(Primera parte de dos)*


Alcira Soust

Más allá de las vidas que tocó con su presencia o la leyenda que se ha formado en torno a su historia, Alcira Soust Scaffo (Durazno, Uruguay, 1924-Montevideo, Uruguay, 1997) era una práctica.** A propósito no escribo que la poeta la “tenía” o “poseía”, como si uno pudiera contar con una forma de actuar, como si fuera una propiedad o un atributo entre otros, y no un hacer que, de hecho, toma posesión de uno. Su actuar, escribir, imprimir y diseminar poemas —no sin intervenirlos, declamarlos, iluminarlos, oscurecerlos y habitarlos— era una forma de crear y recrear el espacio de una existencia. La diseminación personal de la poesía, la traducción y la transformación del legado poético moderno, la inserción de lo cotidiano en un trozo de escritura también eran su modo de trabar relación con el mundo y trenzarse con los hilos del pasado y el futuro.

En un momento en que la literatura, el teatro, la radio, la ópera, la crónica y la historia parecen condenar a Alcira Soust Scaffo a ser un “personaje” en la múltiple reinvención que hacen de su memoria,1 parece necesario hacer un correctivo para establecer que a ella no le interesaba alimentar ninguna leyenda pública, sino comunicar su producción. Quienes se acercaban a la poeta, impulsados por la historia de su cautiverio en 1968, encontraban, decepcionados y afortunados, un surtidor de textos y poemas: modestas hojas de papel mimeografiadas con traducciones, biografías, mensajes, el reporte de su entusiasmo por una sinfonía o la invitación a asistir a un evento cultural o una movilización concreta, a veces acompañando el regalo con un simple bolillo o una flor como equivalente nutritivo y perfumado del poema.

Por al menos década y media, si no es que dos, Alcira Soust Scaffo diseminó material poético bajo el membrete de Poesía en armas, una actividad de publicación hecha al margen que sus receptores reconocían inmediatamente como una forma de agitación y ascetismo. Se trataba de un material que se confundía con los muchos volantes que uno recibía de toda clase de sindicalistas, campesinos y camaradas, y que traían a las aulas información de movilizaciones y represiones, luchas y desgracias, recabando monedas en alcancías improvisadas con latas de leche en polvo. No obstante, la forma en que toda clase de impresos, más o menos formales, circulaban de mano en mano, en un circuito paralelo al de los libros y las revistas formales, venía definida por la singularidad de una especie de marginalidad: la oferta de información poética, en medio de la hegemonía del megáfono de “la teoría” y de toda clase de narrativas de denuncia de los hechos.

¿Qué era lo que distinguía a Poesía en armas de todas esas luchas? Si uno leía con alguna seriedad las cuartillas que Alcira repartía, pronto podía intuir que esas hojas gratuitas, entregadas día a día, eran la puesta en práctica de una tesis distintiva de reivindicación de derechos. Los impresos de Poesía en armas manifestaban y procuraban el derecho humano a lo poético. Un ideario que Alcira expresó a lo largo de los años citando (usualmente sin referirlo) el “Grito hacia Roma (desde la torre del Chrysler Building)” en Poeta en Nueva York (1929-1930) de Federico García Lorca, una oda al escándalo antipoético de la modernidad que Soust transformó en una especie de “pliego petitorio” en pro de la socialización del plusvalor estético:

      Porque queremos el pan nuestro de cada día,
      flor de aliso y perenne ternura desgranada,
      porque queremos que se cumpla la voluntad de la tierra
      que da sus frutos para todos.2

      Habrá poesía para todos o no habrá para
                        (Ninguno
      pan=flor=ternura=fruto=tierra=poesía=amor=vida=VI …DA3

En algún momento de 1972, cuando el movimiento estudiantil mexicano reemergía del terror a la represión de 1968, Alcira Soust empezó a distribuir poemas y textos impresos con el medio por excelencia de la literatura agitacional: el mimeógrafo.4 Al parecer, desde la década previa, Soust había desarrollado la práctica de repartir poemas manuscritos a escritores y amigos, y en la movilización estudiantil de 1968 ya había aprovechado el mimeógrafo para infundir poesía en las marchas. De hecho, desde la clandestinidad, en sus notas de diario, José Revueltas registró su conmoción ante el cautiverio de Alcira en la ocupación militar de Ciudad Universitaria (CU) recordando que un año antes, en septiembre de 1967, la poeta le había ofrendado, conmovida hasta las lágrimas, un poema “escrito en francés y con tinta verde” y que luego la había reencontrado en los cubículos de la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL) imprimiendo poemas suyos de madrugada en “el mimeógrafo del comité”. Alcira —describe Revueltas— era ya entonces “otra mujer”, pues su “espíritu se había hecho nuevo y combatiente”.5 La combinación de la movilización con lo poético le otorgó otra función y otro enclave; le dio a probar la posibilidad de usar la corriente de diseminación de los movimientos de oposición como un río alternativo a lo poético. Sin embargo, Poesía en armas como tal no nacería hasta 1972. Es coherente pensar que, con la renovada agitación estudiantil y sindical que siguió a la violencia del “jueves de corpus” de junio de 1971, Alcira vio la posibilidad de volver a usar el mimeógrafo para dar salida a su “espíritu combatiente”.

No tenemos dato alguno sobre las razones concretas por las que Soust bautizó su acción literaria como Poesía en armas. Por regla general, Alcira refería su inspiración poética/política al compromiso de los escritores con la República Española durante la guerra civil y el exilio. Textos como la letrilla de Rafael Alberti en la revista El Mono Azul, de la Alianza de Intelectuales Antifascistas en 1936, plantearon esa equivalencia al demandar a todo escritor: “Tu fusil/ también se cargue de tinta/ contra la guerra civil”.6 “También su característico uso de aparatos de sonido difundiendo poemas en momentos de movilización, al que recurría Alcira Soust por lo menos a partir de 1968, cuando famosamente recibió a los soldados que ocuparon CU con la poesía de León Felipe, pueden tener origen en la difusión por megáfono de la colección de poemas El altavoz en el frente en la defensa de Madrid ante el avance de Franco”.7 Dada la popularidad de los discos de poemas cantados de Paco Ibáñez, es posible que Alcira conociera y cantara también los versos de Gabriel Celaya titulados “La poesía es un arma cargada de futuro” (1955), que incluían una línea que Soust bien pudiera haber hecho suya: la reivindicación de la “poesía necesaria/ como el pan de cada día”, en contra de la maldición de la “poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales”, que no toma partido.8 Irónicamente, sin embargo, el título Poesía en armas había servido para nombrar la obra de un poeta falangista en 1940,9 dato que seguramente hubiera horrorizado a Alcira Soust, pero que es entendible por el modo en que las posiciones políticas contrarias suelen usar campos semánticos y simbólicos similares sobre los que establecen una auténtica disputa, en lugar de pretender patrimonios metafóricos o simbólicos enteramente diferenciados.10

En cualquier caso, Soust entendía la aparición de su reparto de poesía mimeografiada como el inicio de una nueva era. Muchas de sus hojas volantes registran, además de la fecha convencional en el calendario cristiano, los “años de Poesía en armas” al modo en que las revoluciones francesa y rusa quisieron reivindicarse como los marcadores de un tiempo nuevo. Años más tarde, en 1979, Rubén Meyenberg compuso un par de poemas dedicados a la poeta uruguaya, presentando Poesía en armas en un plano no político, sino como empresa de defensa de las palabras:

Poesía en armas / defensa de las letras, / barricada de los versos / de los puntos y comas. / Diálogo del lenguaje combinado: / amigod [sic],
       sol…i…dar…i…dad; / del encuentro del poeta / con su verso y su honestidad. / Poesía en Armas, / libertad de la poesía, / poesía libertaria / poesía convertida en poesía. / Traducida o en su idioma / (Rimbaud, Paul Eluard).11

