Traducción de Horacio Zabaljáuregui. Supervisión de Lucía Dorin.
I
¿La poesía? Es una cosa completamente diferente del empleo ordinario del lenguaje, que es el de entender los aspectos manifiestos o latentes de la realidad natural o social; les da significación y los comunica —a la colectividad o a una persona en particular— con miras a una acción que las palabras se ocupan, de igual, en caracterizar, en describir. Este tipo de empleo es universal, y se puede incluso pensar que es el único concebible, y que la misma actividad literaria no es sino una de sus formas. En efecto, el escritor bien puede recurrir a las palabras de una manera más compleja que el académico o el político, puede buscar en ellas la ambigüedad o lo indefinido en lugar de intentar clarificarlas. Puede recurrir a símbolos por los que su palabra obstaculiza más que lo que muestra, y por los que su inconsciente oscurece: queda de ello por lo menos que su intención es la de analizar lo que sucede en él y alrededor de él, y de comunicar estos acontecimientos a su lector. La palabra en literatura es también la producción de significados destinados a ser comunicados: es lo que yo denominaría un decir. Es este decir por todas partes en la sociedad. Pero la poesía es completamente otra cosa.
La poesía es precisamente aquello que no acepta hacer propio este proyecto de significación, porque ve que para darle forma es necesario extraer de lo que se quiere comprender los aspectos, simples aspectos, por ejemplo, el tamaño, el color, el peso, muchos otros, que denominamos conceptos; y que ella percibe que con tal punto de partida uno se condena a la abstracción, a generalizaciones que harán perder de vista el ser particular que es cada uno de nosotros, al menos en lo inmediato de su relación consigo mismo. La significación conceptual es lo que no sabe en absoluto que vivimos en un lugar y solo uno, en un instante y solo uno, en otras palabras, que somos mortales; y de este desconocimiento resulta que en cada palabra que empleamos se borra la presencia igualmente inmediata y plena de las cosas que nos rodean, y de los seres entre los que vivimos, a tal punto que pronto no sabremos ya cuáles son nuestras verdaderas necesidades.
La poesía es conservar memoria, una sombra de memoria, de la realidad como uno se imagina poder vivirla antes de que la conceptualización la reduzca a nada más que una imagen, a un esquema; y todo su proyecto, todo su trabajo, será liberar las palabras de los encadenamientos de discursos, para que nos ofrezcan, en lugar de los significados que producen nuestros distintos tipos de conocimiento, un acceso al en-sí de las cosas realmente existentes. Que la palabra “árbol”, en un poema, nos haga acordar de eso que es un árbol, todas sus ramas, todas sus hojas, y su relación con el camino, con el cielo encima, con el pájaro que se posa en él, que nos recuerde todo eso en lugar de devolvernos a las clasificaciones que estructuran los diccionarios, y seremos capaces de pensar de nuevo en las necesidades esenciales para nosotros, que son esenciales para el ser mortal que somos —esas necesidades cuyo olvido daña las relaciones de persona a persona en el seno de la sociedad.
Pero recurrir a las palabras con este proyecto en mente no es en absoluto, como pueden apreciarlo, para significar y para decir. Y es por eso que la poesía es ante todo la atención llevada a esta materialidad sonora que hace de las palabras otra cosa que la vestidura de una noción. Uno escucha el vocablo, se apega a las asonancias en el verso, a los ritmos, a las aliteraciones, porque son esos los medios para poner en valor el sonido en la palabra y rebajar sobre todo la autoridad sobre la frase de los encadenamientos conceptuales. Hay allí una música verbal, en el seno acogedor de la cual la palabra puede respirar de nuevo, y donde se desplegará todo un mundo de percepciones por lo demás sofocadas y de recuerdos personales, más bien olvidados o pervertidos. Y así un lugar va a tomar forma, un lugar de vida, un mundo para la persona aquí y ahora que somos cada uno de nosotros. La poesía no constata la realidad, como hacen las otras fuentes de conocimiento: le instituye, por medio de palabras renovadas, un espacio social en el que la vida es “cambiada”, como dijo Rimbaud.
