueño

Sueño con mi padre.
Cabalgamos juntos
sobre poderosos caballos
en las praderas de ultratumba.
Despierto a la lluvia,
al café, al cigarrillo,
y a los seres humanos.
¿Por qué temen a la muerte?
La vida es don sobrestimado.

Otro sueño

Sueño con mi padre.
Ya soy adulto.
Él me da besos
con su nariz
en mi nariz
y con sus manos acaricia mis orejas.
Esto lo hacía cuando yo era un niño
(lo confirmó mi madre).
No lo sabía,
no poseía este recuerdo
hasta que el tiempo,
no sin piedad de empático enemigo
y con algo de ironía y de cinismo,
me lo devolvió en el sueño.

El muerto

Los otros no lo entienden:
cada uno carga con sus muertos
hasta su propia muerte.
Pasadas unas semanas
dejarán de darte el pésame,
y eso es bueno
(nadie quiere lástima).
Lo malo es que lo olvidan,
creen que superaste a tu muerto,
que lo dejaste atrás y eres,
otra vez, como ellos.
Los otros no lo entienden:
eres cripta, lápida y mausoleo,
tu palabra es epitafio

Lluvias

¿Cuántas generaciones habrán presenciado
esta misma lluvia?
¿Cuántas se habrán preguntado
lo mismo?

Piedra

Quisiera ser piedra.
Piedra rodante.
Piedra más vieja que todos los hombres.
Piedra más sabia que todos los seres,
porque guarda respetuoso silencio
y solemne quietud
ante el venerable prodigio cósmico.

Reencarnación

La eternidad repite sus signos.
He visto repetirse los mismos ojos en los gatos.
¿Cuántos gatos habrán visto repetirse en otros hombres los míos?

Everest

Those Himalayas of the mind
Are not so easily possessed:
There’s more than precipice and storm
Between you and your Everest.

Cecil Day Lewis

Me pregunto si Everest
quiere decir descanso eterno,
si algún explorador inglés
lo nombró con soberbia idéntica
a la de Adán cuando nombró las cosas del jardín,
creyendo nombrar por primera vez
algo que en realidad ya tenía un nombre
mucho más antiguo y poderoso.
Me pregunto si lo nombró Everest
para aludir a la muerte como final
de la expedición de la vida.
Pienso en los monjes del Himalaya,
retirados en las cuevas
junto a manantiales cristalinos,
sentados hace milenios en posición de loto.
De no ser por su meditación,
que les prepara para la muerte,
este mundo ya habría desaparecido.

 

*

 

Mónica Quintero Restrepo

Manizales, 1996. Periodista, magíster en Hermenéutica Literaria por la Universidad EAFIT y en Escritura Creativa en Español por la Universidad de Iowa. Trabaja en el periódico El Colombiano como macroeditora de Tendencias y editora de la revista Generación. Es profesora de Expresión Escrita de EAFIT. Autora de Tal vez a las cinco (2022).

Te mataron un día

cuando yo no sabía aún que la gente se moría.
No entendí la muerte ese sábado    aunque lloré toda la noche
como si hubiera sabido de tu confesión temprana:
desde las cinco eras un muerto
tal vez antes o un poco después.
Nadie se acuerda de la hora exacta
y menos yo
que entonces no sabía de horas.

Comenzaste tu vida de muerto esa tarde
y yo mi vida de huérfana ese día.

Lloramos una vez en un sueño
la única vez.
Hablamos toda la noche
y regresaste a ese lugar donde vives ahora
que no es mi casa.

Te he liberado varias veces
por un consejo repetido de los amigos:
vete, sé un muerto tranquilo
Adiós.

Y siempre has sido ese espacio vacío
en un lugar de mí que o sé dónde ubicar.
Nos mataron un sábado en la tarde
tal vez a la cinco, papá.

Ya estás viejo.
que tras la muerte
los años dejarían de contar.
Creíste mal.
Envejeces igual que yo
que estoy de este lado
sola
sin vos.

Estás viejo
aunque no se te noten los años en esa foto azul
que me mira todos los días
mientras me arrugo.

A las fotografías
no se les notan los años,
pero a los muertos sí.

Felices treinta y tres.

Existes porque te pienso.
Pongo todos los días un poco de mí
para que vivas.
No importa
si no llegas en las noches
ni respondes en las tardes.

Entiendo que en la muerte
también se esté ocupado.

 

*

 

Andrés Caro Borrero

Bogotá, 1992. Estudió Derecho y Literatura en la Universidad de los Andes. Trabajó en el gobierno durante las negociaciones de paz entre el Estado y las FARC. Sus intereses académicos radican en la intersección de la ley, las humanidades y la historia de las ideas. Actualmente estudia un doctorado en Derecho en la Universidad de Yale.

Partes

ya no sé cómo ser
del mundo
sino por partes,
nunca entero

Archipiélago

Como un descubridor
cuando ve tierra
y no entiende la tierra
—luego el tiempo
da las certezas
o las disipa­­—,
así, yo me di cuenta
de que tú eras el camino
más corto
para volver a mí.

Samsa

mi tren sale a las 5
y me rasca la barriga
no sé no sé qué hacer
no sé qué hacer
con tantas patas

Plegaria

Hazme otro

Comparaciones

Como una voz que se va
y que viene y que se va.
Como algo con alas,
como un bicho.
Como un consuelo.
Como un puñal.
Como la piel.
Como un continente,
como el tiempo.
Como un río y, allá,
como la orilla de un río.
Como una voz.
Como una pregunta,
como el mar,
como una liebre.
Como una puerta.
Como una voz
que abre puertas.
Como algo que se mueve
en la oscuridad,
como una magia.
Como un animal.
Como bastarse.
Como no ser nunca suficiente.
Como una lista.
Como el consuelo de las listas.
Como el desorden.
Como, digamos, la noche.

 

 

 
Pareciera que limitar la edad de los poetas de una selección a menores de 40 significara que se trata de poetas que comienzan. Y, aunque sí, lo cierto es que, para el caso colombiano, es también el momento en que muchos poetas han escrito su mejor obra. Hasta el punto de que puede hacerse una historia de textos de poetas colombianos escritos antes de esa edad ―que bien puede pasar que, de hecho, se confunden con la historia misma de la poesía colombiana.

El hoy considerado el gran poeta del pasado, José Asunción Silva, ya estaba muerto a la hora de cumplir 40. Durante toda la primera mitad del siglo XX se tuvo a Guillermo Valencia como el más importante poeta colombiano, todo gracias a Ritos, un libro publicado en 1899, cuando tenía 26 años. Y Aurelio Arturo, a quien hoy se valora como uno de los grandes, publicó su único libro, Morada al sur, en 1945, cuando tenía 39 años. Lo esencial de la obra de Álvaro Mutis está en Los elementos del desastre, libro publicado en 1953, cuando el poeta andaba por sus 30 años. Amantes, el principal libro de Jorge Gaitán Durán, data de 1959, cuando el poeta tenía 35 años. Y Jaime Jaramillo Escobar también tenía 35 cuando apareció Los poemas de la ofensa, su libro central. Podría seguir con más ejemplos.

En diciembre de 1975, hace medio siglo, la Revista de la Universidad de México publicó una selección de “poesía joven de Colombia” realizada por el escritor panameño Enrique Jaramillo Levi. Eran 15 poetas menores de 40 y, leída hoy, resulta muy acertada; sólo tres o cuatro nombre son desconocidos ahora. Pero están poetas que, en la actualidad, cuentan con gran reconocimiento; por ejemplo, Giovanni Quessep, Juan Manuel Roca, Elkin Restrepo, Jotamario Arbeláez o Juan Gustavo Cobo Borda, entre otros. Me enteré de esta publicación gracias a uno de los poetas que invité a la muestra que hoy traigo, muestra que, por eso, se convierte en una celebración de los 50 años de intervalo que se tomó la UNAM para hacer selecciones de poetas jóvenes colombianos en dos momentos tan distantes entre sí.

Deliberadamente he evitado la palabra antología para referirme a la selección que hoy traigo. Y no lo es: no hubo el examen de un número significativo de textos y, luego, una escogencia de “lo mejor” que es lo que denota la palabra antología. Como ocurre en los países hispanohablantes, la mayor parte de los libros que se publican se deben a menores de 40 y haría falta una lectura más extensa para hacer una verdadera antología.

Pero lo que considero destacable, es más, lo que me motivó a emprender esta muestra, es el admiración que me produjo la calidad de una buena cantidad de los textos de autores jóvenes que caían en mis manos, en algunos casos porque sus autores me los hacía llegar: me asombró que leyera uno y me gustara, y luego otro y lo mismo, y esto, varias veces hasta darme cuenta de que había un grupo asombrosamente extenso de menores de 40, colombianos, que mostraban una calidad, un talento y un dominio técnico que, de ordinario, son escasos y que estaban resultando en abundancia.

Como si fuera poco, otros indicios me confirmaron que no se trataba meramente de una sensación subjetiva. Me refiero a los premios que han ganado algunos de ellos; tengo presentes el Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe a la Creación Joven, obtenido en 2015 por María Gómez Lara, el Premio Internacional de Poesía Arcipreste de Hita que ganó Carlo Acevedo en 2018 y que también ganó Amalia Moreno Restrepo en 2019; el Premio de Poesía Joven Radio Nacional de España y la Fundación Montemadrid, obtenido por Sebastián Martínez en 2021; el Premio Nacional de Poesía, obra inédita, que favoreció a Tania Ganitsky en 2018.

Merece destacarse la pluralidad de tonos, de voces, de asuntos, de músicas que tienen estos poetas. No se trata, como ocurría hasta las épocas del modernismo, de una sola retórica interpretada por los poetas de cada generación. No. Aquí se encuentra desde el más depurado lirismo hasta el más desparpajado coloquialismo, desde una muy sofisticada imaginería hasta las voces más directas. Y lo mismo con los temas: vuelven al tema mismo de las palabras, tratan el amor, la naturaleza, la injusticia social, la confesión íntima, el sueño, la muerte, el pasado, el olvido…

—Darío Jaramillo Agudelo

 

María Gómez Lara

Bogota, 1989. Doctoranda en Poesía Latinoamericana por la Universidad de Harvard y lectora visitante en la Universidad Complutense de Madrid. Estudió Literatura en la Universidad de los Andes en Bogotá. Es maestra en Escritura Creativa en Español por la Universidad de Nueva York y en Literaturas y Lenguas Romances por la Universidad de Harvard. Ha publicado los poemarios Después del horizonte (2012), Contratono (2015, Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe a la Creación Joven 2014) y El lugar de las palabras (2020).

 

El lugar de las palabras, II

por alguna razón
siempre pensé que las palabras
sólo sufrían de amenazas metafóricas
a diferencia del cuerpo o incluso el corazón
(porque ambos empezaban a romperse con el mundo)
y los oía quebrarse
sentía los huesos rotos
sentía la vida hecha polvo se anunciaba el dolor desde antes
cuando oía el golpe el estruendo el portazo la caída
por ejemplo
cuando llegaste tú
las palabras eran otra cosa
las palabras eran mías
y si se rompían yo podía repararlas
por ejemplo cuando no sabía
cómo nombrar la herida que dejaste
para empezar a cerrarla
escribí y escribí y escribí
tantos poemas
que no se parecían a tu nombre
que no eran suficientes
que no trazaban la forma de tu hueco
palabras y palabras y palabras que no bastaban para borrarte
pero ocupaban un espacio en la página
y al verlas dibujadas
comenzaba a sanar
al rodearte con ellas
empezaba a convertirte en cicatriz

 
 
Ese sonido

es el sonido de la piel cerrándose supongo
la cicatriz cosiéndose

los diecinueve puntos de metal
o tal vez algo más profundo

algo que craquea desde los huesos
las placas tectónicas de mi cráneo
juntándose otra vez
después del terremoto
reacomodándose
o tal vez algo más profundo aún
tal vez es mi cerebro lidiando con su hueco
haciendo su duelo
echando de menos el corazón que le quitaron
buscando a toda costa una materia
para cubrir la ausencia
creando
como puede
conexiones
de la nada
conexiones
nuevas
para el vacío
tapándolo con algo
tal vez
ese sonido
es mi cerebro
reinventándose

 

*

David Marín-Hincapié

Buga, 1990. Escritor y profesor de literatura. Estudiante de la maestría en Escrituras Creativas de la Universidad EAFIT. Autor de Abro la noche (2011), Remanencia (2014) y La luna cambia de jardín (2020). Se ha desempeñado como docente de la Red de Escritores Ciudad de Medellín y la Universidad de Antioquia. Actualmente es catedrático de la Universidad Pontificia Bolivariana.

 

Remanencia
 

Lo irreal intacto en lo real devastado.
René Char

 
Entre los brazos se recogen y un rumor de hojas sin fin los arrastra. Ya están aquí las mareas de los signos húmedos y frescos. Nombran el peso de una boca y la duración en la que han sucedido los desgarros. Nombran las heridas por donde el deseo aventuró la desobediencia. Nombran las dos caras de un solo enigma y anuncian la perfección del silencio. Duermen los cuerpos. No se sabe aún si despertarán para el anhelo o el desdén.

*
Están cautivos en el éxtasis y se acarician en los resguardos de un invierno áspero. Reciben con fijeza la luz del blanco nocturno. Es bello enloquecer en el oro que la noche esplende. Aquí el silencio mana y se reconcilia con el abandono.