Haya sido o no su propósito originario, en los materiales publicados por Soust no se perfilaba una poesía afiliada a un partido, sino la adhesión a una batalla poética ligada en sus métodos al linaje vanguardista. El objetivo y método de Soust Scaffo rebasaban la mera difusión y traducción, para intervenir el material que ofrecía en términos de una activación y transformación del legado poético. Al ofrecer, por ejemplo, una versión de “Mañana de la embriaguez”, Alcira se sentía plenamente autorizada a irrumpir en el poema de Arthur Rimbaud con una explosión de signos y palabras. Soust movilizaba en sus modestas hojas mimeografiadas los descubrimientos tipográficos y auditivos de la vanguardia literaria de entreguerras (la subversión del texto y la declamación de futuristas, dadaístas y surrealistas) al injertar en el poema de Rimbaud una serie de manifestaciones verbales de lo vivo:

    Nosotros sabemos dar nuestra vida (ví…dá…víííííííííí
                ví
                  dá…dáááááááááááááááááá
                ví
                ví…Viví!¡!
                  Dá! a!
                vida=víí…i…dá=poesía=i
                      =ivresse=Rimbaud=Amar=A!
                Mar!=AMOR(amor) =amor…es
                       (Compañeros)
                        eros)12

Esta identificación de la convivencia universitaria con la posesión amorosa era una toma de partido. Poesía en armas era un intento de infectar a la agitación universitaria con un virus poético. Si bien muchas de las ediciones de Poesía en armas tienen un valor casi introductorio y pedagógico (poemas transcritos y traducidos con relativa fidelidad, acompañados de biografías sucintas de los poetas involucrados), esos volantes se antojan como prolegómenos a la intromisión de la voz y palabra de Alcira en los poemas propios y ajenos. Trastocando la puntuación, extrayendo ecos y palabras escondidas entre las vocales, y glosando el contenido original de un poema con toda clase de evocaciones y apuntes inmediatos, Soust aspiraba a transformar meros poemas en un poema verdadero. Era, efectivamente, una interpelación ya no a la autoridad constituida de los poetas referenciales (Éluard, Baudelaire, Lautréamont, etcétera), sino contra la falsa apariencia de esterilidad de las letras muertas en la página:


Alcira Soust Scaffo, “Charrúa/ A Lautréamont/ A Rimbaud”, s.f. Cortesía de Inés Campos.

Ésta era la concepción del poema como un terreno abierto a la contingencia y en ese sentido análogo a un campo de batalla, en el que en efecto se abrían “barricadas de versos”, trincheras de puntos y filas de artillería de vocales acentuadas. Esas hojas volantes atestiguaban un diálogo entre la transcripción, la traducción y la transformación literaria, en el que además Alcira infiltraba el eco del teatro de sus detractores y amigos, la sombra de su público y sus críticos, y la explosividad de sus duelos y desafíos a las normas y las habladurías:

    30 de junio (viernes le vendri)
    VII séptimo año de poesía en armas 78

                (música de la septima
                de Beethoven¡allegretto¡¡

     que no haces nada útil¡¡¡lan lan lan la lannn¡¡¡¡¡¡¡
    que insultas a los trabajadores¡¡¡lan lan lan lan lannn¡¡¡¡ […]
    que eres una arrimada¡¡¡lan lan lan lan lan lannn¡¡¡¡ […]
        ¡ indigna de estar entre nosotros¡¡¡lan lan lan lan lannn¡¡¡¡
    que se vaya a su tierra¡es indigna de estar entre nosotros¡¡¡lan lan lan lan lannn […]
    que interrumpes nuestra vida sexual¡¡¡lan lan lan lan lannn¡¡¡¡ […]
    que es un amigo?
    un amigo es un amigo!

    amigooo y nadie más el resto es selvaa.13

Sus métodos, arsenal y energía eran, ciertamente, un remedo de la cultura de propaganda y contrainformación que los movimientos sociales de oposición vinieron a adoptar a partir del marxismo generalizado como lingua franca universitaria después de 1968. (Unanimidad que, irónicamente, habría sido el legado profundo de la represión diazordacista.)





* Texto originalmente escrito para la publicación del libro Alcira Soust Scaffo. Escribir poesía ¿vivir dónde?, editado como parte de la serie Folios MUAC en coedición con Editorial RM, 2018.

** Este trabajo no hubiera sido posible sin los materiales que una colectividad de amigos, conocidos y estudiosos de Alcira Soust Scaffo, en México y Uruguay, han recogido y depositado en el archivo que está en trámite de donación para el MUAC de la UNAM. Ese flujo de recuerdos e ideas fue conducido por el recuerdo amoroso de Antonio Santos, camarada de Alcira en sus últimos años en México, y la tenacidad de la curadora Amanda de la Garza. Además de manifestar mi gratitud, a ambos queda dedicado este texto.



[1] Véase, por ejemplo, aunque sea en fragmentos, el histrionismo que María Paiato hizo de Auxilio Lacouture, en la puesta en escena de Ricardo Massai a partir de la novela Amuleto, de Roberto Bolaño, en el Teatro Metastasion de Prato, Italia (Ricardo Massai, “Amuleto di R. Bolaño”, video de YouTube, 15 de enero de 2015. Disponible en: <https://www.youtube.com/watch?v=880VJJPRQT4>). Es difícil no rebelarse ante la forma en que incluso la profundidad y la rotundidad de los monólogos de esta actuación desentonan profundamente con la delicada mezcla de alegría y furia de la Alcira Soust histórica. Por supuesto, no puede uno esperar que la ficción aparezca documentada, pero la función del material expuesto en un museo, y de la precariedad que otorga el documento en un texto, es evitar la aparente facilidad del mimetismo: el asumir que la reencarnación en escena pueda ocupar el espacio de la memoria como tal.

[2] Federico García Lorca, “Grito hacia Roma (desde la torre del Chrysler Building)”, en Obras completas, Arturo del Hoyo (ed.), Jorge Guillérn (pról.), Vicente Aleixandre (epíl.), Madrid, Aguilar, 1966, pp. 520-522.

[3] Alcira Soust Scaffo, “‘Faim’ de Rimbaud”, hoja volante de Poesía en armas, ca. 1973. Cortesía de la familia Gabard Soust.

[4] Es en extremo intrigante que en la fabricación del personaje de Auxilio Lacouture en las novelas de Roberto Bolaño, desde el capítulo que le dedica en Los detectives salvajes (Barcelona, Anagrama, 1998, pp. 190-199) hasta el despliegue de ese capítulo en un relato-monólogo multidimensional en Amuleto (Barcelona, Anagrama, 1999), la actividad de Poesía en armas no es siquiera aludida, en tanto prevalece la función de Alcira como musa de los infrarrealistas.

[5] José Revueltas, “Gris es toda la teoría [II], lunes 30 [de septiembre de 1968]”, en México 68: Juventud y revolución, Andrea Revueltas y Philippe Cheron (ed.), Roberto Escudero (pról.), 2ª. ed., México, Era, 1979 (Obras completas, 15), pp. 77-78.

[6] Véase al respecto: Julio Rodríguez Puértolas, “El recurso de las armas y las letras”, en La República y la cultura: paz, guerra y exilio, Julio Rodríguez Puértolas (coord.), Madrid, Akal, 2009, pp. 409-424. (Disponible en línea en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes: <http://www.cervantesvirtual.com/obra/la-republica-y-la-cultura-paz-guerra-y-exilio/?_ga=2.196494895.226020239.1533305462-1140588893.1533305462>.)

[7] Véase José Revueltas, op. cit., p. 77 y Julio Rodríguez Puértolas, op. cit., p. 409.