Insisto, porque desde mi punto de vista es fundamental, y susceptible de aclarar —espero y volveré sobre ello— la obra de Dante. Primeramente, la poesía es un acto. No aquel que se pretende discurso, formulaciones, un decir, sino un acto siempre en curso, que intenta devolver a la palabra atrapada en la significación su aptitud para mostrar las cosas, los seres, en su presencia total, que es su interioridad manifiesta; y esto cavando por debajo los aspectos necesariamente exteriores que el pensamiento conceptual desprende de ellos y los sustituye. El efecto anhelado del acto poético es la presencia acabada de las cosas que se nombran.
En segundo lugar, esta operación no conduce a textos donde se formularía de una forma o de otra esta presencia de nuevo percibida y vivida por nosotros. Las relaciones entre las cosas así evocadas existen, pasan a través de nosotros, que las evocamos, son activas, determinantes, pero formularlas sería de nuevo reconceptualizarlas y perderlas. Por efecto de nuestro deseo, que no deja nunca de ser posesivo, los mitos de lo inmediato tomarían en nuestra palabra el lugar de la experiencia directa. La verdad de la poesía no se habla. Sin embargo, es perceptible en los textos, incluso en aquellos que ya se separan de ella, pero es como una luminosidad, un sabor, un olor a bosque. ¿Cómo decir, cómo caracterizar este efecto que los grandes poemas procuran? Se lo ha intentado a través de los siglos, precisamente con estas mismas comparaciones. Dante, en su tratado de la elocuencia en lengua vulgar, habla de un olor, de un perfume.
En tercer lugar, finalmente: este acto que es la poesía tiene por campo, por único campo de búsqueda, la lengua ordinaria, la lengua como se la habla todos los días. Las realidades que la poesía permite entrever, en lo profundo de su habla, no son de una naturaleza superior, que sería solo expresable por palabras y relaciones lexicales o sintácticas que no conocemos: soñar de este modo es lo que causó la mediocridad de la poesía simbolista. No. Las realidades hacia las que la poesía se vuelca son las de las cosas simples, fundamentales, aquellas con las que la humanidad ha elegido vivir, y no hay lengua que no las nombre, de una forma u otra, con la posibilidad, para aquellos que la emplean, de tomar estas presencias próximas y posiblemente benéficas en el proyecto de renovación que acabo de señalar en la poesía. Es en la lengua ordinaria y solo en ella que la poesía puede y debe obrar, es en la lengua que se encuentra en ella cada mañana, para los trabajos del día, después de que se ha vivido la noche también, en el sueño. Es solo a través de este espacio de lo hablado, de lo vivido, de lo compartido, que el sabor, la luminosidad, el perfume que es la poesía, se expande.
Y he aquí que nos reencontramos con las palabras y su importancia tan particular en el trabajo de los poetas. La palabra en poesía no es en absoluto ese portador de nociones que se aparta en la producción de fórmulas. Es el “vivo pilar” que deja pasar palabras por cierto confusas pero que pueden estar cargadas de efluvios, en todo caso de símbolos que son para meditar. Dejando de ser un reflejo, el de un mundo del cual luego nos preguntamos sin cesar si hay ser en él o si no hay más que no ser, el empleo poético de las palabras se vuelve una creación, ya que en la indiferencia de la naturaleza explora un lugar que será el de nuestra existencia y en el que podemos, por lo tanto, decidir nuestra realidad e incluso nuestro ser. Y los grandes poemas serán aquellos en los que las palabras, devueltas a sí mismas, serán más directamente escuchables. Abriendo entre los hablantes un futuro de reconocimientos mutuos.