*
Fundirse en los rostros más bellos. No en los que surgen del rayo implacable de la máscara, sino en los más oscuros, en los rostros que se sustraen a la multiplicación errónea del simulacro. Fundirse en el ritmo de las noches, cuando los insectos proclaman su vertical suspenso, y abandonan su habitual forma de ir en estridencia, con alas de frágil interrogación. Y a la menor señal del deseo, en la mínima ceremonia de la carne enhiesta, abalanzarse en el cuerpo, escurrirse en su claridad, más alto cada vez y en desordenada obediencia. Y defender el ritual de los secretos en la corriente inmóvil de las posesiones, para que en un atajo subterráneo los cuerpos se proyecten sedientos, al dorado camino donde se acoplan los arroyos seminales, con la fuerza de las usurpaciones, con las mordeduras inscritas en el lomo, bajo el brillo desolado y la dura materia de las pesadillas.

*
Sin duración en las hojas, sin duración en las piedras, la luz avanza con adherencia torpe. Los lugares en los que esta luz reposa son los lugares de la desaparición. En las mañanas más claras, cuando todos los ríos descienden vírgenes, a esta luz apacible se le impone el error fatal de los condenados al desencuentro. Es la misma luz que tiene en contra no el deleite de las pieles sedientas, sino el muro descomunal de ese sueño todavía sin deglutir en la horas primarias. Es la luz que asiste en los placeres de la materia, justo antes de que en los cuerpos se hayan solidificado, al borde de las fauces y por entre los acoplamientos, cada uno de los torrentes que se mezclaron en el hervidero del yo. Es la luz que sopla de donde ha escapado la sustancia del deseo bajo el signo de la tortura, y su torpeza es la pérdida de la distracción.

*
Bordean el lago. Advierten que es el verano de los nacimientos. Una música de pájaros los conduce al interior de los frutos. Están presos en la locura de los hongos. Ni siquiera el aroma del rosal ocultará el detritus para el que están destinados. No saben que cosechan la traición. 

*
¿Cómo pueden mirarse con indiferencia un par de animales sosegados? ¿Cómo pueden suponerse colmados dos cuerpos a los que se les impone la transparencia de unos labios expertos en vértigos y desapariciones? Han morado lo suficiente en el deseo como para olvidarse. Pueden escapar a la opacidad de una noche, y luego sobreponerse a la fugacidad. Pueden dejarlo todo, sumidos en el residuo de un cause blanco entre las manos. Que la humedad preserve esta serenidad de los cuerpos y que no se extinga la luz en la posterioridad de la eyaculación.

*
Han sido tragados otra vez por la oscuridad. Y son pacíficos ante las fieras nocturnas. Ya se reconocen en el nombre impuro de las traiciones. Los aromas en los que consultan la nostalgia es materia aborrecible. Se dejarán seducir por las palpitaciones del bosque como lobos que cohabitan la irritación. Indiferentes al oxido y al olvido, de la verdad solo conservan la lágrima.

*
La posibilidad es acechanza y pervive en la inclinación de unos párpados. ¿Después de la sombra, quién participará de los falsos instantes? Ya separados e imprecisos arribarán al ácido nombre de la desaparición.

*
Ante la ausencia y el olvido inminente la libertad es otra dádiva de la destrucción, como la luz y el perfume de un árbol simplificado.

 
 
La noche refractaria

 

Me inicio en misterios sencillos elaborados con palabras transparentes.
Álvaro Mutis

 
I
Viene la noche. Anuncia la sed y la oscuridad e irrumpe con alas de insectos. La neblina ingresa hasta las residencias, al fondo de galerías donde descansa el deseo. Hay un silencio obsequioso que se levanta desde estos animales inexpertos.

II
Oyen el rumor del río. Una vez cubiertos por la saciedad, se adentran por espacios claros, por misterios que advierten la densidad de una semilla y su aliento.

VI
Esta es una escena de orfandad. Es una ráfaga de temblores cuya agitación devora figuras arrancadas a la insurrección del sueño. Visiones de materia líquida al interior de una negación que meditaba en silencio.

VIII
Advertir este plácido fluir de luminosidad: corre el viento entre el bambú y asciende la neblina del agua que se torna oscura en una concavidad del lecho. En el aire ya se anuncia la reanimación de los insectos, sucede la blancura matinal, asoman los pájaros extasiados y su articulación ya invade los intersticios entre una hoja y otra. El cuerpo depredador se retira al interior del verde transparente. A lo lejos cascos de caballos surcan la orilla del río.

 

*

Wilson Pérez Uribe

Medellín, 1992. Poeta y ensayista. Autor de El amor y la eterna sinfonía del mar (2011), Movimientos (2018), Libro de la mirada (2020), Interior con luz solar (2021) y Estudio de las pérdidas (2022). Ha emprendido proyectos de formación y de lecturas en voz alta sobre literatura china y literatura japonesa en la Universidad de Antioquia y en la ciudad de Medellín.

 

Nocturno #2, op. 9 ―Frédéric Chopin―

El cuerpo quiere ser ola y espuma. Tras las ruinas de la tarde no queda más que el consuelo de una música callada. Los libros están ordenados. Las palabras por decir ya se han dicho. El aire es ligero, está tatuado de un aroma muy lejano, tal vez sea la presencia de algo perdido. Mientras camino por la habitación, de ida y vuelta, como transitando una ruta en el desierto que imponen las cosas, llevo a cuestas la tarea de descifrar el mundo en el sonido de una palabra. Entre las manos se diluye la forma como se aprendieron a unir los vocablos en la memoria. El corazón solo sabe de esa música recobrada en un tiempo y perdida al ser escuchada. No vale preguntarle al corazón, su respuesta es la misma, un ritmo secreto que alienta en el vivir y cuyo pálpito disminuye instante a instante. El poema: el mismo hilo, la herida de una palabra, la costumbre de borrar los trazos al mirarlos. El poema: si lo pensaba era una imagen verbal vívida; si lo transcribía era un acto doloroso, una exigencia apasionada que me enfrentaba directamente con el reverso de las cosas. Tal vez nunca sabremos cómo nace el poema o cómo surge el fuego del madero.

 
 
Melodía en do menor, op. 4, N. 2 ―Fanny Mendelssohn―

Una gota en la ventana hilando, al verla, los tejidos de un Recuerdo: el rostro de una mujer joven cuya condición de sombra hoy se revela presente, algo palpable. El lenguaje se hace cuerpo, gesto, palabra. Los tiempos se superponen. La memoria ordena entre la niebla una pocas imágenes y un único instante es una piadosa inquietud.

Contemplar en ese silencio de la gota de agua, aferrada aún al vidrio, sus lágrimas abundantes, su ajustado cabello el eco de su voz. Su recuerdo persistirá mientras la gota se deslice sobre la ventana. Todo pasado en su mayor claridad es irrecuperable, todo intento de atesorarlo es un vano estímulo; siempre se recae en la deformación o en la transformación. Tal vez toda presencia sea la memoria de aquello que no podremos recuperar.

Ha caído la gota de agua. Qué admirable su deslizarse sobre el cristal. Ha dejado una recta humedad en la que he creído recobrar la tersura de sus manos o la razón de la tristeza que hizo de su sueño la trama de una larga vigilia.

 
 
Distancia imposible

Pero acá estamos los dos,
cuerpo a cuerpo,
inventando el tiempo
que habitan nuestros ojos.
Y nos pasamos la vida mirándonos
como si el mundo
sólo fuera un río de pausada corriente.
Y nos dejamos ir sobre el agua,
ágiles, con las palabras en la boca.
El tiempo, entonces,
es esa pequeña palabra
que siempre nos asalta desde el borde.
Pero acá estamos los dos,
cuerpo a cuerpo,
habitantes del poema
que nos mira al escribirlo.
Estamos en la orilla,
desnudos frente a la luz.
Alguien nos viste, nos abriga.
Somos la lejana memoria
de alguien que nos lee.

 

*

Amalia Moreno Restrepo

Medellín, 1990. Poeta y artista plástica. Autora de Los 16 motivos del Lobo (2015) y Tal vez hoy sobre mañana (2020, Premio Internacional Arcipreste de Hita 2019). Estudió Literatura en la Universidad Javeriana de Bogotá. Actualmente vive en Rionegro, donde trabaja en su próximo libro y en proyectos plásticos.

 


Canción del rendido

Por aquel otro
que no está cuando en presente
responde por su nombre por supuesto
domicilio y dos apellidos
a duras penas o de buena gana
medio vivo medio muerto
se levanta de su puesto se sienta
revive al timbre de la campana
porque no ha muerto
no oye porque no quiere
se tropieza sin querer y sin ganas
se levanta al timbre de la orden
obedecen las rodillas a los pasos
subordinado cansancio
madruga por el pan o por el hambre
yace sin lecho porque no tiene donde dormir,
por aquel otro que
sin embargo sin orden sin agente
perdió algo una noche
perdió la casa
perdió la cosa
quedó de rodillas y perdió la vida sin encontrar nada,
por aquel otro
que se sienta
y lee un poema como si nada.

 
 
El mal concreto

El mal empieza
en el mal concreto
en el mal principio
en los malos materiales
en el cemento malo
en la línea mal trazada
en las malas paredes
corroídas de corrupción
se levanta mal el techo
se levantan mal los hijos
duermen mal
comen mal
sirven mal la mesa
mala leche mal de estómago
desarrollo malo padres malos
mala confianza mal civil
mala persona malo el juicio
malo el juez mal bandido
mal honrado mal disfrazado
el policía malo el obrero malo
el electricista malo el transformador malo el sistema malo la luz mala
el mal de ojo mal de intención
el mal de adentro
el mal del alma
mal de instinto
malo con el perro
malo con la vida
el mal principio
el mal concreto.

 

*

Tania Ganitsky

Bogotá, 1986. Doctora en Filosofía y Literatura, profesora del departamento de Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana y coeditora del fanzine La Trenza. Autora de los poemarios Dos cuerpos menos (2018, Premio Nacional de Poesía de Colombia para Obra Inédita) La suspensión de los objetos flotantes (2021), Rara (2022), Desastre lento (2023) y de los ensayos El fuego que quería recordar (2022) y Emily Dickinson y lo incompleto (2023).

 

Las velas tiemblan antes
de apagarse
como ojos antes de llorar

no hay diferencia
entre el fuego y el agua
en óvalos pequeños

 
 
Deberle los poemas no escritos al tiempo
en que no se escribieron
a la imaginación que todavía no los imagina
a la memoria suplantada
por el olvido
al olvido suplantado por el dolor, etcétera.

 
 
El sapo convaleciente dijo:
amé el sonido de la lluvia
la noche de la lluvia
la taquicardia de la lluvia
la bilis negra de la lluvia
los charcos.

 

*

Santiago Rodas

Medellín, 1990. Publicista, filósofo, ilustrador, muralista y profesor universitario. Autor de Gestual (2014), Trampas tropicales (2015), Plantas de sombra (2018), Materias inestables (2021) y Érase una vez un poeta (2022). Editor en Atarraya Editores y miembro del comité editorial del periódico Universo Centro. Mantiene el blog Poesía innecesaria.

 

El secreto

Lo hací­amos en la manga
detrás del solar de Tere,
una manga que ya no existe,
donde ahora hay una casa de dos
pisos con terraza.
Yo le decí­a o ella me decí­a
vamos allí­, vamos allí­
y nos metí­amos entre la yerba alta
y nos fijábamos que no viniera nadie
y cuando nadie vení­a
cerrábamos los ojos,
apretábamos las manos,
y nos acercábamos hasta darnos un beso,
un pico, porque era solo con los labios,
pero se sentí­a tan peligroso
que era más que un beso
por lo prohibido,
por lo animal,
porque luego
cuando jugábamos escondidijo
y todos nos veí­an,
sólo nosotros sabí­amos el secreto
y más aún
sabí­amos que compartí­amos la misma sensación
de tener un secreto
ocultos ante la vista de todos,
y esa era una mejor sensación
que la que nos dejaba el beso,
o quién sabe.
Lo más probable es que
no sintiéramos nada
y fingiéramos sentir cosas
todo por serle fieles al secreto compartido.

No recuerdo por qué dejó de pasar,
sólo sé que ahora ella es una cajera en un banco
y hace años perdí­ su rastro.

Seguramente besa otras bocas
de deportistas o de ingenieros informáticos,
y yo beso bocas de poetas inéditas
y de escritoras promesas.
Espero que algún dí­a, quizá en una fila de un banco
nos reconozcamos
y luego no miremos a los ojos
y no digamos absolutamente nada.

 
 
Érase una vez un poeta
al que se le apareció el espíritu
de María Mercedes Carranza.
El poeta, al principio, brincó del susto,
pero después de que la poeta
le dijera que tranquilo, que ella no hacía nada,
se fueron a tomar aromática
en el barrio La Macarena

en un negocio de unos hípsters.
Y hablaron de poesía
y se rieron de los textos
de los piedracielistas
ente otros temas.
El poeta le confesó el amor por la obra de la suicida
y después se quedaron en silencio.
Caminaron por las calles gélidas
de la capital hasta que se hizo de noche.