[8] Véase Gabriel Celaya, “La poesía es un arma cargada de futuro”. Disponible en <http://www.gabrielcelaya.com/documentos_algunospoemas.php>. La interpretación de Ibáñez puede escucharse en Enrique Alzugaray, “La poesía es un arma cargada de futuro—Paco Ibáñez”, video de YouTube, 21 de marzo de 2015. Disponible en: <https://www.youtube.com/watch?v=q_b0myUpwpE>.

[9] Dionisio Ridruejo, Poesía en armas, 1936-39, Madrid, Jerarquía, 1940; seguido por Poesía en armas: Cuadernos de la campaña en Rusia, Madrid, Afrodisio Aguado, 1944.

[10] Como lo planteó con mucha agudeza Renato González Mello, puede observarse que para que “el debate sea posible es indispensable que haya un lenguaje común”, de modo que uno puede buscar “imágenes iguales que hubieran servido para defender puntos de vista opuestos, o imágenes opuestas que hubieran servido para defender el mismo punto de vista”, publicado en, “Los pinceles del siglo XX. Arqueología del régimen”, en Los pinceles de la historia. La arqueología del régimen 1910-1955, México, Museo Nacional del Arte, 2003, p. 17.

[11] Alcira Soust Scaffo, “Poema ‘Alcira Sol’ de Rubén Meyenberg y declaración sobre Poesía en armas”, hoja volante de Poesía en armas, 4 de marzo de 1979. Cortesía de la familia Gabard Soust. En una comunicación personal, Meyenberg confirmó que estos dos poemas surgieron de una actividad del Jardín Cerrado Emiliano Zapata, que los entregó personalmente a Alcira y que CAP era la organización a la que él estaba afiliado en el contexto de la facultad. Comunicación personal de Rubén Meyenberg a Amanda de la Garza, 5 de agosto 2018.

[12] Alcira Soust Scaffo, “Pequeña vigilia de embriaguez”, hoja volante de Poesía en armas, 1972. Cortesía de la familia Gabard Soust.

[13] Alcira Soust Scaffo, “Charrúa / A Lautréamont / A Rimbaud”, s.f. Cortesía de Inés Campos.

[14] Alcira Soust Scaffo, “30 de junio. VII séptimo año de poesía en armas”, 1978. Cortesía de la familia Gabard Soust.

Durante la noche del 26 de septiembre de 2014, un grupo de estudiantes de la Escuela Rural para Profesores de Educación Básica de Ayotzinapa, “Isidro Burgos”, en el Estado de Guerrero, entró conflicto con la policía municipal. El resultado de este enfrentamiento fue de 9 muertos y 43 estudiantes desaparecidos. Sin embargo, y pese a la presión ejercida por la sociedad civil, encabezada por los familiares y compañeros de los estudiantes, hasta la fecha no se ha resuelto el caso, no hay certeza de lo que pasó esa noche, pero involucra —de menos— al presidente municipal y a su esposa, al cártel llamado “Guerreros Unidos”, a la policía municipal y al ejército. Con la búsqueda de los estudiantes de Ayotzinapa comenzaron a destaparse fosas clandestinas con cientos de cuerpos, ninguno coincidía con los 43. Ni las declaraciones del Procurador de Justicia, conocida como “la verdad histórica”, ni las “pruebas” han sido aceptadas por expertos en desaparición forzada, mucho menos por los familiares y compañeros de los estudiantes desaparecidos.


2 de octubre de 1968. Estudiantes detenidos en el Edificio Chihuahua

A partir de los últimos meses del año 2014, y hasta la fecha, han surgido diversas manifestaciones artísticas que sirven como testimonio y como denuncia de la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y de la ineptitud e incapacidad del gobierno mexicano para dar respuesta a lo que sucedió con los normalistas, con los miles de desaparecidos de los dos últimos sexenios y con los cadáveres y restos humanos que han aparecido en cientos de fosas clandestinas en todo el país. Entre estas manifestaciones artísticas se encuentran fotografías, instalaciones, documentales, crónicas, performances y poemas. Una historia semejante ya había sido contada casi cincuenta años antes: el 2 de octubre de 1968, en la tristísima noche de Tlatelolco. Elegí cuatro poemas escritos como resultado de estos dos sucesos, porque considero que estos textos funcionan como testimonio, como memoria y como objeto estético, representación lírica de algo que ojalá nunca hubiera ocurrido: “Memorial de Tlatelolco”, de Rosario Castellanos; “Tlatelolco, 68”, de Jaime Sabines; “Quién si no las moscas pueden mostrarnos el camino”, de Carmen Nozal, y “Ayotzinapa”, de David Huerta.

Estos cuatro poemas comparten un “nosotros”, enuncian desde la colectividad y no desde un sujeto lírico en primera persona del singular: “Quién si no las moscas / podrían enseñarnos el camino.” Dice Carmen Nozal. “Mordemos la sombra / Y en la sombra / Aparecen los muertos”, comienza David Huerta. “Recuerdo, recordemos / hasta que la justicia se siente entre nosotros”, finaliza Rosario Castellanos (las cursivas son mías). Asimismo, en un tono de ironía y enojo, Jaime Sabines expresa:

          Tenemos Secretarios de Estado capaces
          de transformar la mierda en esencias aromáticas,
          diputados y senadores alquimistas,
          líderes inefables, chulísimos,
          un tropel de putos espirituales
          enarbolando nuestra bandera gallardamente.

          Aquí no ha pasado nada.
          Comienza nuestro reino.

Tanto en el caso de Tlatelolco como en el de Ayotzinapa, los poemas representan los huecos, la incertidumbre, las dudas ante lo sucedido; debido a esto, en estos cuatro textos podemos notar la abundancia de interrogantes. Recordemos que el llamado a las autoridades acerca de los 43 de Ayotzinapa es “¿Dónde están?”, pregunta que se reproduce literalmente en el poema de Nozal y a la que sólo las moscas pueden responder: “Las novias que siguen esperando / se preguntan: ¿dónde están? / Ahí están, responden las moscas / sobrevolando los huesos, el hedor penetrante de los días, / la esperanza mutilada, el silencio que gime como un viento desollado.”

Desde Tlatelolco, la incertidumbre ya formaba parte de los poemas. En Castellanos leemos:

          Y a esa luz, breve y lívida, ¿quién? ¿Quién es el que mata?
          ¿Quiénes los que agonizan, los que mueren?
          ¿Los que huyen sin zapatos?
          ¿Los que van a caer en el pozo de una cárcel?
          ¿Los que se pudren en el hospital?
          ¿Los que se quedan mudos, para siempre, de espanto?

          ¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente, nadie.

También en Sabines se expresa la duda: “Nadie sabe el número exacto de los muertos, / ni siquiera los asesinos, / ni siquiera el criminal.” La única certeza de ambos sucesos es que entre más se vaya respondiendo las únicas respuestas posibles estarán llenas de algo corrompido y putrefacto. El poema que expresa esto en todo momento es el de Nozal (quién si no las moscas darán alguna respuesta), pero este mismo tema aparece también en los otros textos.  Se trata no sólo de la putrefacción de los cuerpos que se encuentran en las fosas, sino la de los cuerpos que se encuentran con vida, la vida cotidiana, la moral, las decisiones de los políticos y el país entero, todo está podrido o quebrantado. Dice Nozal: “Ahí están, responden las moscas / aturdidas, sobrevolando los huesos, el hedor penetrante de los días, / la esperanza mutilada, el silencio que gime como un viento desollado.” Y por su  parte, Huerta: “El pan se quema / Los rostros se queman arrancados / De la vida y no hay manos / Ni hay rostros / Ni hay país […] Quien esto lea debe saber / Que fue lanzado al mar de humo / De las ciudades / Como una señal del espíritu roto”.

