junio 2021 / Ensayos

Honor o vergüenza

En un año incierto —pero se sabe que fue hace más de cien años— nació Bronisława Wajs. Se dice que nació en la llanura polaca, a las afueras de Lublin. Su lugar de nacimiento no importa, realmente. Para muchos, como diría Henry David Thoreau, poeta caminante, “la mitad del camino no es más que volver sobre nuestros propios pasos”. Para el pueblo roma, a los que conocemos como gitanos y al que Bronisława pertenecía, no existe una conexión a la tierra donde se nació: es un mero punto accidental en medio de su peregrinaje.

Es raro nombrarla Bronisława. Desde que conocí su historia la he llamado Papusza. Su madre la apodó así, muñeca. No sé qué vio exactamente en el rostro de la niña, quizá sus ojos se le mostraron como una vitrina de estrellas o su tamaño le recordó a la representación de vida que se carga puerilmente entre las manos. Quizá su mamá, muy joven aún, como solían serlo las nuevas esposas gitanas, pretendía seguir jugando con muñecas.

Escribo esto como quien tiene el conocimiento otorgado por haber pasado dos horas viendo una recreación de la vida del otro.

Escribo esto a partir de artículos y libros que leí, y que son ya, por su mera existencia, una especie de traición al pueblo que retratan.

No se sabe la fecha de su nacimiento, pero aquella noche una adivinadora le diría a su madre: “Traerá al clan un gran honor o una gran vergüenza”.

Como su madre y otras madres antes, Papusza fue vendida como esposa al primer hombre que quiso pagar por ella. A los quince años, su padrastro la otorgó a su hermano, un arpista, a cambio de monedas y algunas herencias familiares. Ya no era tan joven; después de todo, las mujeres gitanas eran entrenadas para el casamiento desde los nueve años y la mayoría se convertía en esposas a los catorce. Obligada a compartir cama y compartirse con su tío político, Papusza no cambió de caravana para asimilarse a la de su esposo, como es costumbre en las compañías gitanas. De las llanuras planas que le dan el nombre al país, continuaron su camino errante por los bosques de Volinia y los Montes Tatras. Cruzaron y se asentaron brevemente en tierras pedregosas o durmieron entre líquenes y musgos, o hayas con corteza amarillo chartreuse. La familia de músicos tocó sus instrumentos y cantó junto a las cristalinas aguas que albergaban montañas invertidas. Veo los montes en tono de grises con alto contraste, pero me los imagino de un verde azul, que mantiene su coloración fría por falta de sol.

Era el periodo de entreguerras. En las imágenes actuales de Volinia, los bosques son sustituidos por fotos de destrucción. La historia de la guerra, siempre, sobreescribiendo lo anterior. La masacre.

Eran los años veinte. La lectura y la escritura entre los gitanos resultaban prácticamente desconocidas.

La mitología del pueblo gitano nombra a O’del como su creador. Este dios creó a los roma, un pueblo unificado y armonioso, pero no sería una historia digna de contar sin un rebelde. En este caso fue Faravono, quien quiso gobernar y, con ello, dividió a la humanidad. Gobernó a su Faravonouria, pero su codicia lo llevó a querer conquistar el mundo y pueblos vecinos. Sin percatarse, desafió al mismo dios O’del, que había tomado la forma del gobernador Sin Petri. O’del, dicen, los castigó con la fuerza de cien cascadas que inundó el mundo: se llevó consigo a sus gobernados al reino de los cielos, y mandó a Faravono y a los suyos al inframundo. Al resto de la Faravonouria les permitió vivir en el nuevo mundo que creó en lugar del que destruyó, pero los condenó antes. Este pueblo habría de vivir en total aislamiento, sin territorio, religión, ni política. O’del también los privó de un alfabeto propio: la fuerza de las cascadas habría lavado la cultura de este pueblo.

Papusza, una especie de Faravono del siglo XX, también desafió al dios. No le bastó la voz, la forma en que a ella le habían enseñado todo lo que sabía del mundo. Vivía en el mundo efímero de la oralidad, de la sabiduría conservada meramente por la memoria de los mayores. Ella tomó la decisión consciente de querer leer, que se le develaran esos símbolos que no entendía. Robaba cualquier cosa y la intercambiaba por lecciones. Les pedía a los niños de los pueblos que le enseñaran a reconocer las letras. Una tendera judía le enseñó a leer a cambio de gallinas robadas.

Evoco una escena de la película sobre su vida: Papusza (2013), de Joanna Kos-Krauze y Krzysztof Krauze. Ya como una mujer de mediana edad, se lamenta: “Si no hubiese aprendido a leer, habría sido feliz”.

Papusza se inventó canciones desde siempre. Cantaba sobre la naturaleza, el amor imposible, la pobreza y el camino largo, ese que nunca devuelve los pasos. “El agua no voltea hacia atrás. Huye, corre lejos, a donde los ojos no verán el agua que deambula.” La experiencia colectiva de su pueblo y de su compañía, pero tocada también por su propia mirada, llena de culpabilidad tras la búsqueda de cartografiar su experiencia individual.