 
 
Érase una vez un poeta
combatiendo la reproductibilidad de la
Thumbergia Alata
conocida como Ojo de poeta
o Susanita de ojos negros.
El poeta macheteó la fronda fulgurante,
quemó los bordes de su terreno,
aplicó toda clase de venenos a la flora,
sin embargo, la obstinada plaga aparecía de nuevo
una y otra vez, sin cejar.
Como último recurso
el poeta vencido y achispado
decidió hablarle al forraje invasor,
lo increpó con el arsenal de palabras
que aprendió de los libros y de las calles
hasta que después de unos días
del performance palabroso
en uno de los brotes en flor
el poeta escuchó un susurro incomprensible
que con el pasar del tiempo
se fue volviendo lenguaje vegetal.
El poeta, después de descifrarlo,
procedió a anotar una ominosa línea en su libreta
y se prometió no volver a escribir
una palabra más
en su vida.

 

*

Carlo Acevedo

Barranquilla, 1988. Es economista por la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá y máster en Escritura Creativa en Español de la Universidad de Iowa. Autor de Fortuna del día (2019, Premio de Poesía Arcipreste de Hita 2018). Actualmente es profesor universitario y dirige Punto y Seguido, un taller de escritura creativa en Barranquilla.

 

Ha desaparecido la ventana:
las ramas de otoño,
el azul que moría en el cielo,
el cartel que anunciaba,
en el errático baile de la brisa,
la más reciente exposición
del Museo de Historia Natural
de Iowa City.

 
 
Simplemente sentarse:
el canto del grillo
es el canto del grillo
cuando la luz del día
y las ramas de los árboles
se reúnen en dos convicciones:
quietud y silencio.

 
 

Mi boca sólo llega al signo
Claudio Rodríguez

No quiero nombrar al álamo.
Quiero decir al álamo:
que mi palabra sea el rumor
de su frondosidad.

 

 

 

Retrato de Alexandr Pushkin por Orest Kiprenski (1827).

 

A Gabriel Zaid, que ama los versos, en sus 90 años

 
Tan fértiles en fábulas, los griegos destacan por su talento para crear pequeñas historias que ilustran dramáticamente cómo empezaron cada cosa y fenómeno: los mitos. Y sin embargo, no estimaron necesario explicarse el surgimiento de la rima. No es desdén: el verso griego se estructura cuantitativamente (valores de largo y corto) y no “a sillauas cuntadas”, como prescribe el mester de clerecía castellano, con la consecuencia de prescindir de la rima como remate obligado de línea. De hecho, en el periodo clásico se evitaba el homoioteleuton o igualdad sonora, considerándolo un vicio de lenguaje –tal como los prosistas de las lenguas modernas derivadas del latín evitan la cacofonía de consentir asonancias involuntarias–. Fue sólo en el periodo alejandrino, es decir postclásico, que se experimentó ampliamente con el homoioteleuton como efecto buscado en la prosa –guiño no del ojo sino acústico– y no como defecto. Ya Aristóteles reporta el fenómeno (Retórica, 5.9.9), lo mismo que Quintiliano (9.3); la oratoria de Cicerón presenta en su inigualable prosa pasajes famosos de paralelismos sonoros.

Pues ayuntar palabras debido a la semejanza fonética es tan antiguo como la civilización humana. La poesía china rima desde tiempos milenarios, lo mismo la sánscrita; posteriormente, el procedimiento es común en árabe, desde antes de la era islámica, tanto en verso como el homoioteleuton o prosa rimada (en árabe sadj o saj’), presente lo mismo en las Mil y una noches que en el Corán.

Andando los siglos de siglos, Alexandr Pushkin (1799-1837), espíritu refinado sin perder pie con la belleza de los usos llanos de la lengua hablada, tuvo la ocurrencia o divina inspiración de cubrir la laguna y le inventó una fábula a la génesis de la rima. Las convenciones literarias de la época postulaban que la poesía rusa, y de lenguas eslavas en general, tuviese escansión cuantitativa, a semejanza de las clásicas, pero con la gala o dificultad añadida de rimar.

Tal como nos informan los especialistas en Pushkin, este poemita habrá sido sumamente llamativo para sus primeros lectores, pues el poeta, ya entonces célebre, presentó una composición cuantitativamente medida pero sin rima. Acudió al dístico o pareado elegiaco (hexámetro seguido de pentámetro), robustecido por un par de cláusulas espondeas que se encuentran en el paso de los hemistiquios (óó+óó). El asunto del poema es, entonces, doble: tema o anécdota de la historia y tema (o recurso estructural) dominante: sonidos que repercuten y machacan. Todo ello de modo que la trama sonora tendiese un puente entre el inicio y la última palabra, consistente en el nombre de la divina criatura, por aquel entonces miel y hiel consuetudinarias de los versadores. Es así que Rima surge de las cuartetas, entrevista como personaje a lo largo del breve poema y sonoramente anticipada.

Pienso que si algún scholar hubiese explicado a Poe lo que informan en sus prefacios los traductores del padre de la poesía rusa moderna, el bostoniano habría sentido que un alma gemela eslava lo había precedido por algunas décadas, al otro lado del Pacífico norte, cruzando las estepas hacia el oeste del globo terráqueo. Pushkin y Poe: dos de los mayores arquitectos decimonónicos del artefacto y artificio de la composición medida y rimada. (Cómo traducir a Pushkin era uno de los temas recurrentes de discusión entre Edmund Wilson y Vladimir Nabokov.)

Si la laboriosa estrategia de Pushkin fue ésa, ¿por qué no intentar invertir el camino y que por una vez, desde el inicio, los sonidos consonantes estén diciendo el nombre de la recién nacida así como el oficio al que su madre fue condenada? En este caso: un ejercicio indirecto en versos rimados pero libres de medida silábica. Pues ahora, en nuestro tiempo, en español como en tantas lenguas occidentales, la mayor parte de la poesía escrita se presenta a línea suelta y sin igualdad sonora en el remate, en formas más o menos estructuradas del universo llamado verso libre. (No obstante, la poesía de tradición oral mantiene medidas y rimas, donde ha encontrado sus nichos y bastiones, con su propio público destinatario que celebra o vitupera a cada vate.)

Con toda evidencia, en esta modesta emulación no parto del poema original sino de traducciones; en particular ha retenido mi atención la solución que Antony Wood propone para el inglés, acompañada de algunas notas complementarias (Alexandr Pushkin, Selected Poetry, Harmondsworth, Penguin, 2020).
 

*

Rima

Paseaba Eco una mañana, ninfa sin reposo, por el río Peneo,
Febo la descubrió, al instante poseyéndola, incendiado de deseo.
Así la ninfa maduró la semilla del fuego divino,
parlanchinas Náyades rodeándola, en el trance sibilino.

La partera Mnemosine dio a luz una criatura de grande estima;
maliciosa, ágil, favorita de cada musa;
creció a imagen de su madre, dotada de ciencia infusa,
fue de todos consentida; la llamamos Rima.

 

 
La poesía sobre los héroes de la Independencia de México es una de las manifestaciones literarias que los poetas del siglo XIX realizaron para dejar testimonio de la veneración y respeto por los hombres y mujeres que lucharon por la libertad. En sus poemas quedaron plasmados la admiración, el culto y el homenaje a los héroes que combatieron por la Independencia.

Francisco Manuel Sánchez de Tagle es un ejemplo donde héroe, patria y poesía se engarzan para dejar constancia del significado de la gesta revolucionaria:

¡Salve mil veces, noche venturosa,
que al héroe diste saludable abrigo!
Gózate ¡oh patria! de los héroes cuna.
Viendo ya salvos a los más queridos:
hoy tu sien orna su mayor hazaña.
En su loor suenen inmortales himnos.

Pero a la voz de Sánchez de Tagle se unen en una polifonía las voces de poetas románticos y modernistas del siglo XIX, para crear un cuadro vivo del acontecimiento más importante de México: la lucha por la Independencia. A través de la poesía seleccionada en este libro, vemos cómo la historia y la poesía se fusionaron para dejarnos un legado de riqueza literaria donde el hecho histórico y el lenguaje poético se dieron cita en el poema. En esta polifonía nos encontramos la veneración por Miguel Hidalgo y Costilla, y José María Morelos y Pavón; tampoco escapan a las plumas de los poetas: la descripción de la Batalla del Maguey, de 1811; el Sitio de Cuautla de 1812; la ejecución de Mariano Matamoros, Pedro Moreno y Hermenegildo Galeana; la campaña del español Xavier Mina en San Luis Potosí; la historia de amor de Leona Vicario y Andrés Quintana Roo; la celebración a Josefa Ortiz de Domínguez; y el homenaje a Agustín de Iturbide. Pero no todo es muerte y batallas; Vicente Riva Palacio muestra, en plena guerra, la alegría sencilla del pueblo en todo su colorido:

Por donde quiera enramadas,
en las que vendiendo están
aguas frescas y sandías,
y al son de un arpa tenaz
nativos y forasteros
bailan con dulce igualdad;
se oye la voz estentórea
del que tiene el carcamán,
y de otro, que lotería
llama a todos a jugar.
En grupos la muchedumbre
se agita, en constante afán,
ávida de divertirse
anhelando por gozar.

Los poetas, que en sus versos rindieron tributo a los héroes de la Independencia, utilizaron las formas poéticas imperantes. Cultivaron, entre otros, el verso de arte mayor y el octosílabo; se practicó con esmero la versificación silábica y estructuras estróficas diversas. El poema de largo aliento se hizo presente en Sánchez de Tagle, Quintana Roo, Francisco Ortega, Riva Palacio, Guillermo Prieto, Díaz Mirón y Amado Nervo, mientras que se rendían al soneto Fernando Calderón, Juan Valle, Rosas Moreno, Manuel Acuña y Rafael López. Por su parte, Guillermo Prieto eligió el romance para narrar los hechos y hazañas de los héroes. En estos trece grandes poetas encontramos la tradición poética decimonónica: neoclasicismo, romanticismo y modernismo.

El objetivo de esta antología fue reunir en un solo libro la poesía escrita sobre los héroes de la Independencia de México a lo largo del siglo XIX. Para este proceso se recurrió a una bibliografía en la que se encontraban los poemas dispersos tanto en antologías como en los libros de los autores antologados. La investigación fue lo más exhaustiva posible; se pretendía encontrar poemas dedicados a todos los considerados héroes de la patria. Pero los poetas solamente versificaron sobre trece de ellos, incluyendo a Agustín de Iturbide, consumador de la Independencia. Otro propósito fue ver cómo en esta poesía se fijaron los atributos, casi míticos, de quienes participaron en la gesta insurgente y que ayudaron a la construcción de la identidad de la nación mexicana. Durante el largo proceso nos encontramos con poetas consagrados y otros en el completo olvido. Para la elaboración de las semblanzas de los poetas nos servimos de los textos de críticos y estudiosos cuyas palabras permitían ver con claridad y agudeza las características de su poesía. Como resultado, a través del estudio-prólogo y de la poesía reunida, el lector puede ver cómo la Independencia de México y sus héroes quedaron inscritos en la historia y en el poema.

De esta forma, el libro cumple una deuda con la poesía escrita sobre nuestros héroes a lo largo del siglo XIX, la que no ha tenido difusión y tampoco ha sido estudiada; y que reviste una gran importancia histórica y literaria. También es rescatar del olvido a poetas que fueron artífices de la poesía mexicana que ayudó a la construcción de la literatura y la identidad nacional. En los poemas aquí reunidos, poesía e historia se unen en un mismo ánimo: enaltecer a quienes dieron a los mexicanos patria y libertad.*

—León Guillermo Gutiérrez

 

José Rosas Moreno (1838-1883)

Guerrero

En los montes del Sur, Guerrero, un día,
alzando al cielo la serena frente,
animaba al ejército insurgente
y al combate otra vez lo conducía.

Su padre en tanto, con tenaz porfía,
lo estrechaba en sus brazos tiernamente,
y en el delirio de su amor ardiente
sollozando a sus plantas le decía:

“Ten piedad de mi vida desgraciada;
vengo en nombre del rey, tu dicha quiero;
poderoso te hará, dame tu espada.”

“¡Jamás!” llorando respondió Guerrero;
“¡tu voz es, padre, para mí sagrada;
mas la voz de mi patria es lo primero!”

 

Manuel Acuña (1849-1873)

Hidalgo

Sonaron las campanas de Dolores,
voz de alarma que el cielo estremecía,
y en medio de la noche surgió el día
de augusta Libertad con los fulgores.

Temblaron de pavor los opresores,
e Hidalgo audaz al porvenir veía,
y la patria, la patria que gemía,
vio sus espinas convertirse en flores.

¡Benditos los recuerdos venerados
de aquellos que cifraron sus desvelos
en morir por sellar la independencia;

aquellos que vencidos, no humillados,
encontraron el paso hasta los cielos
teniendo por camino su conciencia!

 

* Fragmento de la presentación a La poesía de la Independencia de México (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2024), editado por León Guillermo Gutiérrez.