Tanto en los poemas que se escribieron a partir de Ayotzinapa como en los de Tlatelolco se muestra cierta desazón por la falta de identidad de las víctimas. Carmen Nozal trata de dar nombre a los muertos y a los desaparecidos: “Ahí están, los emilianos, los panchos, los chaparritos, / los que sabían leer, los que serían distintos. / Ahí están, las lupes, las citlalis, las juanas y las marías, / las pensadoras, las costureras, las enamoradas eternas.” Y en Sabines leemos también la insistencia por enfocar a las víctimas y alejarlas de la simple idea de multitud: […] eran mujeres y niños, estudiantes, / jovencitos de quince años, / una muchacha / que iba al cine, / una criatura en el vientre de su madre, / todos barridos, certeramente acribillados / por la metralla del Orden y Justicia Social.

Para Nozal es importante también hablar del dolor de amigos y familiares de las víctimas: “Ahí están, las moscas entre la tierra y el cielo / escuchando a las familias aullando, aullando ¿Dónde están? ¿En dónde están? […] Ahí están, con el polvo en los huaraches y los puños apretados / los padres, las madres, los hermanos, los abuelos desesperados.” De igual forma, en su poema aparecen los objetos cotidianos, los que los identifican, los que les devuelven el rostro, los que los humanizan después de la barbarie a la que han sido sometidos: “Ahí están los sueños torturados, los pantalones rotos, / un tenis, cuatro plumas, dos carcajadas, / los vestidos desgarrados, una libreta, / las novias que siguen esperando / se preguntan ¿Dónde están?”. Asimismo, en el poema de Huerta son evocados a partir de los objetos: “Quien esto lea debe saber también […] Que la magia de los muertos / Está en el amanecer y en la cuchara / En el pie y en los maizales / En los dibujos y en el río”. Humanizar a las víctimas de sucesos como Tlatelolco y Ayotzinapa, aún en textos literarios, funciona como una forma de que la memoria civil los mantenga presentes, para que la digna búsqueda de sus familiares se mantenga firme y que algún día se dé castigo a los culpables.



Bibliografía:

Castellanos, Rosario. Poesía no eres tú, 4ª ed. México, Fondo de Cultura Económica, 2004.
Matías Rendón, Ana. Los 43 por Ayotzinapa, México, s/e, 2015.
Nozal, Carmen. “Quién si no las moscas pueden mostrarnos el camino”, en La Jornada Semanal, suplemento
   cultural de La Jornada, domingo 11 de enero de 2015. En línea: http://www.jornada.com.mx/2015/01
   /11/sem-carmen.html

Sabines, Jaime. Recuento de poemas 1950-1993, México, Joaquín Mortiz, 1997.

Compuse el poema “Nueve años después” en 1977; se publicó en el centro del libro Versión en 1978, con el sello del Fondo de Cultura Económica, dentro de la serie “menor” de la colección Letras Mexicanas. La portada fue hecha por Vicente Rojo: una serie de 49 asteriscos dibujados con tinta muy espesa, en alusión a un poema, “Tres asteriscos”, dedicado a él; el diseño tipográfico y gráfico fue de Rafael López Castro. En 2005 la editorial Era reeditó Versión a iniciativa de Marcelo Uribe; el libro y mi “trayectoria” merecieron —es un decir—, el Premio “Xavier Villaurrutia”.

La decisión de ponerlo en el centro de ese libro de 1978, con una especie de extraña portadilla interior —que se perdió en la reedición de 2005—, fue tomada por mí con la guía de Alí Chumacero, mi mentor en tareas editoriales. Chumacero me corrigió las primeras notas editoriales —o “solapas”— que redacté en las viejas oficinas del Fondo en avenida Universidad, donde también conocí al genial Juan Almela, una presencia cenital en mi vida. El título está acompañado de un subtítulo que reza “Un poema fechado”, como para indicar en filigrana el peso histórico que fue determinante en su hechura.

El título del poema quiere decir lo siguiente: su tema es lo que ocurrió en nuestro país, y particularmente en la capital, en 1968. Nueve años después escribí este testimonio de mi presencia, mis sensaciones, mis ideas y las imágenes que desencadenó en mí esa tarde. Subrayo la palabra “testimonio” porque le da título a un poema sobre el mismo asunto, publicado en mi primer libro, El jardín de la luz, que apareció en la colección Poemas y Ensayos de la Universidad Nacional. Ese viejo poema de 1970-1971 acaba de ser traducido al inglés por Adam Feinstein, poeta y crítico, ampliamente conocido como biógrafo de Pablo Neruda.

Cuando le puse el título a “Nueve años después” no tenía yo presente la máxima horaciana que puede leerse en el Arte poética: hay que guardar un poema durante nueve años antes de darlo a conocer. Digo con franqueza que no la tenía presente aunque ya había leído, a tropezones, el divertido y pintoresco poema preceptivo de Quinto Horacio Flaco en la colección de clásicos griegos y latinos animada por el humanista y poeta Rubén Bonifaz Nuño, mi padrino —junto con Jesús Arellano— en la edición y publicación de ese primer libro mío, El jardín de la luz. Aquella Arte poética era una laboriosa versión yuxtalineal, hecha en la tradición de esos traslados supuestamente fieles, pero en verdad presentados a los lectores azorados en una lengua anfibia que no es latín ni castellano. El gran Antonio Gómez Robledo se encargó de reprobar esas prácticas en el prólogo de su hermosa versión del libro inmortal del emperador Marco Aurelio, publicado en la misma colección (¿cómo le habrá caído a Bonifaz Nuño ese jalón de orejas?).

Pero divago. Vuelvo a mi poema sobre 1968 y la matanza de Tlatelolco.

Nueve años… El número nueve no parece tener una significación especial, pero también lo utilicé cuando dispuse en nueve “capítulos” las partes de mi libro Incurable, de 1987: siempre he dicho que esos nueve “capítulos” aluden al tiempo normal de la gestación de los seres humanos a partir de la concepción.

En mi departamento de la colona Del Valle me senté una tarde a pensar qué debía hacer con la idea de escribir otro poema, esta vez considerablemente más largo, acerca de la masacre en la plaza de las Tres Culturas. Me di cuenta de que habían pasado esos nueve años del título y de la recomendación de Horacio (aunque yo no tuviera presente aquel precepto clásico). Otra recomendación estaba implícita en unas palabras de Samuel Taylor Coleridge que sí tenía presentes: un poema recoge y trasmite las emociones recordadas en medio de la tranquilidad. Esa tranquilidad no estaba a mi alcance todavía a mis 27-28 años de edad (¿lo estará alguna vez?), pero entonces pensé y sentí que ya podía escribir el poema.

Una curiosidad gramatical que me gusta ver como una decisión estilística que llegó a buen puerto: En el poema digo que no voy a utilizar adverbios, “gritar o lamentarme”; lo digo con la intención de que no se confunda “Nueve años después”, precisamente, con uno de esos testimonios —a veces engolados dentro del registro patético— en los que en el primer plano aparece el extremado sentimiento de las víctimas; no: en el poema las víctimas son los heridos y los muertos, y quien habla pone de resalto, sobre todo, su condición de sobreviviente. Así, entonces: nada de adverbios; pero un poco más adelante escribí con toda intención y con todas sus letras un tremendo adverbio terminado en mente: mismamente, muy mexicano y resonante, me parece. Lo hice conscientemente, desde luego, y sólo alguien muy distraído o malintencionado podrá acusarme de incurrir en inconsecuencia. Ese “mismamente” está relacionado con la muerte que “entregaré”, igual que doy a veces mi cuerpo desnudo —según puede leerse un poco después—, “como un espacioso alimento”, a “la boca devoradora del amor”.