Así fue, completamente, en esos poemas fundadores que fueron La Ilíada, La Odisea, Las Geórgicas o La Eneida. Así fue en los comienzos de Francia con El cantar de Roldán. Pensemos un instante en este último. En tantos de sus versos. “Halt sunt li pui e li val tenebrus, les roches bises…” De entrada, son las palabras lo que se percibe, lo que se escucha, en este magnífico decasílabo, el honor de nuestra lengua, en la que se avecinan sin chocarse, comunicándose entre ellas, por la profundidad, su evocación de las cosas del mundo.
II
Y pensemos ahora en Dante, en cuya obra la importancia de las palabras es asimismo tan evidente.
Un gran momento de debilitamiento de la poesía fue el del comienzo de la civilización occidental, cuando los letrados, aquellos que tenían a su cargo escribir y recordaban los poemas del mundo antiguo, no disponían, para sus trabajos y sus intercambios, más que de una lengua, el latín, que se había ya retirado de los lugares y las situaciones del existir ordinario. Las fuentes de la vida cotidianamente vividas se habían agotado allí. Y la poesía, que comienza en esta vivencia, no podía por lo tanto profundizar en ella, a pesar de que la lengua de Virgilio seguía siendo la única, entre las sociedades devastadas, que preservaba una idea consciente y algunos medios para ponerla en práctica. ¡Un gran peligro, ciertamente! Ya que, para que la poesía se reanimara, hacía falta que las lenguas vernáculas se libraran de esta disgregación de la civilización. Y entre tanto, se desarrollaría esa palabra cristiana que pone en valor una realidad trascendente y, en aquel tiempo, se mostraba muy poco interesada por ese entorno terrestre y ese cuerpo simplemente humano que son el lugar natural de la poesía. El mensaje cristiano que erige la persona humana, considerada divina a su juicio, contra un mundo a sus ojos asolado y empobrecido por el pecado original, no es por lo tanto un sostén para la poesía. Hay que pensar, incluso, que la difusión y el triunfo del cristianismo se beneficiaron del mal que le hizo a la invención poética la coexistencia, en el seno de la sociedad, del latín con las lenguas que se hablaban de manera cotidiana, es decir más plenamente. Por falta de grandes poemas en estas, la intuición propia de la poesía no era puesta en valor con la suficiente firmeza. Y podían incluso servirse de obras antiguas, cada vez peor comprendidas, para diversos fines de edificación religiosa, interpretándolas de manera simbólica o alegórica: así al “Jam redit et Virgo” de la “Cuarta égloga” se lo consideró como el anuncio del nacimiento de Cristo. La palabra cristiana contradijo la gama más amplia de las palabras. Brujo o no, Virgilio ya no puede ser, para el lector medieval, una “fonte” para el “parlar” de una poesía auténtica.
¿Me equivoco al equiparar así el eclipse de la poesía con el triunfo del cristianismo? Creo sin embargo estar en mi derecho al poner el acento sobre una oposición de visiones y de objetivo, la cual, mucho después de la llegada a la madurez de las lenguas nacidas del latín, continuará perturbando la experimentación poética en Europa. Las palabras que dicen el árbol o la fuente o la luz, estas palabras que son las vías de la construcción de la realidad y del ser, han sido de algún modo confiscadas por un pensamiento y un modo de ser que perturban en ellas el acceso a “la auténtica residencia terrestre”: de ese “locus” posiblemente “amoenus” con el cual se soñará en el Renacimiento. Y no es sino con Leopardi, Vigny, Nerval, Mallarmé, precursores del “Dios ha muerto” nietzscheano, que estas grandes palabras necesarias reaparecerán con todo su poder de evocación, y todo su espacio en el verso —pero esto se dará, durante mucho tiempo, de manera todavía precaria.
III
Lo cierto es que a través de los siglos de la Edad Media las lenguas vernáculas crecían en importancia, fuerza y belleza. El cantar de Roldán que yo citaba hace un momento no es más que una prueba entre otras de este mar de fondo.