 

 
Nota preliminar y traducciones de Alejandro Bekes

 
Quien se asoma a la vida mortal de Giacomo Leopardi (Recanati, Italia, 1798 – Nápoles, Italia, 1837), a su niñez y adolescencia aplicadas sin tregua a estudios de una desproporcionada exigencia, no puede menos que sentir asombro y consternación ante la inextricable mezcla de genialidad precoz y de radical invalidez (invalidez provocada o agravada por el aislamiento, por el cerrado ambiente familiar y por su condición física) de cara a las cosas más llanas de la vida, o que a la mayoría le parecen más llanas; su condición de virtual prisionero que sólo puede escaparse escribiendo versos, versos propios, en medio de las incontables traducciones y notas eruditas que pueblan las “páginas transpiradas”, le sudate carte, de que le habla a su querida Silvia, ya fantasma, en uno de sus más hermosos poemas. Al mismo tiempo, la extrañeza o el desconcierto del lector se disipan al más ligero contacto con el maravilloso canto que es su poesía. Se diría, fantaseando un poco, que los átomos que pueden dar a este mundo hastiado una voz única no llegan a unirse sino en torno a una falta; una falta abismal. Una falta: a la vez una falla, un error y un vacío, una íntima ausencia, un hueco que haga de caja de resonancia a la cuerda destinada a vibrar. La explicación no alcanza, es claro; pero los talentos básicos del poeta: una percepción de sutileza exquisita, la inteligencia superior, la fantasía, la voluntad constructiva, la intensidad, la inventiva verbal, y sobre todo un oído y un dominio apasionado del lenguaje, están en Leopardi en su más alto grado, más allá de toda ponderación. Es evidente, casi hasta el escándalo, que traducirlo es profanarlo; aun así, la cercanía fraterna de su lengua, la belleza alcanzada sin esfuerzo visible, la incurable tristeza, parecen llamar “con gemido indecible” a quien ha contraído el hábito dudoso de traducir. Aquí estoy yo ahora, prologando bien o mal los pocos poemas suyos para los que he ido buscando por décadas un avatar castellano. Porque siempre en esto hay amor, y como en todo amor, también riesgo. El traductor lo siente en cada necesaria y penosa decisión que asume al poner la mano, que se siente torpe y pesada, sobre la delicadeza infinita del texto, sobre la intangibilidad tácita de la confidencia única, de la piedad musical.

El propio Leopardi, hallándose en Bolonia en 1826, escribió este resumen de su juventud, mostrándose en tercera persona, en una carta a su amigo Carlo Pèpoli:

Te mando las noticias poco notables de mi vida… Hijo del conde Monaldo Leopardi de Recanati, ciudad de la Marca de Ancona, y de la marquesa Adelaida Antici, de la misma ciudad, el 29 de junio de 1798, en Recanati. Ha vivido siempre en la patria hasta la edad de 24 años.

Preceptores no tuvo sino para los primeros rudimentos, que aprendió de pedagogos, mantenidos expresamente en casa por su padre. En cambio, tuvo a su disposición una rica biblioteca, reunida por el padre, hombre muy amante de las letras.

En esta biblioteca pasó la mayor parte de su vida, tanto como se lo permitió su salud, destruida por sus estudios; los que comenzó independientemente de los preceptores a la edad de diez años, y que continuó luego siempre sin reposo, haciendo de ellos su única ocupación.

Aprendida, sin maestro, la lengua griega, se entregó seriamente a los estudios filológicos, en los que perseveró por siete años; hasta que, dañada la vista, y obligado a pasar un año entero (1819) sin leer, se dedicó a pensar y si aficionó naturalmente a la filosofía; a la cual, así como a la literatura que le es congenial, ha estado casi exclusivamente atento hasta el presente.

Con 24 años fue a Roma, donde rechazó la prelatura y las esperanzas de un ascenso rápido, que le ofrecía el cardenal Consalvi, gracias a las vivas instancias hechas en su favor por el consejero Niebuhr, por entonces enviado extraordinario de la Corte de Prusia en Roma.

Vuelto a la patria, de allí pasó a Bolonia, etcétera.

Sigue a esto un listado de sus obras publicadas hasta la fecha. Este viaje a Bolonia y a Milán era la segunda de sus “fugas” (la primera, como él dice, la había hecho a Roma, en 1822). Desde mucho antes, en su temprana adolescencia, Giacomo mantenía correspondencia con los más célebres eruditos de Italia y trataba con ellos de igual a igual. Lo distinto, sin embargo, es que en cierto momento empieza a escribir poesía propia y se revela como un poeta absolutamente original.

A fines de ese mismo 1826 Leopardi regresó a Recanati, donde pasó un lúgubre invierno, atormentado, según solía, por el frío, pero también por una persistente fatiga de sus ojos, que apenas le permitía leer. Trabajó, sin embargo, corrigiendo las pruebas de sus Operette Morali y redactando un índice temático para su diario, el Zibaldone dei pensieri. La familia y allegados lo recibieron con cierta admiración, pues ahora publicaba en revistas bien reputadas de Milán y Florencia; pero estos éxitos le daban otro pie para salir de la cárcel doméstica. Antes de finalizar el otoño de 1827, Giacomo, desoyendo el mandato paterno, resolvió mudarse a Pisa, donde, le habían dicho, los inviernos eran benignos.

Ríos de tinta ha hecho fluir la tenaz tiranía de Monaldo sobre su hijo superdotado y enfermo. Un fragmento de la correspondencia entre padre e hijo, que tomo prestado de la biografía escrita por Antonio Colinas, ilustra mejor que cualquier teoría cómo eran las cosas. Leopardi se había instalado en Pisa a su entero gusto, feliz con el clima de la ciudad, que le permitía trabajar hasta tarde con las ventanas abiertas y pasear a sus anchas, para descanso de su vista y de su cuerpo maltrecho. Giacomo le escribe a su padre a principios de noviembre, explicándole sus razones para alejarse de Recanati. El padre le responde, recriminándole “su continuo ir y venir” y ofreciéndole, si vuelve a la ciudad natal, una habitación con todas las comodidades para pasar el invierno “sin sentirlo”. Giacomo responde:

Cuando pueda vivir en Recanati con salud suficiente y con la posibilidad de ocuparme del estudio sólo como de un pasatiempo, no tardaré ni siquiera un momento en volar allí; renunciando a la gloria, y al placer, y a las ventajas de vivir en un lugar donde sea apreciado, buscado y cortejado, en vez de despreciado y fugitivo (como lo he sido obligadamente en Recanati, algo que ha dañado para siempre mi carácter), me estableceré allí para vivir a su lado y no alejarme nunca jamás.

Pasa de Pisa a Florencia a comienzos de ese verano; sin embargo, enfermo y deprimido, asediado por la idea del suicidio, tras rechazar la insistencia afectuosa de sus amigos toscanos para que se quede con ellos, así como una oferta de incorporarse a la Universidad de Bonn, resuelve volver a Recanati para ver a los suyos antes de morir. No muere, sin embargo; y aun en la postración que le acarrea el retorno a la mezquina ciudad de su nacimiento, para la que no ahorra ningún desprecio, logra componer algunos de sus poemas más memorables y hermosos: “Le ricordanze”, “La quiete dopo la tempesta”, “Il sabato del villaggio”, “Il passero solitario” y el “Canto notturno di un pastore errante dell’Asia”. La idea de este último le fue sugerida por unas líneas del barón de Meyerdorff, autor de un relato de viajes, donde se lee que, en ciertos pueblos de Oriente, algunos pastores “pasan la noche sentados sobre una piedra, mirando la luna e improvisando, sobre palabras muy tristes, cantos que no lo son menos”. Su hermana Paolina, que lo asiste en sus momentos más penosos, copia con amor los versos de Giacomo.

Repuesto y lleno de renovados proyectos, en la primavera de 1830 acepta la hospitalidad de sus amigos toscanos y parte rumbo a Florencia. El conde Montaldo no acude a despedir a su hijo, a quien no volverá a ver nunca. Desde Florencia le escribe a Paolina: “…Que sepan los recanateses, que vean con los ojos del cuerpo —que son los únicos que tienen— que el jorobado de los Leopardi sirve para algo en un mundo en el que Recanati ni siquiera es conocida por su nombre”.

En la patria de Dante se reencuentra con Antonio Ranieri, joven napolitano de familia noble, que lo acompañará en este último período de su existencia, y se enamora de Fanny Targioni, mujer casada que no habrá de corresponderle (enamorada de Antonio, que a su vez no le corresponde). En abril de 1831 se publica en la misma Florencia la primera edición de los Canti de Giacomo Leopardi, que tuvo un gran eco. Transcribo las palabras que su amigo Vincenzo Gioberti le escribe desde Turín:

Esta obra se busca aquí y es leída con ardor por los jóvenes y por todos aquellos que están capacitados para pensar y sentir. Y todos, después de la lectura, coinciden conmigo en decir que son los más hermosos versos líricos que se han escrito en Italia después de Petrarca […] En mi opinión, habéis dejado atrás al Tasso del Aminta y a todos cuantos han intentado traspasar a la poesía italiana la originaria serenidad y pureza de la poesía griega.

Al parecer, la estrecha amistad con Ranieri alejó a Leopardi de sus amigos florentinos. En octubre de 1831 parten ambos a Roma. La estancia en la ciudad duró poco, sin embargo; retornan a Florencia a comienzos del año siguiente, faltos de dinero y atraídos por el odore di femmina que exhalaban la ya nombrada Fanny y una actriz a la que perseguía Ranieri. Todo fue decepción para Leopardi, quien poco a poco comprende que no hay ninguna esperanza de amor para él y escribe los desolados versos de Amore e morte y de A se stesso, cuya conclusión famosa no puede expresar mejor lo que se llama nihilismo, pero que encierra, además, una acusación directa contra Dios, “el horrendo poder que, oculto, en común daño impera”.

El destino último del poeta no será su tierra natal (que era para él, según decía, lo mismo que una tumba) sino Nápoles, la tierra de su amigo, adonde llega en 1833 precedido por su creciente fama. Allí pasará los cuatro años finales, marcados al final por el sufrimiento más extremo, en una larga y despiadada agonía. El poeta August von Platen, que lo visitó en 1834, se espantó de verlo, y dijo de él que llevaba “una de las vidas más miserables que se pueda imaginar”. También apuntó que su gran cordialidad y su vasta cultura disipaban enseguida la mala impresión inicial. En 1835 se publicó en Nápoles una segunda edición, ampliada, de sus Canti. Los lectores admiraban al poeta, pero cuando se paseaba por las calles los niños lo perseguían con burlas y hasta con piedras. También allí escribirá sus dos últimos grandes poemas, “Il tramonto della luna” y “La ginestra o il fiore del deserto” (“La retama o la flor del desierto”).

Giacomo Leopardi murió en Nápoles el 14 de junio de 1837, poco antes de cumplir 39 años.

 
 
La noche del día de fiesta

Dulce y clara es la noche y calla el viento,
y baña los tejados y los huertos
lenta la luna, revelando, lejos,
serenas las montañas. Oh mi amada,
ya callan los senderos, rara brilla
por los balcones la nocturna lámpara:
tú duermes; dócil sueño te retiene
en tu cuarto tranquilo, y no te muerde
ningún pesar; no sabes ya, ni piensas
en la herida que abriste aquí en mi pecho.
Tú duermes: yo este cielo, que benigno
quiere mostrarse, a saludar me asomo,
y a la naturaleza omnipotente,
que me entregó a la angustia. Aun la esperanza
te niego, dice, aun la esperanza; y nada
te hará brillar los ojos sino el llanto.
Distinto fue este día; ahora descansas
de divertirte; y quizá en sueños vuelven
cuantos de ti gustaron hoy y cuantos
te gustaron; no yo, que ya no espero
que en mí tú pienses. Y pregunto en tanto
cuánto más viviré, y aquí por tierra
me arrojo, y grito, y tiemblo. ¡Horrendos días
aun en tan verde edad! Ay, por la calle,
no lejos, oigo el solitario canto
del artesano que regresa, tarde,
tras los placeres, a su pobre albergue;
y con fuerza me oprime el corazón
pensar cómo en el mundo todo pasa,
casi sin dejar huella. Así se ha ido
el día festivo, y al festivo el día
vulgar le sigue, y se nos lleva el tiempo
todo humano acaecer. ¿Dónde está el eco
de los pueblos que fueron? ¿Dónde el grito
de los claros ancestros y el imperio
de Roma y de sus armas y el fragor
que anduvo por la tierra y el océano?
Todo es paz y silencio, el mundo todo
reposa y ya de aquellos no se habla.
En mi primera edad, cuando se espera
ansiosamente el día de fiesta, luego
que había pasado, yo angustiado, en vela,
me agitaba en el lecho; y ya muy tarde,
un canto que se oía en el sendero
alejarse muriendo poco a poco
me oprimía igualmente el corazón.