Unas palabras sobre la sobrevivencia. He tenido presentes, durante largos años, desde que las leí, las palabras de Jorge Aguilar Mora, quien también estuvo en la plaza esa tarde (era representante de El Colegio de México en el Consejo Nacional de Huelga, a diferencia de mí, que era un simple brigadista); escribió Aguilar Mora en La divina pareja que si decimos o escribimos que los asesinados en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968 “no han muerto”, como suele decirse en los discursos, debemos creerlo literalmente. No está allí, de forma explícita, en mi poema, esa idea de Aguilar Mora; pero siempre me ha conmovido su forma de ver la matanza, en abierto y explícito contraste con las imágenes que presentaba Octavio Paz en Posdata. En “Nueve años después” los asesinados lo han sido de verdad; acaso después de que el poema concluye y yo ya he salido de la plaza “vivo aún”, podré pensar y sentir lo que escribió Aguilar Mora, quien fue a dar esa noche, arrestado, al Campo Militar número 1; de allí saldría poco después, por fortuna, y se iría a París a estudiar con Roland Barthes.

Me propuse escribir un poema en primera persona. Yo sería el protagonista del poema. Yo es quien ha estado en la plaza y ha salido de ella tremendamente aturdido por el ruido, la sangre, los gritos, el desconcierto.

Paso a una referencia literaria que me importó mucho incorporar en el poema de un modo, me parece, singular. Un tema y una imagen me acompañaban desde que leí La peste de Albert Camus: el miedo que se apodera de una ciudad ante un desastre natural. Recreé algunas palabras de Camus en el poema, sobre todo en los últimos tramos.

El final del poema es una evocación de las descripciones del miedo en el Orán de la novela de Camus (son notables las de la tercera parte). Nunca se me había ocurrido establecer un paralelismo entre la peste y la violencia política en forma de represión estatal, hasta ahora, a pesar de que podría haber pensado en eso hace cuatro décadas, cuando escribí y publiqué “Nueve años después”. Ese paralelismo me parece obvio ahora; pero entonces, cuando escribí “Nueve años después”, la imagen que me obsesionada era sobre todo la de la ciudad cerrada sobre sí misma y presa del miedo, un miedo monstruoso, ubicuo, que llegaba de lo alto (las “bengalas” tiradas desde un helicóptero, luces que dieron la señal de comienzo de la “operación” policiaca y militar) y desde todos lados, como si efectivamente, según se lee en el poema, no hubiera salidas ni vías de escape, de salvación.

Al pie de los versos, una vez que el poema ha concluido, aparece una fecha, que justifica y explica el subtítulo: “Octubre de 1977”.


Nueve años después. Un poema fechado

Yo aparecí en la sangre de octubre, mis manos estaban fúnebres de silencio
y tenía los ojos atados a una espesa oscuridad.

Si hablaba, mi voz me sonaba como una materia desalojada,
mis huesos estaban empapados de frío,
mis piernas fluían con el tiempo, moviéndose hacia afuera de la plaza,
en una dirección extraña y sin sentido: de renacimiento,
llevándome a los espejos y las calles desordenadas.

La ciudad estaba arrasada por el silencio,
cortada como un cuarzo, tajos de luz diagonal daban sus raciones apretadas
a las esquinas, los cuerpos estaban callados y aplastados contra su vida,
pero había otros cuerpos también, pero había otros cuerpos también.

Hablo con mi sangre entera y con mis recuerdos individuales. Y estoy vivo.

Yo me pregunto: ¿cómo tenemos los ojos, las manos, el cerebro y los huesos
después de que salí de la plaza? Todo es denso, voluminoso y fluye,
después de que salí de la plaza.

El aire me decía que todo estaba quieto, esperando.

Yo me moví hacia afuera de la plaza, mi boca estaba quemada por los recuerdos,
y mi sangre estaba fresca y luciente como un anillo continuo
en el interior de mi cuerpo absolutamente vivo. Pues me movía
hacia afuera de la plaza, entero y respirando.

Respiraba imágenes y desde entonces todas esas imágenes me visitan en sueños,
rompiéndolo todo, como caballos delirantes.

Estaba en el amasijo del día el espejo de la muerte.
Y una palabra de mi vivir colgaba de un borde infinito.

Yo no quisiera hablar del tamaño de aquella tarde,
no poner aquí adverbios, gritar o lamentarme.

Pero quisiera, sí, que se viera toda una quemadura de cólera
manchando el espejo de la muerte.
¿Dónde podría poner mi vivir, mis palabras
sino ahí, nueve años después, en esa cólera fría,
en ese animal de ira que se despierta a veces para esmaltar mi sueño
con su aliento sanguinario?
Toda mi sangre circula por mi vivir, entera, incuestionable.
Pero entonces oí cómo se detenía, amarrada a mi respiración,
y golpeando, con el sordo llamado de su inmovilidad, golpeando
mis voces interiores, mis gestos de vivo humano,
el amor que he podido dar y la muerte que mismamente entregaré.

Luego vino el miedo a mis ojos para cubrirlos con sus dedos helados.

Todo el silencio de mi cuerpo abría sus alveolos
frente a los cuerpos arrasados, escupidos hacia la muerte por el ardor de la metralla:
esos cuerpos brillando, sanguíneos y recortados contra la desmenuzada luz de la tarde,
otros cuerpos diferentes del mío y más diferentes aún,
porque habían sido extirpados a la vida humana por un tajo enorme,
por una vertiginosa ferocidad, por manos de una fuerza doliente que se lanzaba, aullando,
contra esos cuerpos más tenues ya que la tarde
y más y más brillantes, en mi sueño de todavía vivo ser humano.

Es verdad que escuché la metralla y ahora esto escribo,
y es verdad que mi sangre fluye de nuevo y todavía sueño
con una especie de muerta duda, y veo a veces mi cuerpo desnudo
como un espacioso alimento para la boca devoradora del amor.

¿Dónde estuvieron las ataduras de mi vivir,
mis espejos y mis días, cuando sobrevino la tarde en la plaza?

Si tomo un pedazo, una brizna de mi cuerpo para ponerla contra el recuerdo de esa tarde en esa plaza,
retrocedo asustado a mi vida como si me hubieran golpeado en la boca
los dedos levísimos de cientos de fantasmas.

Hablo de estos recuerdos inmensos porque tenía que hacerlo alguna vez, así o de otra manera.

Yo salía de la plaza con un vivo estupor en la boca y los ojos
y sentía mi saliva y mi sangre, vivo aún.
Era una noche fresca, dada al tiempo.
Pero en las calles, en las esquinas, en las habitaciones,
había cuerpos aplastados y sellados contra su vida por un miedo gigantesco y amargo.
Un anillo de miedo estaba cerrándose sobre la ciudad
como un sueño extraño que no cesaba y que no conducía a ningún despertar.

Era el espejo de la muerte lo que sobrevenía.
Pero la muerte había ya pasado con sus armaduras y sus instrumentos
por todos los rincones, por todo el aire abolido de la plaza.
Era el espejo de la muerte con sus reflejos de miedo
lo que nos daba sombra en una ciudad que era esta ciudad.

Y en la calle era posible ver cómo una mano se cerraba,
cómo sobrevenía un parpadeo, cómo se deslizaban los pies, con un silencio espeso,
buscando una salida,
pero salidas no había: solamente había
una puerta enorme y abierta sobre los reinos del miedo.