Y un día fue Dante, al que vuelvo en este punto porque me parece es la gran puerta. De esta Divina Comedia tan amplia y vigorosa no se puede sino pensar que nació de un proyecto de una fuerza y de una radicalidad igualmente notables.
Ahora bien, está claro que este proyecto haya resultado de una toma de consciencia de las virtualidades poéticas de la palabra, de la palabra como tal, de la palabra como permite ser al habla de cada día; y de su función posible en una práctica del mundo y una transformación del espíritu que serían poesía “rediviva”.
La experiencia de las palabras en la Divina Comedia es primera, omnipresente, siempre prioritaria. Y estas palabras son también, sin duda, plenamente, las de la lengua vernácula, que Dante ha considerado de manera explícita el lugar de la poesía en sus escritos teóricos.
Comprendamos bien que es ese su pensamiento. Se podría creer, en efecto, que el autor del Convivio o de De Vulgari Eloquentia no va al encuentro de la lengua que se habla a su alrededor sin serias reservas. Sabe —y es el primero en su siglo en decirlo con una claridad admirable— que el latín, esa “grammatica” que imagina fija e incorruptible, ya no tiene poderes más que para formular el pensamiento abstracto, pero señala también que la lengua que la niñera enseña al pequeño es fluctuante, contradictoria, variable también de una región a otra; y para el gran trabajo que representa la poesía, parece oponerle un “vulgar ilustre”, digamos más bien iluminado y esclarecedor que uno creería que tuvo que buscarlo en alguna parte dentro del espacio del italiano que existía. Pero esa alguna parte sería, evidentemente, inhallable, y es preciso comprender mejor lo que significa para Dante, y que me parece indiscutible: a saber, que el poeta no tiene de ninguna manera en mente otro idioma que el suyo, ni siquiera a pesar de que diga ciertas palabras y no otras, aunque en otro nivel de habla. El vulgar ilustre, lo vernáculo con capacidad de verdad. Son las palabras como se revelan en la profundidad del poema; dicho de otro modo, las palabras ordinarias, pero cuando estas han sido liberadas por un gran poeta de las difracciones que les inflige el empleo del lenguaje conceptual: y que entonces tienen sabor, o perfume, salvo que pierdan los rápidamente si se intenta de nuevo emplearlas para una formulación, para un decir. Un riesgo que será el que Dante incluso deberá enfrentar en su Divina Comedia, y del cual hará quizás el corazón mismo de su pensamiento en esta obra.
Las palabras que Dante eligió, las que emplea y preservó para nosotros en un texto de una sorprendente modernidad, son precisamente las de la lengua que se hablaba en su ciudad, en su región. De hecho, incluso las de esos condenados que escucha, atento a sus formas de decir. Podrá, por cierto, inventar algunas para ir hasta el fondo de sus intuiciones, pero se revitalizará siempre con las de su existencia cotidiana. Dante comprendió en verdad, y quiso, que las palabras de su lengua fueran los vectores de su poesía, solo que sabía que no podrían serlo más que en una profundidad del texto, a la vez presente e inaccesible —ese fondo de la cisterna de “hondura siempre futura” que está en todas las lenguas, incluso en los dialectos menores—. Y que sea así, que haya ubicado en la lengua ordinariamente vernácula, me atrevo a decir, el lugar de la invención poética, lo prueba su práctica del verso.