 
La sera del dì di festa

Dolce e chiara è la notte e senza vento,
E queta sovra i tetti e in mezzo agli orti
Posa la luna, e di lontan rivela
Serena ogni montagna. O donna mia,
Già tace ogni sentiero, e pei balconi
Rara traluce la notturna lampa:
Tu dormi, che t’accolse agevol sonno
Nelle tue chete stanze; e non ti morde
Cura nessuna; e già non sai nè pensi
Quanta piaga m’apristi in mezzo al petto.
Tu dormi: io questo ciel, che sì benigno
Appare in vista, a salutar m’affaccio,
E l’antica natura onnipossente,
Che mi fece all’affanno. A te la speme
Nego, mi disse, anche la speme; e d’altro
Non brillin gli occhi tuoi se non di pianto.
Questo dì fu solenne: or da’ trastulli
Prendi riposo; e forse ti rimembra
In sogno a quanti oggi piacesti, e quanti
Piacquero a te: non io, non già, ch’io speri,
Al pensier ti ricorro. Intanto io chieggo
Quanto a viver mi resti, e qui per terra
Mi getto, e grido, e fremo. Oh giorni orrendi
In così verde etate! Ahi, per la via
Odo non lunge il solitario canto
Dell’artigian, che riede a tarda notte,
Dopo i sollazzi, al suo povero ostello;
E fieramente mi si stringe il core,
A pensar come tutto al mondo passa,
E quasi orma non lascia. Ecco è fuggito
Il dì festivo, ed al festivo il giorno
Volgar succede, e se ne porta il tempo
Ogni umano accidente. Or dov’è il suono
Di que’ popoli antichi? or dov’è il grido
De’ nostri avi famosi, e il grande impero
Di quella Roma, e l’armi, e il fragorio
Che n’andò per la terra e l’oceano?
Tutto è pace e silenzio, e tutto posa
Il mondo, e più di lor non si ragiona.
Nella mia prima età, quando s’aspetta
Bramosamente il dì festivo, or poscia
Ch’egli era spento, io doloroso, in veglia,
Premea le piume; ed alla tarda notte
Un canto che s’udia per li sentieri
Lontanando morire a poco a poco,
Già similmente mi stringeva il core. 

 
 
A la luna

Luna llena de gracia, yo recuerdo
que hace ya un año, sobre esta colina,
con angustia venía a contemplarte:
dabas entonces sobre aquella selva
como haces hoy, que toda me la aclaras.
Mas nebuloso y trémulo del llanto
que bajo el párpado nacía, a mis ojos
tu rostro aparecía, que penosa
era mi vida: y es, no cambia estilo,
oh amada luna. Y aun así me agrada
la remembranza, y evocar el tiempo
de mi dolor. ¡Oh, cómo grato ocurre
en la edad juvenil, pues larga fluye
aún la esperanza y la memoria es breve,
el recordar de las pasadas cosas,
aun cuando es triste y la aflicción perdura!

 
Alla luna

O graziosa luna, io mi rammento
Che, or volge l’anno, sovra questo colle
Io venia pien d’angoscia a rimirarti:
E tu pendevi allor su quella selva
Siccome or fai, che tutta la rischiari.
Ma nebuloso e tremulo dal pianto
Che mi sorgea sul ciglio, alle mie luci
Il tuo volto apparia, che travagliosa
Era mia vita: ed è, nè cangia stile,
O mia diletta luna. E pur mi giova
La ricordanza, e il noverar l’etate
Del mio dolore. Oh come grato occorre
Nel tempo giovanil, quando ancor lungo
La speme e breve ha la memoria il corso,
Il rimembrar delle passate cose,
Ancor che triste, e che l’affanno duri!

 
 
A Silvia

Silvia, ¿recuerdas todavía
el tiempo aquel de tu vida mortal
cuando resplandecía la belleza
en tus rientes ojos fugitivos,
y ascendías, alegre y pensativa,
tu umbral de juventud?

Sonaban los tranquilos
cuartos, la calle en torno,
con tu perpetuo canto
mientras atenta a la obra femenina
te sentabas, contenta
del vago porvenir con que soñabas.
Era el mayo oloroso: y tú solías
así llevar tus días.

Yo, dejando un momento
el grato estudio y las cansadas páginas
donde mi edad temprana
gastaba y aun de mí la mejor parte,
por los balcones del paterno albergue
al sonar de tu voz ponía el oído
y a tu mano veloz
que recorría la empeñosa tela.
Veía el sereno cielo
y las calles doradas y los huertos
y el mar a la distancia y aquí el monte.
Lengua mortal no dice
lo que el pecho sentía.

¡Qué pensamientos suaves,
qué armoniosa esperanza, oh Silvia mía!
¡Cómo entonces veíamos
la vida y el destino!
Cuando revivo la ilusión aquella,
una emoción me oprime
desconsolada, acerba,
y torno a padecer mi desventura.
¿Por qué, naturaleza,
por qué, naturaleza, tú no cumples
aquello que prometes? ¿Por qué engañas
de tal modo a tus hijos?

Sin que el invierno aun agostara el pasto,
ya tú, de un ciego mal vencida y rota,
morías, tierna amiga. No pudiste
ver la flor de tus años:
no te acarició el alma el dulce elogio
de tus cabellos negros,
o del mirar esquivo enamorado,
ni en los días festivos tus amigas
del amor te hablarían.

También moría mi esperanza dulce
poco después: también a mí el destino,
me negó, y a mis años,
la juventud. ¡Ay, cómo,
cómo te fuiste, amada compañera
de mi niñez, y tú, ilusión llorada!
¿Es éste el mundo aquel? ¿Éstos los goces,
el amor, los afanes, los sucesos
de los que tanto conversamos juntos?
Al surgir la verdad
caíste, desdichada: y con la mano
la muerte fría y la desnuda tumba
mostrabas a lo lejos.

 
A Silvia

Silvia, rimembri ancora
Quel tempo della tua vita mortale,
Quando beltà splendea
Negli occhi tuoi ridenti e fuggitivi,
E tu, lieta e pensosa, il limitare
Di gioventù salivi?

Sonavan le quiete
Stanze, e le vie d’intorno,
Al tuo perpetuo canto,
Allor che all’opre femminili intenta
Sedevi, assai contenta
Di quel vago avvenir che in mente avevi.
Era il maggio odoroso: e tu solevi
Così menare il giorno.

Io gli studi leggiadri
Talor lasciando e le sudate carte,
Ove il tempo mio primo
E di me si spendea la miglior parte,
D’in su i veroni del paterno ostello
Porgea gli orecchi al suon della tua voce,
Dd alla man veloce
Che percorrea la faticosa tela.
Mirava il ciel sereno,
Le vie dorate e gli orti,
E quinci il mar da lungi, e quindi il monte.
Lingua mortal non dice
Quel ch’io sentiva in seno.

Che pensieri soavi,
Che speranze, che cori, o Silvia mia!
Quale allor ci apparia
La vita umana e il fato!
Quando sovviemmi di cotanta speme,
Un affetto mi preme
Acerbo e sconsolato,
E tornami a doler di mia sventura.
O natura, o natura,
Perché non rendi poi
Quel che prometti allor? perché di tanto
Inganni i figli tuoi?

Tu pria che l’erbe inaridisse il verno,
Da chiuso morbo combattuta e vinta,
Perivi, o tenerella.
E non vedevi
Il fior degli anni tuoi;
Non ti molceva il core
La dolce lode or delle negre chiome,
Or degli sguardi innamorati e schivi;
Né teco le compagne ai dì festivi
Ragionavan d’amore.

Anche perìa fra poco
La speranza mia dolce: agli anni miei
Anche negaro i fati
La giovinezza. Ahi come,
Come passata sei,
Cara compagna dell’età mia nova,
Mia lacrimata speme!
Questo è quel mondo? questi
I diletti, l’amor, l’opre, gli eventi,
Onde cotanto ragionammo insieme?
Questa la sorte delle umane genti?
All’apparir del vero
Tu, misera, cadesti: e con la mano
La fredda morte ed una tomba ignuda
Mostravi di lontano.

1828

 
 
Canto nocturno de un pastor errante del Asia

¿Qué haces, luna, en el cielo? ¿Qué haces, dime,
oh silenciosa luna?
Surges, crepuscular, y los desiertos
vas contemplando; luego allá te escondes.
¿Aún no estás satisfecha
de retomar tu rumbo sempiterno?
¿Aún no te apartas, aún estás curiosa
de mirar estos valles?
Se parece a tu vida
la vida del pastor.
Se alza al primer albor,
mueve el rebaño por el campo y ve
rebaños, fuente y hierbas;
y a la tarde, cansado, se recoge:
otra cosa no espera.
Dime, luna: ¿qué vale
al pastor esta vida
y a vosotros la vuestra? ¿Adónde tiende
el breve vagar mío
y tu curso inmortal?

Viejo blanco y enfermo,
harapiento y descalzo,
con un pesado fardo en las espaldas,
por montaña y por valle,
por roca aguda y grietas y honda arena,
al viento, a la tormenta, y cuando abrasa
la hora, y cuando hiela,
divaga, corre, anhela,
torrentes cruza y charcos,
cae y resurge y más y más se apura
sin reposo ni alivio,
mísero, ensangrentado; hasta que llega
allá adonde el camino
y adonde tanto fatigar se vuelve:
hórrido abismo inmenso
donde, al precipitarse, todo olvida.
Luna virgen: y tal
es la vida mortal.

Nace el hombre a fatigas
y es con riesgo de muerte el nacimiento.
Prueba pena y tormento
antes que nada; y al principio mismo
lo toman padre y madre
a consolarlo por haber nacido.
Cuando creciendo viene
lo sostiene uno u otro y así siempre
con actos, con palabras
quieren forjarle el ánimo
y consolarlo de la humana suerte:
otro oficio más grato
no conciben los padres por su prole.
Pero ¿a qué dar al sol
y tener en la vida
a quien consuelo de ella necesita?
Si vida es desventura,
¿por qué tanto nos dura?
Pero así es, luna, de hecho,
nuestro estado mortal.
Mas tú mortal no eres:
tal vez de mi decir poco te atañe.

Tú, solitaria, eterna peregrina,
que vas tan pensativa, acaso entiendes
de este vivir terreno
lo que es el padecer y el suspirar,
lo que es este morir, este supremo
palidecer del rostro,
el adiós a la tierra, adiós a toda
acostumbrada, amante compañía.
Tú de cierto comprendes
el porqué de las cosas, ves el fruto
del alba y del ocaso,
del callado, infinito andar del tiempo.
Tú sabes, cierto, a cuál dulce amor suyo
ríe la primavera,
a quién sirve el ardor y qué procura
con su hielo el invierno.
Mil cosas sabes tú, miles descubres
que a la simpleza del pastor se ocultan.
Si a menudo te miro
tan muda estar sobre el desierto llano
que con el cielo en su girar confina;
o bien con mi majada
trashumando seguirme paso a paso,
y cuando miro el cielo alto de estrellas,
digo entre mí pensando:
¿A qué tantos candiles?
¿Qué hace el aire infinito, y la profunda
infinita quietud? ¿Y qué nos dice
la inmensa soledad? Y yo, ¿qué soy?
Conmigo así razono: y de la estancia
desmedida y soberbia,
y de tanta familia innumerable,
de tanto afán y tanto movimiento
de las cosas del cielo y de la tierra
que sin reposo giran
para tornar al punto de partida,
fin alguno, algún fruto
adivinar no sé. Mas ciertamente
tú, doncella inmortal, todo lo sabes.
Esto conozco y siento,
que de tu eterno giro
y de mi esencia frágil
tendrá bien o contento
otro, que para mí es un mal la vida.

Rebaño mío que feliz reposas
porque creo que ignoras tu miseria,
¡con qué envidia te miro!
No sólo porque vas
casi libre de afanes
y de penuria y daño
y de extremo temor pronto te olvidas,
sino porque jamás tedio has sentido.
Con sentarte a la sombra y sobre el pasto
estás contento y quieto
y gran parte del año
consumes sin disgusto en tal estado.
Yo en la hierba, a la sombra, aun reposando
un fastidio me embarga
la mente, y su aguijón tanto me punza
que allí quieto estoy lejos más que nunca
de encontrar paz o asilo.
Y eso que nada anhelo
y no tengo hasta aquí causa de llanto.
No sé decir; pero te sé dichoso.
Y yo gozo aun muy poco,
rebaño, y no me quejo de esto sólo.
Si hablar supieras, te preguntaría:
Dime, ¿por qué yaciendo
a su gusto y ocioso
todo animal disfruta,
mientras que el tedio asalta mi reposo?

Si tuviera yo alas
quizá para volar sobre las nubes
y nombrar las estrellas una a una
o como el trueno errar de cumbre en cumbre,
sería más feliz, dulce rebaño,
sería más feliz, cándida luna.
O quizá desvarío
viendo lo que la suerte en otros hace.
Quizá, sea cual sea
su estado o forma, y en cubil o cuna,
funesto el día natal es a quien nace.

 
Canto notturno di un pastore errante dell’Asia

Che fai tu, luna, in ciel? dimmi, che fai,
Silenziosa luna?
Sorgi la sera, e vai,
Contemplando i deserti; indi ti posi.
Ancor non sei tu paga
Di riandare i sempiterni calli?
Ancor non prendi a schivo, ancor sei vaga
Di mirar queste valli?
Somiglia alla tua vita
La vita del pastore.
Sorge in sul primo albore
Move la greggia oltre pel campo, e vede
Greggi, fontane ed erbe;
Poi stanco si riposa in su la sera:
Altro mai non ispera.
Dimmi, o luna: a che vale
Al pastor la sua vita,
La vostra vita a voi? dimmi: ove tende
Questo vagar mio breve,
Il tuo corso immortale?

Vecchierel bianco, infermo,
Mezzo vestito e scalzo,
Con gravissimo fascio in su le spalle,
Per montagna e per valle,
Per sassi acuti, ed alta rena, e fratte,
Al vento, alla tempesta, e quando avvampa
L’ora, e quando poi gela,
Corre via, corre, anela,
Varca torrenti e stagni,
Cade, risorge, e più e più s’affretta,
Senza posa o ristoro,
Lacero, sanguinoso; infin ch’arriva
Colà dove la via
E dove il tanto affaticar fu volto:
Abisso orrido, immenso,
Ov’ei precipitando, il tutto obblia.
Vergine luna, tale
È la vita mortale.

