En 1906 varios poetas viajan juntos en barco para dirigirse a Río de Janeiro; trabajan como diplomáticos y se dirigen a un congreso. Rubén Darío, de Nicaragua, coincide con Juan Ramón Molina, de Honduras. Pese a la diferencia de edad (el primero nació en 1867 y el segundo en 1875) ya están unidos por una fuerte amistad, que nace durante su primer encuentro en Guatemala en 1890. Darío ha causado una fuerte impresión en el más joven y ha influenciado sus lecturas. Se lanza un desafío y cada uno debe escribir un poema destinado a ser leído en público a su llegada. Molina lee su “Saludo a los poetas brasileños” y Darío rompe el suyo y abraza con respeto a su “poeta gemelo”… La prosperidad, por desgracia, no ha tenido el mismo respeto por este poeta de Honduras.
Siglo XIX
Jicoténcal
Este poema apareció en la séptima entrega del Semanario Ilustrado, fechada el 12 de junio de 1868 en la ciudad de México, una publicación periódica que circuló viernes tras viernes hasta noviembre del referido año, y en la que colaboraron Alfredo Chavero, Luis Gonzaga Ortiz, Nicolás Pizarro y Rafael de Zayas Enríquez, entre otros, y en la que fueron dos presencias constantes Ignacio Ramírez y Guillermo Prieto. ¿Se debe a Fidel el interés en este poema de Plácido? A saber.
La impotencia del decir
Sin duda, los cuartetos tienen carácter de ofrenda. Así los leo. Como materia a compartir. También como pequeñas iluminaciones que, en su invencible amatoria de lo efímero, aluden a la más alta ausencia y conducen, por esa vía, a la experiencia íntima del vacío.
Y el naufragio me es dulce en este mar
Tú duermes, te ha amparado un fácil sueño/
En tus tranquilos cuartos; no te roe/
Ningún afán; no sabes ya ni piensas/
Qué llaga abriste en medio de mi pecho./
Tú duermes: yo a este cielo, que benigno/
Parece al ojo, a saludar me asomo,/
Y a la antigua natura omnipotente/
Que me hizo para el ansia. A ti esperanza/
Niego, me dijo, aun la esperanza; y nunca/
Brille en tus ojos nada más que llanto.
El palacio de mis encantamientos
Victor Segalen (1878-1919) es uno de esos inevitables personajes de vida rocambolesca y poética: nacido en Brest, Francia, Segalen fue médico, oficial de marina, etnógrafo, arqueólogo y poeta. Aunque no le gustaba el mar ni la navegación, disfrutaba en cambio de los desembarcos y las expediciones por tierra. Pasó dos años en Tahití, donde tuvo la suerte de comprar los últimos croquis de Paul Gauguin, que había fallecido tres meses antes de su llegada. Poeta de signo trágico (vivió hasta los cuarenta años), Victor Segalen escribió un célebre diario con ensayos sobre Rimbaud (El doble Rimbaud) y Paul Gauguin (Gauguin en su último paisaje) que fueron publicados de manera póstuma, en 1978.
La Bestia que tus pies lame
Porque te odio, Sol, ¡oh, sí!, te odio, como/ el testigo impasible de terrenos dolores…/ Cual a un hombre, cosa de fuego, sin corazón,/ ¡te odio! Pasa el ser que adoramos: no mueres tú./ El verdadero sol que da la vida, ojo azul,/ perderá un día su azul, su fuego, su belleza,/ y la alumbrarás tú con luz impía, insultante/ de inmortalidad.
Lo que nos duele es la vida
Le tengo miedo al hombre de palabra de palabra frugal,
al silencioso.
Al hablador puedo atraparlo,
distraer al verboso
Verlaine y Henry Kistemaeckers
La edición del poemario de Verlaine fue clandestina, una publicación sous le manteau. Eran dieciocho poemas escritos entre 1888 y 1890 que, se suponía, eran la continuación de los poemarios Amies y Filles. Se tiraron tan sólo 175 ejemplares; tan pronto como apareció fue confiscado por la policía belga…
Paradise Lost, o la epopeya (re)made in Mexico
Cuán sorprendente resulta enterarse de que John Milton, el mayor de los poetas ingleses (sin demérito de Shakespeare, harina de otros genéricos costales) haya gozado de admiración profunda en México durante el siglo XIX. Alguna evidencia de esto puede encontrarse en una carta que, en 1872, el polifacético Ignacio Manuel Altamirano envió a una joven y anónima poetisa.
El americano recalcitrante
Leer una obra literaria a partir de la biografía del autor permite, a veces, encontrarnos con la airada rebeldía de César Vallejo, a cuya sombra florecen sus Poemas humanos; vislumbrar la torturada lucidez y el saber científico de Jorge Cuesta, presentes en el “Canto a un dios mineral”; o vislumbrar, en las heridas de la dictadura, las raíces de la opaca ternura y la fugaz claridad que permean la obra de Juan Gelman.