La otra gran elección de Dante, su otra innovación radical, la “terza rima”, es, en efecto, la que mejor podría favorecer este pasaje en cada palabra de lo conceptual a lo trans-conceptual, de lo formulable a la aproximación a lo trans-decible, que es el proyecto de la poesía. ¿Por qué? Porque las palabras de la poesía no designan las ideas de las cosas, las quididades, instaladas en la generalidad y en lo intemporal, sino las existencias, halladas en el tiempo de su finitud, que están penetradas de tiempo. Ahora bien, en la “terza rima”, ya el verso, este endecasílabo cuyo último pie apenas toca tierra, se corta de diversos modos, casi necesariamente asimétricos —por ejemplo 6/5 en el primer verso del poema, o incluso 3/8 en el último del quinto canto del Infierno—, y la asimetría es una experiencia del tiempo, suprimiendo el equilibrio entre los dos hemistiquios que aísla al alejandrino, por su parte, de las vicisitudes del mundo exterior. En el verso de Dante, las formas verbales sucesivas son siempre inestables; están en la duración, por lo tanto, donde uno renguea, y no en lo intemporal que inmoviliza, y es allí que le devuelven su dimensión temporal, su finitud a cosas a las que el concepto privaba de estar inmersas en el tiempo.
El verso en la “terza rima” confirma la decisión de Dante de hacer, con la palabra ordinaria, poesía. Y la misma estrofa retoma y acentúa esta experiencia del tiempo compensando el tropiezo de los versos por la continuidad de uno al otro que nada rompe, que avanza directamente, salvo que no se sabe hacia dónde, ya que no hay razones para que una nueva estrofa no encaje nunca en la precedente. En la experiencia incesantemente recomenzada de la finitud humana, la naturaleza misma de la “tercera rima” es así el aviso de un infinito por delante y, por tanto, desconocido, misterioso: sobre todo porque el lector medieval lo sabía por instinto, su visión del cosmos le decía, al igual que a nuestros matemáticos modernos, que las líneas rectas se curvan cuando tocan el infinito, se hacen un círculo, esfera; es decir, cifra del absoluto. ¡Qué extraordinaria estrofa la “terza rima”! ¡Es la pulsación del gran reloj que regula a la vez el devenir humano e “il sole e l’altre stelle”! Y en ese flujo se siente pasar en cada palabra la asonancia, la aliteración que no pueden sino alcanzar ahí todas sus posibilidades: son los remos que impulsan la palabra de Dante hacia su porvenir en el espíritu. Agitando el sonido de las palabras, haciéndolas destellar. Permitiendo a tres o cuatro grandes palabras por verso, muy rara vez, reagruparse cerca de lo absoluto como barcas aproximándose a puerto.
La invención de la “terza rima”, asociada a la lengua vernácula, es el toque de ingenio de Dante, la superación, de pronto, de los dominios de la retórica sobre la palabra, es una crítica decisiva de la poesía esta vez latina, cuyos metros complejos recogían el tiempo de la vida con las redes del arte excesivo: como la muerte de Dido en La Eneida. Señalémoslo, en efecto. “Aquel Virgilio” de Dante en el momento del encuentro es, por cierto, un grito de reconocimiento, la expresión de gratitud, Virgilio es la “fonte”, su “largo fiume” es, efectivamente, la poesía misma, que penetra y fecunda el “parlar” del nuevo poeta. Pero este no acepta sin embargo la forma prosódica del poema épico latino, sino que busca oponer al verso de Virgilio, hecho para el mármol, que participa en lo intemporal —en una palabra, del paganismo—, una escritura diestra con el ritmo mismo del tiempo tal y como transcurre, con sus azares, peligros, sufrimientos, sus esperanzas. Al relato distante de Dido y Eneas lo sustituirá su escucha conmovida de Francesca y Paolo.
Dante, la palabra avezada del tiempo inherente a lo que este señala, la palabra en la que se comprende el tiempo, la palabra así devuelta a su posibilidad mayor, la palabra más profunda que la frase en el centro de la escritura. Esto es lo que me parece el acontecimiento esencial de la revolución que hizo esta obra extraordinaria.