Nasce l’uomo a fatica,
Ed è rischio di morte il nascimento.
Prova pena e tormento
Per prima cosa; e in sul principio stesso
La madre e il genitore
Il prende a consolar dell’esser nato.
Poi che crescendo viene,
L’uno e l’altro il sostiene, e via pur sempre
Con atti e con parole
Studiasi fargli core,
E consolarlo dell’umano stato:
Altro ufficio più grato
Non si fa da parenti alla lor prole.
Ma perchè dare al sole,
Perchè reggere in vita
Chi poi di quella consolar convenga?
Se la vita è sventura,
Perchè da noi si dura?
Intatta luna, tale
È lo stato mortale.
Ma tu mortal non sei,
E forse del mio dir poco ti cale.

Pur tu, solinga, eterna peregrina,
Che sì pensosa sei, tu forse intendi,
Questo viver terreno,
Il patir nostro, il sospirar, che sia;
Che sia questo morir, questo supremo
Scolorar del sembiante,
E perir dalla terra, e venir meno
Ad ogni usata, amante compagnia.
E tu certo comprendi
Il perchè delle cose, e vedi il frutto
Del mattin, della sera,
Del tacito, infinito andar del tempo.
Tu sai, tu certo, a qual suo dolce amore
Rida la primavera,
A chi giovi l’ardore, e che procacci
Il verno co’ suoi ghiacci.
Mille cose sai tu, mille discopri,
Che son celate al semplice pastore.
Spesso quand’io ti miro
Star così muta in sul deserto piano,
Che, in suo giro lontano, al ciel confina;
Ovver con la mia greggia
Seguirmi viaggiando a mano a mano;
E quando miro in cielo arder le stelle;
Dico fra me pensando:
A che tante facelle?
Che fa l’aria infinita, e quel profondo
Infinito Seren? che vuol dir questa
Solitudine immensa? ed io che sono?
Così meco ragiono: e della stanza
Smisurata e superba,
E dell’innumerabile famiglia;
Poi di tanto adoprar, di tanti moti
D’ogni celeste, ogni terrena cosa,
Girando senza posa,
Per tornar sempre là donde son mosse;
Uso alcuno, alcun frutto
Indovinar non so. Ma tu per certo,
Giovinetta immortal, conosci il tutto.
Questo io conosco e sento,
Che degli eterni giri,
Che dell’esser mio frale,
Qualche bene o contento
Avrà fors’altri; a me la vita è male.

O greggia mia che posi, oh te beata,
Che la miseria tua, credo, non sai!
Quanta invidia ti porto!
Non sol perchè d’affanno
Quasi libera vai;
Ch’ogni stento, ogni danno,
Ogni estremo timor subito scordi;
Ma più perchè giammai tedio non provi.
Quando tu siedi all’ombra, sovra l’erbe,
Tu se’ queta e contenta;
E gran parte dell’anno
Senza noia consumi in quello stato.
Ed io pur seggo sovra l’erbe, all’ombra,
E un fastidio m’ingombra
La mente, ed uno spron quasi mi punge
Sì che, sedendo, più che mai son lunge
Da trovar pace o loco.
E pur nulla non bramo,
E non ho fino a qui cagion di pianto.
Quel che tu goda o quanto,
Non so già dir; ma fortunata sei.
Ed io godo ancor poco,
O greggia mia, nè di ciò sol mi lagno.
Se tu parlar sapessi, io chiederei:
Dimmi: perchè giacendo
A bell’agio, ozioso,
S’appaga ogni animale;
Me, s’io giaccio in riposo, il tedio assale?

Forse s’avess’io l’ale
Da volar su le nubi,
E noverar le stelle ad una ad una,
O come il tuono errar di giogo in giogo,
Più felice sarei, dolce mia greggia,
Più felice sarei, candida luna.
O forse erra dal vero,
Mirando all’altrui sorte, il mio pensiero:
Forse in qual forma, in quale
Stato che sia, dentro covile o cuna,
È funesto a chi nasce il dì natale.

 
 
Amor y muerte

El amado del cielo muere joven.

Menandro

Amor y Muerte, a un mismo tiempo, hermanos
los engendró la suerte.
Cosas aquí más bellas
no tiene el mundo, no hay en las estrellas.
El bien nace del uno,
nace el placer mayor
que por el mar del ser hallarse puede;
la otra, todo dolor,
todo gran mal anula.
Virgen la más hermosa,
dulce de ver, no como
se la imagina la cobarde gente,
ella al joven Amor
gusta de acompañar constantemente;
sobrevuelan los dos la mortal vía,
de todo sabio corazón consuelo;
que nunca ha sido un corazón más sabio
que golpeado de amor, nunca más fuerte,
ni por otro señor la infausta vida
despreció, ni dispuesto
estuvo a peligrar como por éste;
donde das tu socorro,
Amor, nace el coraje
o se despierta, y sabiamente obras
y no vano pensar, como acostumbra,
la humana prole alumbra.

Cuando reciente nace
del corazón profundo
un afecto amoroso, allá en el pecho,
lánguido y fatigado a un tiempo mismo,
un vago anhelo de morir se siente:
cómo, no sé, mas tal es de un potente
y verdadero amor el claro efecto.
Quizá el ojo se espanta
de este desierto entonces, ya la tierra
quizá el mortal inhabitable encuentra
desde allí, sin aquella
nueva, sola, infinita
felicidad que piensa y se figura:
mas, por esa razón, grave tormenta
presintiendo en su ser, anhela calma,
refugio espera y puerto
ante el ansia terrible
que ruge ya a su alrededor, oscura.

Después, cuando ya todo lo revuelve
tal poder formidable
y el ciego afán el corazón fulmina,
¡cuántas veces te implora
con intenso deseo,
Muerte, y te llama el angustiado amante!
¡Cuántas de noche, y cuántas,
abandonando al alba el cuerpo exhausto,
se imagina feliz si de allí nunca
volviera a levantarse
ni retornase a ver la luz amarga!

Cuántas al son de fúnebre campana
y al canto que conduce
la gente muerta al sempiterno olvido,
con suspiros ardientes
desde el fondo del pecho envidió a ése
que entre los muertos a habitar se iba.
Aun la plebe, aun el hombre
de la villa, ignorante
de la virtud que del saber deriva,
aun la doncella tímida y esquiva
a quien de muerte el nombre
solamente erizar le hace el cabello,
osa a la tumba, al fúnebre sudario,
mirar de frente, llena de constancia,
osa en hierro y veneno
meditar largamente,
y aun en su inculta mente
la gentileza del morir comprende.
Tanto a la muerte inclina
de amor la disciplina. Ocurre a veces,
si llega a tanto el sufrimiento interno
y la fuerza mortal no lo sostiene,
que el cuerpo frágil cede
a tan terrible empuje y de esta forma
por fraterno poder vence la Muerte;
o tanto incita Amor en lo profundo,
que por sí mismo el rústico villano
o la tierna doncella
con la violenta mano
ponen el cuerpo juvenil en tierra.
De ellos se ríe el mundo,
a quien paz y vejez consienta el cielo.

Al ardiente, al feliz,
al animoso ingenio,
uno u otro de ustedes les dé el Hado,
dulces señores, caros
a la humana familia,
cuyo poder ningún poder iguala
en el vasto universo ni lo alcanza,
sino la del Destino, otra pujanza.
Y tú, a quien desde el fondo de mis años
siempre alabada invoco,
bella Muerte, piadosa
sola en el mundo al terrenal tormento,
si celebrada fuiste
por mí una vez, si a tu divino estado
intenté compensar
de la oprobiosa ingratitud del vulgo,
no tardes más, inclínate
a inusitados ruegos,
cierra a la luz ahora
mis tristes ojos, reina de mis años.

Seguro me hallarás, cual sea la hora
que a mi rogar las alas tú despliegues,
alta la frente, armado
e insumiso ante el Hado,
la mano que se tiñe flagelándome
en mi sangre inocente
sin colmar de alabanzas,
sin bendecir, cual suelen
por antigua vileza los humanos;
toda vana esperanza con que el mundo
al igual que a los niños se conforta,
todo consuelo estúpido
quita de mí; ya nada, en ningún tiempo
sino a ti espero, sola;
sólo aguardo sereno
el día que doble el rostro adormecido
en tu virgíneo seno.

 
Amore e morte

Muor giovane colui ch’al cielo è caro.

Menandro

Fratelli, a un tempo stesso, Amore e Morte
Ingenerò la sorte.
Cose quaggiù sì belle
Altre il mondo non ha, non han le stelle.
Nasce dall’uno il bene,
Nasce il piacer maggiore
Che per lo mar dell’essere si trova;
L’altra ogni gran dolore,
Ogni gran male annulla.
Bellissima fanciulla,
Dolce a veder, non quale
La si dipinge la codarda gente,
Gode il fanciullo Amore
Accompagnar sovente;
E sorvolano insiem la via mortale,
Primi conforti d’ogni saggio core.
Nè cor fu mai più saggio
Che percosso d’amor, nè mai più forte
Sprezzò l’infausta vita,
Nè per altro signore
Come per questo a perigliar fu pronto:
Ch’ove tu porgi aita,
Amor, nasce il coraggio,
O si ridesta; e sapiente in opre,
Non in pensiero invan, siccome suole,
Divien l’umana prole.

Quando novellamente
Nasce nel cor profondo
Un amoroso affetto,
Languido e stanco insiem con esso in petto
Un desiderio di morir si sente:
Come, non so: ma tale
D’amor vero e possente è il primo effetto.
Forse gli occhi spaura
Allor questo deserto: a se la terra
Forse il mortale inabitabil fatta
Vede omai senza quella
Nova, sola, infinita
Felicità che il suo pensier figura:
Ma per cagion di lei grave procella
Presentendo in suo cor, brama quiete,
Brama raccorsi in porto
Dinanzi al fier disio,
Che già, rugghiando, intorno intorno oscura.

Poi, quando tutto avvolge
La formidabil possa,
E fulmina nel cor l’invitta cura,
Quante volte implorata
Con desiderio intenso,
Morte, sei tu dall’affannoso amante!
Quante la sera, e quante
Abbandonando all’alba il corpo stanco,
Se beato chiamò s’indi giammai
Non rilevasse il fianco,
Nè tornasse a veder l’amara luce!
E spesso al suon della funebre squilla,
Al canto che conduce
La gente morta al sempiterno obblio,
Con più sospiri ardenti
Dall’imo petto invidiò colui
Che tra gli spenti ad abitar sen giva.
Fin la negletta plebe,
L’uom della villa, ignaro
D’ogni virtù che da saper deriva,
Fin la donzella timidetta e schiva,
Che già di morte al nome
Sentì rizzar le chiome,
Osa alla tomba, alle funeree bende
Fermar lo sguardo di costanza pieno,
Osa ferro e veleno
Meditar lungamente,
E nell’indotta mente
La gentilezza del morir comprende.
Tanto alla morte inclina
D’amor la disciplina. Anco sovente,
A tal venuto il gran travaglio interno
Che sostener nol può forza mortale,
O cede il corpo frale
Ai terribili moti, e in questa forma
Pel fraterno poter Morte prevale;
O così sprona Amor là nel profondo,
Che da se stessi il villanello ignaro,
La tenera donzella
Con la man violenta
Pongon le membra giovanili in terra.
Ride ai lor casi il mondo,
A cui pace e vecchiezza il ciel consenta.

Ai fervidi, ai felici,
Agli animosi ingegni
L’uno o l’altro di voi conceda il fato,
Dolci signori, amici
All’umana famiglia,
Al cui poter nessun poter somiglia
Nell’immenso universo, e non l’avanza,
Se non quella del fato, altra possanza.
E tu, cui già dal cominciar degli anni
Sempre onorata invoco,
Bella Morte, pietosa
Tu sola al mondo dei terreni affanni,
Se celebrata mai
Fosti da me, s’al tuo divino stato
L’onte del volgo ingrato
Ricompensar tentai,
Non tardar più, t’inchina
A disusati preghi,
Chiudi alla luce omai
Questi occhi tristi, o dell’età reina.
Me certo troverai, qual si sia l’ora
Che tu le penne al mio pregar dispieghi,
Erta la fronte, armato,
E renitente al fato,
La man che flagellando si colora
Nel mio sangue innocente
Non ricolmar di lode,
Non benedir, com’usa
Per antica viltà l’umana gente;
Ogni vana speranza onde consola
Se coi fanciulli il mondo,
Ogni conforto stolto
Gittar da me; null’altro in alcun tempo
Sperar, se non te sola;
Solo aspettar sereno
Quel dì ch’io pieghi addormentato il volto
Nel tuo virgineo seno.

 
 
A sí mismo

Reposarás por siempre,
cansado corazón. Murió el engaño extremo,
que eterno me creí. Murió. Bien siento
que de bellos engaños
no ya esperanza, hasta el deseo ha muerto.
Reposarás. Bastante
palpitaste. No vale cosa alguna
tus afanes, ni es digna de suspiros
la tierra. Amargo tedio
la vida, nada más; y es fango el mundo.
Quieto ya. Desespérate
una vez más. Nuestro destino es sólo,
sólo morir. Despréciate y desprecia
tu condición, el ciego
poder que, oculto, en común daño impera,
y la infinita vanidad del todo.