Octubre de 1977

“Los muebles se han quedado más quietos que nunca.
Los miro fijamente y perforan sus sitios hasta desaparecer.
La miseria anda medrando en las sartenes vacías,
las cucarachas se fueron sin decirme adiós.
En fin, todas nuestras cosas andan atontadas,
cuchichean en los rincones,
escapan al tacto
y yo sé que no duermen,
que cuando apago las luces se amotinan tras la puerta
o se van a la ventana pensando no sé qué.
Cuando estoy a la mesa con las migas amargas
se ocultan a mis ojos,
cambian de sitio,
me maltratan,
me abandonan a la siempre recuperable soledad.
Qué pequeña resulta la casa sin tus pasos.
Todo te lo llevaste:
los planos del espacio,
las palabras atmósfera y oxígeno,
lo frutal de tu silencio despeñándose en la luz,
las cartografías del sueño y de la libertad.
Estoy clavado por tu silencio enorme,
por la tristeza que te guía como perro de ciego,
por tu fe despilfarrada en las criaturas de las fábulas,
por la mano acariciadora del espanto,
por tratar al desamparo cara a cara y saludarlo distraídamente,
por el aire difícil que tú confundes con un huerto de naranjos.
Si abro la puerta, la casa se inunda de una ira amarilla,
la envidia entra a calcinarme los huesos
porque nunca he odiado como ahora,
porque sólo me faltan tus sollozos para ser feliz.
Conoces mi desgano de inclinar la cara hacia las tumbas,
de caminar por las semanas de las mutilaciones
como un viaje emprendido hacia ningún lugar,
hacia el cadáver remoto que tal vez me necesita,
del momento que se tiende a lo largo del lecho para ofrecerme lo que la carne recuerda como
    un galope perdido.
Camino ausente de mis pasos.
Pregunto por mí en el alcohol del llanto
y no me respondo.
Las palabras nada saben,
asumen el dominio de un imperio soñado.
Vuelvo a la sospechosa paz de Nonoalco
a respirar la sombra de una ráfaga inmóvil,
a pensar en las redes del último juego
del que el hombre se levanta como la única bestia coronada.
Ya no sé si estoy vivo o muerto.
Ven a decirme la última palabra.”

“Hoy en la mañana cuando me llevaron a rayos X,
unos periodistas me preguntaron qué hacía en Tlatelolco:
¿Qué hacía, Dios mío? Mi trabajo.”
Oriana Fallaci

 
Lo que sabemos de esa noche es gracias a los grillos,
a los recados puestos de brazo en brazo
que rayan el oído fundido
por la chirría de las moscas.
Las banderas rojinegras son una postal de los que se detienen
a mirar cómo se embarran los juicios sobre en el pavimento.
Se persignan tres veces a ras de suelo,
mientras un desfile de grúas recoge esqueletos
antes de que la tarde delate sus olores.
De boca en boca viajan los pitazos,
las buenas nuevas son el alumbrado público
del terreno baldío donde follan las ratas.
Pasa la voz,
pasa la voz,
es una vieja maña,
cuando el silbido chilla
en cada batacazo.
Los cuento a todos:
1,
5,
10,
20,
dicen que más de 100,
gabachos colados aseguran que 1500,
tecnócratas en libros pagados por la SEP
dicen que 95 o 220.
A nadie le salen las cuentas.
Hay estados de la materia que se miden
por litros y galones,
pero la sangre no es medible,
a diferencia del agua y el aceite,
heterogénea mezcla que separan para su conteo,
la sangre al separarse multiplicaría
los números que los noticieros esconden.
Había demasiado blanco en esa plaza,
pero no eran banderitas de me rindo,
eran guantes y pañuelos apretando las muñecas,
asfixiando cualquier corazonada
del brazo izquierdo.
 
El moho cubre al teocalli,
a las piedras que saquearon para construir
la capilla del señor Santiago.
El robo salpica con la lluvia,
por la rendija se asoman las zapatas,
hechas de huesos que aguantaron
la hambruna y los balazos.
Tlatelolco fue tianguis,
aún se escucha a los marchantes,
no hay trueque que cambie el tiro de gracia
cuando se regatea con batallones.
Quedaron apachurradas bajo el tianguis
las quejas ambulantes,
porque era el año de las olimpiadas,
y en cada juego el batallón Olimpia
ofreció laureles al dios Estado.
Muy mallugado tenemos el recuerdo,
para esos males no hay jarabe
es rencor que no sana la cortisona.
El tianguis permanece,
se ríe de nuestros insípidos reflejos ante un sismo,
de cómo moriremos
cuando sea el lago y no el ejército
el que termine de ahogarnos.
El luto es lo único que no pasa de moda,
a media asta lo saludan con la mano derecha
en cada ceremonia escolar.
Es una costumbre semanal por los caídos,
por eso los tianguis se ponen una vez a la semana.

piel rota orilla incierta de piel rota
carne como la carne que le doy al gato
la sangre rezuma y chorrea en goteras
se ve el hueso

ancho y profundo boquete como plato sopero
alto en el muslo el tazón de carne cruda y sangre
cuerpo tendido en el piso de cuatro dedos de agua
“No es nada”
“¡Cómo que nada!
¿Te duele?”

“Nada, un rozón”
las balas atraviesan vidrios atraviesan puertas se entierran en paredes
“¡Cuidado señora!” (tiene un niño en los brazos) “Métase
al baño, ahí está más segura”

los estampidos retumbando arrecian
“Agáchense” “Hasta abajo” “No se asomen, por Dios”
“¿Cómo te sientes?”
“No es nada”
(La señora con su niño en brazos gritando) “¿Por qué siguen,
por qué siguen tirando?”
“Dios mío, Santa Virgen, que paren, ya no sigan…”
“Otra vez”

“Agáchense” “Bajen la cabeza” “Dame la mano”
como mala película que no termina nunca

Diez días después los periódicos no hablan de nada más que de la Olimpiada.

No fue nada, un rozón.

1
Van hacia atrás, atropellándose,
y nada sino la mueca del dolor en que se hallan les importa.
Semejantes a los amorosos no oyen, no ven, están llenos de polvo, de viejo miasma y de calor.
Bajo los muelles se reúnen a darse besos de lata y aserrín,
y se cogen las manos y bailan a la luz del alcohol
y cantan y creen en la vida, pero en nada creen, están solos, solos como ellos mismos.
Han dejado el cáncer en el cuello de sus padres, y, a veces,
en el sueño de gusanos que les llena se sobresaltan, gritan, se revuelcan;
pero al llegar el día buscan afanosos bajo las cloacas
y entonces se reconcilian con todo e intuyen que una vez más han ganado.
Son las víctimas, y porque desde el principio están vencidos
y lo saben y se burlan de los que creen ganar, son ellos los victimarios.
A nadie podrán vencer, lo saben también, y por ello desde el principio son los victoriosos,
los que siempre se salen con la suya, los estériles,
los que todo lo tienen porque nada pueden perder.
Nada les importa, están solos, son como locos, ensoberbecidos, gritando,
Aullando, encolerizados. Prendidos a la furia van secuestrando camiones,
levantan adoquines, atacan y casi en la victoria se sienten impotentes.
Lo saben. Saben que nada podrán hacer y por eso nada les importa.
Porque han descendido hasta el fondo de sí mismos y han encontrado infiernos,
desolación, bruscas risotadas de los que orgullosos se aman sobre la ciudad,
no se esfuerzan, conocen que todo es inútil y que nada se salvará.
Ellos tienen la certeza de la verdad cogida por el cuello, azotándola,
y en ella azotan a los amantes y a los que trabajan y a la buena gente
con su sombra de mierda tras la huella de sus hijos.
Roban, y saben que rogar es entregarse.
Asesinan, y saben que hacerlo es dar amor, el amor, el bendito fuego del arrasamiento.
Los derrotados abren la boca para recibir veneno,
abren los brazos para recibir cadáveres de arena
y se sienten felices, insoportablemente felices.