En 1949 llegó un payo a su vida, Jerzy Ficowski. Ficowski marcaría el destino de Papusza. Polaco buscado por la policía secreta de Alemania luego de insubordinarse ante un oficial, Ficowski tal vez comprendió que la mejor forma de esconderse es estando en movimiento.

“Entiérrenme parado, que he estado de rodillas toda mi vida” es un lema gitano por una razón. Pueblo perseguido desde siempre, la simpatía de los pobladores sedentarios, si la encuentran, se acaba pronto. La idealización de la vida gitana lo pinta como un pueblo sin ataduras, pero no se pregunta si la existencia nómada fue o no una necesidad.

Se habla de los gitanos como los descendientes de Caín, a quien Dios execró: “En adelante serás maldito, y vivirás lejos de este suelo fértil que se ha abierto para recibir la sangre de tu hermano, que tu mano ha derramado. Cuando cultives la tierra, no te dará frutos; andarás errante y fugitivo sobre la tierra”. Durante más de 5,000 años, entonces, los gitanos no habrían conseguido el perdón de Dios y habrían rondado la tierra, fugitivos, marginados, cargando una marca en la frente.

Ficowski, entonces, se encontró en la huida con los expertos en ese arte. Compartió con los gitanos mientras esperaba respuesta de Varsovia sobre su petición de indulto. El peregrinaje/huida que debía durar un par de meses se convirtió en una travesía de dos años. En ese lapso, aprendió la lengua de los roma y muchas de sus costumbres y secretos. Como poeta, se sintió atraído por las canciones que Papusza recitaba de noche, a la luz de una fogata. “¿Qué es poesía?”, le preguntaría ella, que no necesitaba de nomenclaturas para crearla. “Poemas… los poemas son algo que sirve para poder recordar mañana lo que sentía ayer”. En la película, Papusza responde a esa aseveración: “En gitano, ‘ayer’ y ‘mañana’ se dicen igual: ‘Taishia’”. El pueblo roma, condenado desde cualquier tradición que se busque, conoce muy bien el pasado: están, después de todo, más cercanos a él que otros pueblos que han recibido la beneficencia del perdón de Dios y la aceptación humana. Sin embargo, han decidido llamar al pasado de la misma forma que nombran al futuro. Presagio, quizá, de una persecución eterna.

La persecución de Ficowski fue breve, aunque más larga que lo planeado. A los dos años abandonó la compañía, pero antes le pidió a Papusza que mantuviera el contacto, que le mandara sus poemas. Sin conocimientos de métrica o rima, Papusza llenaba la hoja hasta los bordes. Una mujer perteneciente a un pueblo condenado a no tener memoria, después de todo, no tendría experiencia en contenerla.

La música es un regalo abstracto. No es algo que construyes con las manos y se lo entregas a alguien con un moño. Las notas suenan y desaparecen. La voz vibra y se acalla. La poesía son canciones habladas.

El deseo de leer y escribir. Intento imaginar de dónde provino. Misterios esperando a ser comprendidos. Y lo único que esa niña gitana podía ofrecer era gallinas robadas a cambio de conocimiento.

El conocimiento es un regalo abstracto. No es algo que modelas con las manos y se lo entregas a alguien envuelto en un lindo papel encerado. Las gallinas no son algo abstracto. Corren, cacaraquean, ponen huevos y, hervidas, hacen el mejor caldo.

Jerzy Ficowski, de vuelta en Varsovia, tradujo los poemas de Papusza y los publicó con el respaldo de Julian Tuwim, poeta laureado. Junto a los poemas, Ficowski publicó su propio libro, en el que contaba su experiencia viajando con los gitanos: aquellos que habían vivido fuera de la historia como mejor podían, ahora eran introducidos involuntariamente en ella; el papel plasmando la memoria no desde ellos, sino desde la vivencia del extranjero. No solo un extranjero que develaba sus secretos, sino uno que utilizaba su libro para apoyar la política gubernamental de asentar a los gitanos polacos que habían sobrevivido la guerra. No solo un extranjero que apoyaba la asimilación forzada de un pueblo compelido a deambular, sino uno que utilizó la misma voz de Papusza para decir lo que, según él —y el gobierno— era mejor para los gitanos.

Los poemas le trajeron a Papusza gloria pasajera y unas cuantas monedas. Pero también la expulsión de su comunidad. Esos mismos poemas han hecho que la memoria no la borre, aunque muriese olvidada por su pueblo. No fue una disyuntiva. El presagio se cumpliría en ambas partes: honor y vergüenza.


Autor

Gabriela Muñoz

/ Sinaloa, México, 1990. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo en el periodo 2019-2020. Es Licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara y ha participado en congresos internacionales como ponente. Durante tres años, se desempeñó como periodista en Milenio Jalisco. Algunas de sus creaciones se han publicado en revistas como Este País, Punto en línea y Temporales.

junio 2021