 
A sè stesso

Or poserai per sempre,
Stanco mio cor. Perì l’inganno estremo,
Ch’eterno io mi credei. Perì. Ben sento,
In noi di cari inganni,
Non che la speme, il desiderio è spento.
Posa per sempre. Assai
Palpitasti. Non val cosa nessuna
I moti tuoi, nè di sospiri è degna
La terra. Amaro e noia
La vita, altro mai nulla; e fango è il mondo.
T’acqueta omai. Dispera
L’ultima volta. Al gener nostro il fato
Non donò che il morire. Omai disprezza
Te, la natura, il brutto
Poter che, ascoso, a comun danno impera,
E l’infinita vanità del tutto.

 
 

 
Traducción y presentación de Juan Carlos Calvillo

 
 
“Ode to a Nightingale” es una de las seis grandes odas que compuso el poeta romántico John Keats (1795-1821), según quiere la tradición, entre los meses de abril y septiembre de 1819, su annus mirabilis, en un furor creativo ante la inminencia de la propia muerte. En duelo por la pérdida de su hermano Tom, y ya contagiado él de la tuberculosis que acabaría con su vida a la corta edad de veinticinco años, Keats se recluyó en Wentworth Place, en la campiña de Hampstead, y escribió este poema en un solo día, supuestamente, a la sombra de un ciruelo en el que había anidado y cantaba entonces un ruiseñor. En vista de que Keats vivió toda su vida con la conciencia trágica de que sería breve su paso por el mundo, no es de sorprender que su obra sea particularmente sensible a la belleza y la transitoriedad de las cosas “aquí”, en el lugar “donde la juventud/ se vuelve pálida, espectral,/ y muere”, donde el hecho mismo de pensar es saberse uno colmado de desdicha. Paradójica y enigmática, la “Oda a un ruiseñor” es quizá el mejor ejemplo no sólo de la melancolía y el abatimiento típicos del Romanticismo inglés, sino también de aquella cualidad suprema que tanto admiraba Keats en la obra de Shakespeare, la famosa “capacidad negativa”, que se suscita “cuando un ser humano es capaz de existir en la incertidumbre, el misterio, la duda, sin la necesidad acuciosa de recurrir a los hechos o a la razón”.

Por mi parte, yo traduje esta “Oda” en el bosque de Wernetshausen, en Suiza, a lo largo de las últimas dos semanas del pasado mes de febrero, cuando sentía, como Keats, un dolor en el corazón, si bien al amparo de un pájaro distinto. No tuve a la vista en aquel momento otras versiones españolas, admirables, que preceden a la mía, y, sin embargo, desde un principio me pareció inconcebible forma alguna de traducir a Keats que no fuera el esfuerzo más sincero de emular, en mi propia lengua, la pura y delicada armonía de su poema. Para lograrlo, me vi obligado a modificar la composición formal de su estrofa: la oda de Keats, salvo en el famoso caso de “To Autumn” (“Al otoño”), es de diez versos, un cuarteto y un sexteto; la mía, sin embargo, es de doce: dos sextetos endecasílabos con un pie quebrado. Aun así, confío en que este retoño le sea al poema “tan natural como las hojas al árbol”; que en español llegue a percibirse también la música que supieron escuchar F. Scott Fitzgerald (Tender is the Night) y tantos otros, y que, con suerte, mi lector encuentre en la “Oda a un ruiseñor” un atisbo de Belleza y de Verdad, pues, como bien sabía nuestro poeta, eso es “todo lo que uno sabe en esta tierra,/ y cuanto uno debe de saber”.

 

Oda a un ruiseñor

El corazón me duele, y un letargo
 adormece mi ser, como si hubiera
bebido la cicuta, o escanciado
 algún opioide, hace un momento apenas,
que hundido me dejara en el desmayo
 del Leteo; pero no es que sienta
envidia por tu suerte, sino dicha,
 de que tú, ninfa alígera del árbol,
  en un paraje melodioso       
de hayas verdes y sombras infinitas,
 enaltezcas los himnos del verano
  a plena voz, con sosegado tono.

¡Ay, por tomar un sorbo de aquel vino
 enfriado en las entrañas de la tierra,
con gusto a Flora, a verdes labrantíos,  
 a júbilo tostado y la Provenza!
O una copa del meridión benigno,
 repleta de Hipocrene verdadera,
con bordes de burbujas y abalorios
 y mancillada boca de violeta;
  ay, que pudiera yo beber,
dejar sin haber visto el mundo ignoto,
 y escaparme contigo a la floresta
  y en la penumbra desaparecer.

Desvanecerse uno en lontananza,
 disolverse, y acaso olvidar
lo que nunca supiste entre las ramas:
 la fatiga, la fiebre y la ansiedad—
aquí, donde los hombres se arrellanan
 y escuchan sus lamentos; el lugar
donde estremece la paresia el último
 pelo cano, donde la juventud
  se vuelve pálida, espectral,
y muere; donde es ya un infortunio
 pensar, y la Belleza pierde luz,
 y el anhelo de amor tiene un final.

¡Vamos, que vuelo a ti! Pero no es Baco
 ni su cortejo los que me conducen,
sino el Poema, diáfano y alado,
aun si ofusca el asombro las virtudes.
Tierna es la noche: ¡ven conmigo, vamos!,
 que, envuelta de luceros, ahora sube
la Luna Reina a conquistar su trono.
 Pero no hay luz aquí, salvo la brisa
  que sopla desde el firmamento,
en medio de un follaje verdoroso,
 a través de las sombras serpentinas,
  tapizados de musgo los senderos.

Hay flores a mis pies, y no distingo
 el incienso que cuelga de las ramas,
pero tiene dulzuras el estío
 que intuyo en la negrura embalsamada:
las rosas eglanterias y el espino,
 la hierba, el matorral y la arbolada;
marcesibles violetas ya cubiertas
 de hojas caídas, y el primer rebrote
  de justo el mediodía de mayo;
la rosa del almizcle venidera,
 colmada de rocío y, por las noches,
 el rumor de las moscas del verano.

Se pone el sol y escucho, y llevo un tiempo
 ya medio enamorado de la Muerte,
y muchas veces le he implorado en verso
 que devuelva a la bóveda celeste
mi hálito de vida; hoy tan muerto
 me quisiera, apagarme para siempre
a medianoche, sin dolor alguno,
 al tiempo que prodigas extasiado
  tu alma entera; no dejarías
de cantar, pero yo, en este mundo,
 me habría ya convertido en tierra y pasto
  y dejado tu réquiem en la arcilla.

¡Tú no estás destinado a lo finito,
 Ave inmortal! Eres inmune al paso
hambriento de linajes sucesivos;
 monarcas y bufones escucharon
la voz que escucho yo, el canto mismo
 del crepúsculo breve, en días de antaño.
Quizá es el mismo que encontró a Ruth,
 su corazón dolido de nostalgia,
  a pleno llanto en un maizal
del exilio, o que en una latitud
 de encantamientos, mágica, olvidada,
  abrió claros a bruma y tempestad.

¡Olvido! La palabra misma tañe
 como campana para así traerme
de regreso a mi solo ser. No cabe
 esperar que tu hechizo, artero duende,
ilusione tan bien como se sabe.
 ¡Adiós! Tu himno triste ya se pierde
en la pradera, allende el suave cauce
 del arroyo; remonta la montaña
  y, al fin y al cabo, queda envuelto
de llanuras. ¿Quizá fue sólo un trance,
 un delirio? La música se escapa:
  ¿Estoy dormido acaso? ¿Estoy despierto?

 
 
Ode to a Nightingale

My heart aches, and a drowsy numbness pains
My sense, as though of hemlock I had drunk,
Or emptied some dull opiate to the drains
One minute past, and Lethe-wards had sunk:
’Tis not through envy of thy happy lot,
But being too happy in thine happiness,—
That thou, light-winged Dryad of the trees
  In some melodious plot
Of beechen green, and shadows numberless,
Singest of summer in full-throated ease.

O, for a draught of vintage! that hath been
Cool’d a long age in the deep-delved earth,
Tasting of Flora and the country green,
Dance, and Provençal song, and sunburnt mirth!
O for a beaker full of the warm South,
Full of the true, the blushful Hippocrene,
With beaded bubbles winking at the brim,
  And purple-stained mouth;
That I might drink, and leave the world unseen,
And with thee fade away into the forest dim:

Fade far away, dissolve, and quite forget
What thou among the leaves hast never known,
The weariness, the fever, and the fret
Here, where men sit and hear each other groan;
Where palsy shakes a few, sad, last gray hairs,
Where youth grows pale, and spectre-thin, and dies;
Where but to think is to be full of sorrow
  And leaden-eyed despairs,
Where Beauty cannot keep her lustrous eyes,
Or new Love pine at them beyond to-morrow.

Away! away! for I will fly to thee,
Not charioted by Bacchus and his pards,
But on the viewless wings of Poesy,
Though the dull brain perplexes and retards:
Already with thee! tender is the night,
And haply the Queen-Moon is on her throne,
Cluster’d around by all her starry Fays;
  But here there is no light,
Save what from heaven is with the breezes blown
Through verdurous glooms and winding mossy ways.

I cannot see what flowers are at my feet,
Nor what soft incense hangs upon the boughs,
But, in embalmed darkness, guess each sweet
Wherewith the seasonable month endows
The grass, the thicket, and the fruit-tree wild;
White hawthorn, and the pastoral eglantine;
Fast fading violets cover’d up in leaves;
  And mid-May’s eldest child,
The coming musk-rose, full of dewy wine,
The murmurous haunt of flies on summer eves.

Darkling I listen; and, for many a time
I have been half in love with easeful Death,
Call’d him soft names in many a mused rhyme,
To take into the air my quiet breath;
Now more than ever seems it rich to die,
To cease upon the midnight with no pain,
While thou art pouring forth thy soul abroad
  In such an ecstasy!
Still wouldst thou sing, and I have ears in vain—
  To thy high requiem become a sod.

Thou wast not born for death, immortal Bird!
No hungry generations tread thee down;
The voice I hear this passing night was heard
In ancient days by emperor and clown:
Perhaps the self-same song that found a path
Through the sad heart of Ruth, when, sick for home,
She stood in tears amid the alien corn;
  The same that oft-times hath
Charm’d magic casements, opening on the foam
Of perilous seas, in faery lands forlorn.

Forlorn! the very word is like a bell
To toll me back from thee to my sole self!
Adieu! the fancy cannot cheat so well
As she is fam’d to do, deceiving elf.
Adieu! adieu! thy plaintive anthem fades
Past the near meadows, over the still stream,
Up the hill-side; and now ’tis buried deep
  In the next valley-glades:
Was it a vision, or a waking dream?
Fled is that music:—Do I wake or sleep?

 

 

 
Jorge Esquinca, Rimbaud A/Z, Bonobos, Ciudad de México, 2023, 122 pp.
 

 
En 1991, fecha en que el mundo entero recordaba el centenario de la muerte de Jean-Arthur Rimbaud (1854-1891), emprendimos un viaje al corazón de Francia y nos incorporamos a los festejos organizados para tal efecto en la Grande Halle de la Villette. No nos acompañaba Jorge Esquinca (Ciudad de México, 1957) porque estaba a punto de nacer Alonso, su segundo hijo.

Esquinca no formaba parte de la caravana, pero 32 años más tarde, su fervor por la figura del poeta francés, ascendente con el paso del tiempo, se sintetiza en este volumen donde aparecen el amor y la cólera del más triste de los tristes, para utilizar la frase de Ramón López Velarde sobre Jesucristo. Conocí aquella vez la tumba de Rimbaud y dejé como testimonio de admiración el número de la revista que nuestra Universidad de México le dedicó en su centenario de entrada en la inmortalidad. Al revisar sus páginas, me doy cuenta de que prácticamente todos los poetas entonces jóvenes participaron en ella. Esquinca, quien aparece fotografiado discreta, jocosamente, detrás de la lápida mortuoria de Rimbaud, publicó el poema “Pájaro de cuenta”, que tuvo el buen gusto de no incluir en este volumen, pero que es el germen de una obsesión que lo ha perseguido toda su vida, tal y como encima de nosotros se encuentra la luminosa sombra del emperador de los malditos. Éstos y otros actos protocolarios hubieran disgustado a Rimbaud, pero en el fondo le hubieran devuelto por un instante la confianza en su intento por convertirse en ladrón de otro fuego.

Porque lo que distingue de manera inmediata a esta obra es que es un libro para iniciados y profanos. Lo segundo porque entramos poco a poco en el enigma Rimbaud; lo primero porque Esquinca ha logrado una escritura donde el hallazgo es hermano de la iluminación. En otras palabras, el autor se explica y nos explica las vidas y los caminos de Rimbaud. El poeta que es Esquinca escribe un texto objetivo, pero aquí y allá asoman los fogonazos y las intuiciones que sólo corresponden al profesional de las palabras. Al examinar una carta dirigida al otro Rimbaud, cuando ya era un comerciante al que los naturales de Etiopía llamaban Abdu Rimbo, Esquinca se interroga continuamente y no busca respuestas sino generar con nosotros nuevas dudas sobre esa criatura de creación que transformó nuestra manera de concebir la escritura y la vida. Por eso el manifiesto surrealista firmado por André Breton daba inicio con la expresión, que cito de memoria: “Cambiar el mundo, dijo Marx; cambiar la vida, dijo Rimbaud. Para nosotros esas dos frases significan una sola”.