3
Y cuando ellos vieron y oyeron no dijeron nada;
ni siquiera se movieron;
pero sí voltearon sus ojos y los movieron hacia todos lados.
Al lado de ellos, sus hijos los miraron
y tampoco dijeron nada
y sus miradas no decían nada,
sus miradas estaban transparentes
y ellos seguían atrás de sus padres
y sus padres sintieron como si alguien clavara un clavo en sus carnes,
pero no se movieron ni dijeron nada ni lloraron siquiera
ni recordaron las pisadas de los batallones dentro de sus cabezas
asesinando gente impunemente y pregonando la paz.
Lo único que oyeron fue sus dedos al rozar los botones,
prender la radio y oír las noticias.
Pero nada dijeron, nada pidieron que evitara la matanza.
Y los jóvenes, astrosos y melenudos,
se escondieron bajo los puentes, a orillas de las carreteras,
frente a los durmientes en las estaciones,
y se llenaron de polvo y agua de cloacas
y después se fueron haciendo blandos, transigentes e iguales,
hasta que aceptaron el orden establecido
y sus carnes, vestidos, modo de hablar y actitudes fueron
fuente de ingresos para el turismo y el presidente los aceptó
y premió a algunos de ellos y ellos se sintieron felices,
volviendo a reptar por las calles, a la luz del día.

“No hubo piedad para la luz”, escribió David Huerta (1949) en su primer libro de poemas, El jardín de la luz (1972). Con precisión conmovedora, aquel verso define el carácter de la poesía escrita a raíz de la matanza de estudiantes en Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968: una nueva “visión de los vencidos”, una rabiosa elegía a la juventud, voces en coro de un eclipse generacional. De Octavio Paz (1914-1998) al propio Huerta, pasando por Rosario Castellanos (1925-1974), Isabel Fraire (1934-2015) y José Emilio Pacheco (1939-2014), dichos textos —muchos de los cuales componen el memorial poético M68, que ahora se presenta en la Casa del Lago de la UNAM—, son frutos convulsos de una época signada por la represión y la muerte; ejercicios de memoria que, en palabras de Castellanos, cumplen la función de “que amanezca / sobre tantas conciencias mancilladas, / sobre un texto iracundo sobre una reja abierta, / sobre el rostro amparado tras la máscara […] / hasta que la justicia se siente entre nosotros”.

Manuel Díaz* | Creación de isologo
Naandeyé García* | Creación de gráfico distintivo

El 68 fue un punto de inflexión para la vida política y social del país, pero también para la literaria: El apando (1969) de José Revueltas, La noche de Tlatelolco (1971) de Elena Poniatowska y Días de guardar (1972) de Carlos Monsiváis son tres ejemplos de prosa donde el periodismo, el monólogo dramático y la autobiografía se unen para crear una “polifonía del incomunicado”: frente a la retórica de las versiones oficiales, la elocuencia del testimonio civil. Ni qué decir de la poesía, cuyas aptitudes melódicas y filosóficas ceden el paso a una urgente relación de los hechos. Ante el ocultamiento del horror, Castellanos, Fraire y Jaime Sabines (1926-1999) reconocen cuerpos, cincelan lápidas, diseccionan los titulares de la prensa, colocan anuncios y carteles para dar con los desaparecidos. En “Las voces de Tlatelolco”, por ejemplo, Pacheco emprende un poema documental basado en la “historia oral” recopilada por Poniatowska; en el tercer fragmento de “Intermitencias del Oeste”, Paz redacta una renuncia en verso a sus labores como diplomático del gobierno mexicano; en “Carta de Nonoalco”, Guillermo Fernández (nacido el 2 de octubre de 1932) envía una misiva al fantasma colectivo de los estudiantes —o tal vez a sí mismo, cuatro décadas antes de su cobarde asesinato en 2012—; en “Los derrotados”, Jaime Reyes (1947-1999), parodiando “Los amorosos” de Sabines, hace un perfil de sus compañeros de generación, caídos durante la masacre o alzados lucrativamente por ella; en “Nueve años después”, Huerta comparece como testigo presencial ante la página en blanco y rinde una de las declaraciones más intensas de nuestra lírica —y que, para este número del Periódico de Poesía, comenta con generosidad.

Anunciamos, así, la publicación de este dossier con cuatro poemas de autores antes mencionados (Guillermo Fernández, Isabel Fraire, Jaime Reyes, David Huerta); una serie de réplicas contemporáneas a aquellos hechos por Andrea Alzati (1989), Maricela Guerrero (1977), Rodrigo Flores Sánchez (1977), Óscar de Pablo (1979), Sara Uribe (1978) y Yelitza Ruíz (1986); un poema visual del artista Juan Caloca (1985) y dos ensayos alusivos: uno de Jocelyn Martínez (1983) y otro de Alejandro Higashi (1971), ambos miembros del Seminario de Investigación en Poesía Mexicana Contemporánea de nuestra universidad (SIMPC).

Las protestas estudiantiles de 1968 en Praga, París, Berlín, Roma, Tokio, Chicago y México tuvieron como denominador común mostrar al mundo la capacidad represora de los distintos gobiernos, demócratas o comunistas. En México, cincuenta años después, el 2 de octubre se conmemora todavía como la matanza en la Plaza de las Tres Culturas por el enorme despliegue de violencia con que se sofocó el movimiento. Frente a la represión pública, las desapariciones forzadas y otras maneras atroces de imponer el orden, el estudiantado no tuvo más opción que recular, concluir sus estudios e integrarse al campo laboral. Muchos fueron “los derrotados” del poema de Jaime Reyes; otros, la “tradición de la resistencia” a la que se refiere Carlos Monsiváis. Iniciativas recientes como los matrimonios entre parejas homosexuales, los programas de defensa al medioambiente, las políticas de comercio justo, las de transparencia de la información, etcétera, fueron propuestas, votadas e implementadas por quienes marcharon y protestaron en 1968. Vencieron, años después, al volverse un engrane más del sistema que habían intentado derrotar sin éxito.

En el arte, la caricatura política que publicó Abel Quezada el 3 de octubre en Excélsior representa, para mí, el mejor ejemplo del cruce entre la realidad brutal que exigía ser documentada y la capacidad de los y las artistas para sortear la ominosa censura del Estado. Ahí, Quezada se olvidó del Charro Matías, del Tapado y de Gastón Billetes, para ennegrecer nada más el recuadro y titularlo “¿Por qué?” En su momento, fue un acto de profundo valor y rebeldía; hoy, con el paso de los años, puede verse como un uso efectivo del formalismo inherente al arte conceptual. La caricatura de Quezada era oblicua y culturalista, y requería para su comprensión de una formación académica que reconociera en este recuadro negro, refractario al figurativismo, la insurrección vanguardista de Kazimir Malévich (en 1915 había exhibido su famoso Cuadrado negro) y la obra conceptual más cercana en el tiempo de Ad Reinhardt, quien en la década de 1960 se dedicó a pintar cuadros negros. Elitista en extremo, en el dificultismo abstracto de las formas encontró la clave para eludir la sanguinaria y estúpida censura gubernamental. Al romper con la forma tradicional, Quezada llevó al periódico la forma sin contenido o, mejor dicho, la forma en busca de una significación. El cuadro negro y el “¿Por qué?” del título, que no significaban nada, significaron todo.