Éstas son las instrucciones para leer un libro inimitable pero digno de ser imitado. Se trata de un diccionario arbitrario, de un ensayo sobre Rimbaud el africano y el que nos enseñó con su ejemplo la verdad de la frase Yo es otro, y que modificó para siempre el arte de juntar las palabras. Imposible no admirar la decisión final de ambos; imposible no sentirse atraído por la figura icónica del adolescente rebelde —lo cual es un pleonasmo— que, además de clavar un cuchillo en la mano de Paul Verlaine, escribía algunos de los versos más memorables de la escritura de todos los tiempos y lugares. La virtud inmediata de este libro reside en que no se limita a una admiración ciega y natural sino que emprende con nosotros la aventura de leer y comprender la poesía de Rimbaud. Se hallan en su libro las palabras que el poeta formuló para sorpresa de quienes sólo querían ver al joven perdulario y atrabancado, piedra de escándalo de la poesía francesa.

Esquinca tiene la sabiduría de no inundarnos con palabras francesas sino de verter a nuestra lengua el ejemplo irrepetible del poeta. Una de las entradas a las que regreso con singular entusiasmo es la titulada “Nombres”, donde Jorge ha tenido la paciencia de recoger los de aquellos que conocieron al poeta y lo nombraron, de acuerdo con su aparición en la vida de quienes tuvieron la fortuna o la desgracia de conocerlo. Fortuna y desgracia son una sola cosa en el caso de Rimbaud, y Jorge se afana en demostrar lo que descubrió en su biografía Enid Starkie: nadie quiso tanto; nadie obtuvo tan poco. Rescato algunos de ellos: el hombre de las suelas de viento, Rimbaud el marino, místico en estado salvaje, Rimbaud de Arabia, poeta maldito, rebelde encarnado, criatura de desastre, el más bello de los ángeles malos, esposo infernal, el vagabundo de la carretera, ángel en exilio.

Desde el célebre Coin de table de Henri Fantin-Latour, donde Rimbaud aparece como el ángel endemoniado que escandalizó París, hasta la serigrafías que Ernest Pignon ha impreso, pegado y fotografiado por los muros de Francia, el rostro de ese ángel caído ha sido una irresistible fascinación en los artistas plásticos. Picasso, Giacometti y Fernand Léger han intentado, según la expresión de Pignon, leer en el rostro de Rimbaud. Con ciencia y paciencia, varios artistas mexicanos prepararon especialmente para el número ya mencionado de la Revista de la Universidad de México sus versiones, a partir de dos de las más difundidas fotografías del poeta. La primera fue realizada en París, en 1871, por Étienne Carjat, nos recuerda Jorge. Rimbaud aparece de 17 años y, según escribió Paul Verlaine: “con su auténtica cabeza de niño, rojiza y fresca sobre un gran cuerpo huesudo y como torpe de adolescente aún en crecimiento”. La segunda fotografía fue tomada en Etiopía en 1887 con la cámara del poeta ya convertido en comerciante; su exasperante indefinición nos sirve para establecer un contrapunto con el otro Rimbaud, estático y expectante.

El tiempo no ha bastado para descifrar el enigma más desconcertante de la cultura contemporánea; sí para que al traducir la vida a las palabras, las palabras a la vida, sus sobrevivientes lo hayamos asediado desde todos los ángulos y con todas las armas para quedarnos frente a la majestuosa desolación de su incendio helado. Espejo de respuestas despiadadas, Rimbaud obliga a mirarnos en su existencia irrepetible, peligrosamente tentadora. Nos vemos en él y acaso apenas comenzamos a entenderlo. Esquinca no pretende agotarlo en ninguno de los dos sentidos. Aspirar a entenderlo es dejarlo ser en nosotros; acompañarlo, transformar el mundo con la amorosa violencia con la cual lo incendiaron sus 37 años. Nos consuela pensar que esas buenas intenciones pueden servir para mirar de frente el sol más negro y luminoso engendrado por la poesía.

Inútil ya a estas alturas seguir hablando del misterio de Rimbaud. Sus actos son tan claros, que preferimos disfrazarlos de misterio. Así como no hubo un explorador más tenaz en Etiopía, no existió explorador más entregado a los vaivenes de la conducta humana. Ahora nosotros nos asomamos a este principio de siglo que él vislumbró como nadie: He aquí el tiempo de los asesinos. Henry Miller afirma que uno de los riesgos de leerse en Rimbaud es que volvió peligrosa la literatura. Escribir no es difícil, lo duro es vivir. Admiramos a Rimbaud; nos quema, nos irrita, nos cimbra, nos conmueve. Terminamos queriéndolo como respetamos lo que nos causa temor. Mayor en edad en el instante de su muerte que Chatterton, Lautréamont y Keats; gemelo de Mozart por precocidad, intensidad y destino, Rimbaud  rompe todos los símiles en cuanto intentamos establecerlos de manera precisa. Rimbaud se llama James Dean, Jim Morrison, Janis Joplin o Yukio Mishima. Dejemos de reprocharle su abandono de la literatura. Su silencio va más allá del portazo romántico de quienes ponen la vida delante de la obra o de quien rechaza exteriormente los honores del triunfo, pero tiene en su interior asegurada la victoria y a buen recaudo sus originales. Rimbaud fue el peor aliado de su obra escrita, pero su obra vivida es una demostración monstruosa y sublime de la condición humana. Por eso no sintamos miedo de asaltar sus intimidades, de asistir a su lecho de enfermo, de leer en los actos más simples de su vida. Rimbaud cambió la vida y eso le costó todo, incluso el sacrificio del Narciso que todos secretamente pulimos y conservamos en la renuncia. No nos enseñó a curar esta larga enfermedad, la vida, pero sí a interrogarla, a pedirle cuentas. Lo que le debemos es imperdonable e impagable porque nuestros pequeños logros, nuestras mínimas victorias, palidecen ante su talento escritural y el genio maligno de su vida. A partir de él, escribir y vivir son aventuras más difíciles y su meta cada vez más postergada. Impagable, porque nos lleva al callejón sin salida adonde nos conducen sus vidas inagotables, sus numerosas desdichas. No podemos corresponderle diciéndole que a cambio de ellas es inmortal.

Como escribió Pablo Neruda al recibir el Premio Nobel, cuando invitó y citó en esa formalísima ceremonia al poeta astroso y desarrapado, al más atroz de los desesperados: “A la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades.”

Todo poeta auténtico es para su lector un hermano. Yo ahora estoy viejo y sólo las palabras pueden consolarme. Por eso leo, o, mejor dicho, releo a los poetas; no me importa tanto saber de qué tiempo o de qué país han sido. Yo el tiempo y el día y el país ignoro. Me basta lo que han escrito, si es bueno, si me deja un poco de música en el oído o en el alma. Ahora abro un libro y caen ante mis ojos unos versos del querido poeta Manuel Gutiérrez Nájera. Sé su país y sé su tiempo: nació en Ciudad de México en 1859. El tono y el título de estos versos hacen pensar en una pieza escrita hacia el final de la vida. El título es “Pax animae”: “la paz del alma”, sí, pero haberlos puesto en latín no parece casual; el título tiene algo de inscripción lapidaria. Si leemos la segunda estrofa, esta presunción se confirma, porque dice:

No busques la constancia en los amores,
no pidas nada eterno a los mortales,
y haz, artista, de todos tus dolores,
excelsos monumentos sepulcrales.

El lector siente ya que el poeta quiso dar a estos versos la gravedad de un epitafio. Manuel Gutiérrez Nájera fue también narrador y sobre todo periodista; firmaba sus artículos con el pseudónimo de “El Duque Job” y le puso a su novia, en el más famoso, exquisito y burbujeante de sus poemas, el sugestivo nombre de “La Duquesa Job”. Pero esa era otra época; el que escribe estos versos tan serios, tan amargos, tan funerales, ya no tiene a su lado a ninguna duquesa. Este Job, reducido a la bíblica desolación que evoca su nombre, ha perdido su duquesa y su ficticio ducado; sólo le quedan sus llagas, su ceniza, su pedazo de tiesto, su dolor. Pero no quiere que ese dolor se exprese como lamento informe; quiere darle el empaque, la gallardía, la forma verbal que manifieste un desdén supremo; un desdén por el sufrimiento que sea también belleza única:

En mármol blanco tus estatuas labra,
castas en la actitud, aunque desnudas,
y que duerma en sus labios la palabra…
y se muestren muy tristes…, ¡pero mudas!

Se dirá que es el viejo tópico, ut pictura poesis; pero aquí la poesía no halla su metáfora en la pintura sino en el mármol. Y como el que escribe es un poeta, como estaba habituado a escribir para el público, en el periódico, y como a todo el que escribe le importa, poco o mucho, la posible perduración de su palabra, no nos asombra encontrar enseguida esto:

¡El nombre! ¡Débil vibración sonora
que dura apenas un instante! ¡El nombre!…
¡Ídolo torpe que el iluso adora!
¡Última y triste vanidad del hombre!¿A qué pedir justicia ni clemencia
–si las niegan los propios compañeros–
a la glacial y muda indiferencia
de los desconocidos venideros?

¿A qué pedir la compasión tardía
de los extraños que la sombra esconde?
¡Duermen los ecos de la selva umbría
y nadie, nadie a nuestra voz responde!

Mi lectura se tiñe de emoción súbita. Para este hombre nacido en 1859, yo, que nací un siglo después, soy justamente uno de esos desconocidos venideros, uno de esos extraños ocultos en la sombra del futuro. Soy, además, alguien que siente admiración por sus versos; y no puedo evitar sentir una pena póstuma: la de sentir que, si hubiera tenido la suerte de conocerlo en vida, si nuestros siglos dispares hubieran coincidido, yo le habría manifestado esa admiración y no le habría negado justicia a su talento, así como clemencia a sus defectos de hombre (¡quién no los tiene!), si hubiera sido su amigo…

¿Y si lo fui? ¿Si viví junto a él y no pude ser justo con su talento de poeta, porque quizá él me ganó el puesto en el periódico, o porque a mí también me gustaba, no sé, “La Duquesa Job”? Aquella que cantaba como un ave canora, enjabonándose en el baño:

¡Ah!, tú no has visto cuando se peina,
sobre sus hombros de rosa reina
caer los rizos en profusión.
¡Tú no has oído qué alegre canta,
mientras sus brazos y su garganta
de fresca espuma cubre el jabón!

Quién sabe si ese “tú” del poema, ése que no había podido ver ni oír tan deslumbrante espectáculo, no era el mismo que ahora lee con ojos admirativos estos alegres decasílabos, donde de verdad parece moverse, inquieta, irreverente, turbadora, una mujer irresistible.

Sus ojos verdes tocan el tango;
nada hay más bello que el arremango
provocativo de su nariz.
Por ser tan joven y tan bonita
cual mi sedosa, blanca gatita,
diera sus pajes la emperatriz.

Mi exclusión inevitable y amarga de esta escena explicaría, o atenuaría, la inexplicable culpa de haber ignorado el magnífico talento de mi amigo Manuel…

Estoy desvariando, ya sé. La memoria huye sin darse cuenta a las auroras que la hicieron feliz. Tenemos que volver al presente, a “Pax animae”. Un alma llena de amarga sabiduría, el alma augusta y sufriente del justo Job, se expresa en este gran poema. Un alma llena, también, de comprensión. El alma de alguien que, se diría, lo ha vivido todo. Porque dice:

¡Ay! Es verdad que en el honrado pecho
pide venganza la reciente herida.
Pero ¡perdona el mal que te hayan hecho!
¡Todos están enfermos de la vida!Los mismos que de flores se coronan,
para el dolor, para la muerte nacen.
Si los que tú más amas te traicionan,
¡perdónalos, no saben lo que hacen!

Sí, todos estamos enfermos de la vida. Todos vamos a morir. Todos sufrimos. Y nos hacemos daño, con frecuencia, unos a otros, a veces sin darnos cuenta, o sin poder remediarlo, y no siempre por pura y simple maldad, aunque haya mucho de eso. Mi hermano Manuel, noblemente, prefiere pensar que no hubo maldad, sino tal vez incomprensión, o la mezquindad que nace del resentimiento. Y piensa, sin duda, en Cristo en la cruz, viendo, desde allá arriba, desde la altura del dolor extremo, a los que él más amaba, que ahora lo miran cómo se desangra y muere lentamente, sin hacer nada por evitarlo.

Si los que tú más amas te traicionan,
¡perdónalos, no saben lo que hacen!

Suspendo la lectura. Algo me nubla la vista. Los poetas son nuestros hermanos porque saben hablar por nosotros, saben decir lo que quizá no hemos podido sentir o entender claramente. Nos levantan del barro miserable, nos llevan a la altura de su cruz para que desde ahí contemplemos la tremenda escena de la vida.

El poema está fechado en 1890; fue escrito cinco años antes de la muerte del poeta. Había nacido el 22 de diciembre de 1859, murió el 3 de febrero de 1896. Tenía 35 años.

Bekes