Si, según apunta Sergio Aguayo en un libro reciente, servicios de inteligencia como la Dirección Federal de Seguridad se desempeñaban con cierto automatismo, recogiendo mucha información que eran incapaces de procesar, no sorprende que hayan visto con tolerancia (¿o incomprensión?) a la poesía. Octavio Paz publicaría en “La Cultura en México”, suplemento literario de Siempre!, un poema fechado el 3 de octubre (aunque se publicaría hasta el 30), “México: Olimpiada de 1968”. Se trató de un poema también conceptual alrededor de una paradoja (“La limpidez / […] / no es límpida”) y una analogía (“es una rabia / […] extendida sobre la página”) donde solapadamente se acusaba al Estado a través de una sutil metonimia (“Los empleados / municipales lavan la sangre / en la Plaza de los Sacrificios”). Este modo de acercarse al presente inmediato sin provocar a la censura seguirá representando el tour de force de la poesía del periodo, con la exaltación de las formas como su mejor aliada: en la primera versión de “Lectura de los ‘Cantares mexicanos’: manuscrito de Tlatelolco (con motivo del 2 de octubre)”, por medio del pastiche y la apropiación intertextual, José Emilio Pacheco releería la traducción de los Cantares mexicanos de Ángel María Garibay, y en una segunda versión, publicada en 1978, “los textos reunidos por Elena Poniatowska en La noche de Tlatelolco (1971)”. En 1971, en “26 de julio”, Leopoldo Ayala insertará notas periodísticas en honor de una “voluntad colectiva”, en un poema fragmentario, dialógico y documental; Isabel Fraire también recurrirá al collage de voces sin abandonar el estilo documentalista en “2 de octubre en un departamento del edificio Chihuahua”.


1º de julio de 1968. Acervo Comité 68

Cuando la forma transparentó el mensaje, su libre circulación en periódicos y revistas dejó ver también el menosprecio del Estado hacia un modo de expresión artística sin impacto real entre la población. En “Memorial de Tlatelolco”, Rosario Castellanos logró armonizar el estilo conversacional con los temas más inmediatos (“La plaza amaneció barrida; los periódicos / dieron como noticia principal / el estado del tiempo”) sin caer en lo trivial (“No hurgues en los archivos pues nada consta en actas”) y sin renunciar a la tensión entre la verdad oficial y los acontecimientos recientes (“Recuerdo, recordemos / hasta que la justicia se siente entre nosotros”). En “Tlatelolco 68”, Jaime Sabines también apelará al estilo conversacional, cuajado de realismo y enojo, en un poema donde la voz de los tiranos (“Hemos destruido la conjura, / aumentamos nuestro poder”) se confronta con la de los hechos (“En las planchas de la Delegación están los cadáveres. / Semidesnudos, fríos, agujereados, / algunos con el rostro de un muerto”) y con la de los medios de comunicación cómplices (“El crimen está allí, / cubierto de hojas de periódicos, / con televisores, con radios, con banderas olímpicas”); con crudeza, el poema dice lo que callan los políticos, esconden los medios y resplandece en los hechos.

La necesidad de burlar a la censura conducirá al riesgo formal hasta despersonalizar al poema. La herencia de este momento crucial llega a libros como La oración del ogro (1984) de Jaime Reyes, a ratos collage de crónicas y entrevistas donde se denunciaban abusos a grupos desprotegidos; poemas como “La reclamante”, de Cristina Rivera Garza (2010), construido a partir del ensamblaje de los testimonios directos de Luz María Dávila, madre de dos de jóvenes víctimas del narcotráfico, la periodista Sandra Rodríguez Nieto, la propia autora y López Velarde; o ejercicios más ambiciosos, como el de Antígona González (2012), de Sara Uribe, pieza conceptual encargada por la actriz y directora Sandra Muñoz donde se yuxtaponen frases tomadas lo mismo de notas periodísticas que de versiones modernas de Antígona.

1968 fue un año relevante para la poesía mexicana: demostró que se podía denunciar todo sin que pasara nada y que el mundo de las formas estaba ahí para burlar al enemigo, no para convocar la belleza. Nos acostumbró, quizá como un daño colateral, a situar las estrategias formales en el centro de los programas estéticos que aspiraban a la modernidad y a una significación abierta y, por ello, total. El panorama dista mucho de ser uniforme. Octavio Paz separaría poesía y protesta como brechas incompatibles, y haría de esta opinión particular el credo de una revista tan influyente como Vuelta, mientras Eduardo Lizalde volvió al epigrama clásico como instrumento de la denuncia política en La zorra enferma (1974) o José Emilio Pacheco discutió la agenda de temas del 68 a lo largo de su obra (el consumismo, la ecología, el abuso de los gobiernos). Aunque hay una tendencia a pensar que la poesía mexicana abandonó la protesta ante la obstinada sordera de las instituciones políticas (y, claro, la censura violenta), más bien aprendió a plantear los grandes problemas sin estridencia y a mirar la realidad como un componente irrenunciable del poema moderno.

Este énfasis en la forma eludió la feroz censura presidencial y nos acostumbró a buscar la significación detrás del poema como mero estímulo, pero ¿en qué medida trasformó a la sociedad? Del caso estadounidense, Mark Kurlansky afirmó que “1968 fue uno de esos momentos inusuales en Estados Unidos en los que la poesía parecía tener importancia” y, en México, cuenta Monsiváis que el movimiento también se expresó en “el gusto en una minoría significativa por novelas y poemas leídos como profecías”. Para José Agustín, luego del 68 “se abrieron los espacios a los jóvenes, pero se fomentó un gusto por lo oblicuo, indirecto, y ‘culto’” (Tragicomedia mexicana).

En todo caso, la poesía mexicana se transformó después de 1968. Recurrió al formalismo para narrar la continua derrota de la realidad; la forma fue otra cara de la resistencia; en muchos casos, la poesía se volvió formalista para ser moderna y buscar la significación constante más que un significado estricto. Para Leopoldo Ayala, fue resistencia política; para Octavio Paz, duración en el tiempo. Los dos, pese a todo, a ratos vieron lo mismo.

“A mis viejos maestros de marxismo
no los puedo entender
unos están en la cárcel
otros están
en el poder.”
Efraín Huerta


Varias semanas antes de morirse, ya don Presente estaba
bien podrido. Varias semanas antes, don Presente Toletes Toletano
exigía por el ano
represión, de la peste insalubre. Y fue la maldición, esa tarde de octubre, que marcaría su vida, el que su
  petición
fuera cumplida. “Había que estar demente –teorizaba Presente, en nombre de un futuro razonable y sumiso–   para manifestarse sin permiso
del Señor Presidente, ese pináculo de sabiduría –señalaba con dedo de Toledo
y voz de Lombardía– o bien ser un agente
de la CIA.” Y entonces llovió lumbre. Sí, pero no te espantes. Toda esa podredumbre
había empezado antes. Y fue un proceso suave y fue un proceso leve. Ya en el 59, perdónenme que insista, don   Presente Perpetuo y Solipsista, que siempre fue parejo y habló de corazón, le había echado la culpa a
  Demetrio Vallejo
de su propia prisión. Porque las leyes de la historia son, si las sabes leer, las del poder (si las sabes vender, que   es lo que cuenta). Ya en el año 40 ayudó a preparar, orador nato, el ambiente de ornato y el ornato del mal:   el ambiente moral
para el asesinato, según la norma al uso, del desterrado ruso
del futuro. Fue eficaz y fue duro. Ad maiorem Dei Gloriam, que se cumplan las leyes
de la Historia
aunque el mundo se queme. Y ya en el 36, le endilgaba a la joven CTM
un presente lechero del más pésimo agüero, una cruel satrapía pobre en principios, pero rica en ingenios, que   duraría milenios. Siempre quiso leer
las leyes de la historia como las del poder. Pero ¿murió realmente
don Presente? ¿O más bien, como un rey de la mitología, con la sabiduría
de los viejos tahúres, tras escuchar la voz de los augures, consiguió suprimir, para evitar su sino, a su hijo
  Futuro, que sería su asesino? Fue sabio pero duro, duro pero certero. ¿No seguimos llorando
al joven heredero? En cambio, Don Presente, ese padre amoroso y eficiente, con su amor selectivo y
  delincuente, libre de desengaños; don Presente, ese dios delictivo, después de 50 años, sigue vivo.