[…]
Dante se puede alejar, no envejece, porque su decisión, sin duda histórica —la de asumir la lengua vernácula—, se transmutó, conscientemente además, en un acto que vale para siempre, aquel por el que la poesía accede a sí, “nel mezzo del cammin”, amarrándose a la palabra como tal, “cavándola”, como decía Mallarmé a propósito del verso. Dante no envejece porque es, más radical e imperiosamente que ningún otro, ese ejemplo que ilumina. Y es una buena señal, además, ver que se piensa en él hoy en día. Pesa en efecto, sobre nuestro siglo otra diferente y formidable “grammatica”, el habla simplificada y transnacional que han puesto en circulación la ciencia, la tecnología, el comercio y las empresas de entretenimiento, con apariencia de vida, pero no mayor acceso que el latín de la época de Dante a la intimidad de la relación de la persona consigo misma. Nuestras lenguas sofocan. Es de temer que puedan morir. Ya es hora de volver a nuestra lengua vernácula, a nuestra lengua vulgar, a nuestro vulgar ilustre. Y es, por lo tanto, magnífico que se nos presenten ocasiones de pensar en Dante.
IV
Pero, ante todo, ¿cómo abordar, desde un punto de vista teórico, la difícil cuestión de la traducción de poemas? Lo que creo haber podido decir sobre este punto es que la poesía no es la enunciación preciosa o incluso emotiva de un sentimiento o de un pensamiento. No, más allá de las formulaciones conceptualizadas —que permiten significar, describir, que fragmentan los referentes, los sustituyen con simples figuras—, se trata del objetivo de la cosa o de la persona en eso que ellas tienen de infinito en su propia finitud: el árbol, decía, este árbol sobre la ruta, aquí, ahora, pero con todas sus ramas, todas sus hojas. Un objetivo que cambia las palabras. Que hace de ellas ya no lo que significa sino lo que designan, lo que presentan. Los grandes poemas siempre tienen en ellos esas palabras que van al ser mismo de lo que es. Lo cierto es que esta virtud se evapora, tal como un olor, un perfume, un sabor, si tomamos los vocablos en el poema en el nivel en que este se ve obligado a emplearlos para enunciar o describir. Para preservar ahí su aporte propiamente poético es importante llevarlos más allá de esas significaciones, de concebirlos como pilares de un ser en el mundo y no como los significantes de un discurso. Esto sería el resultado de una sensibilidad de poeta. Lo que es poesía no puede hacerse discurso. No puede abrirse un capullo de rosa sin destruirlo. Y es con esta evidencia en el espíritu que resulta preciso plantear la cuestión de la traducción de poemas. Está claro que, para ella, si se pretende poesía, es ante todo esta interioridad de la palabra lo que importa, y que es preciso que el traductor busque mantener viva. ¿Pero cómo hacerlo y, en primer lugar, cómo percibir en el seno del texto aquello por lo cual las palabras se despojan de su condición ordinaria de simples portadoras de nociones fácilmente negociables?
¡Qué pregunta difícil! Hay por cierto empleos de las palabras que permiten ver que es la mirada profunda la que está allí activa, y eso porque se apartan de sus significaciones a la manera de los caminos de montaña que se pierden por el costado, repentinamente abruptos y frondosos. Las palabras se adecuan entonces a imágenes que no dicen nada o, más bien, que señalan de manera más rápida y más firme que no dicen. Incluso, para permanecer más cerca de aquello que sienten como trans-decible, el poeta forjará neologismos, como el célebre “indovarsi” de Dante, casi en las últimas líneas del Paraíso, un verbo que revela además, en lo que posee de más esencial, el movimiento propio de esta transgresión de conceptos. “Indovarsi” es disponerse hacia, de una vez, en el “dove”: un “dónde”, aquí, ahora, que no es más que su ocurrencia librada de toda figura, la presencia misma más allá de las nociones e imaginaciones por las cuales uno buscaría decirla.
¡Una palabra sobrecogedora, “indovarsi”! Pero, ¿qué beneficio aporta al traductor el hecho de haberla percibido en el texto? Este verbo fue producido en la cima de un verso por un impulso de todo el ser de Dante, al sumar de ese modo, de un solo golpe, todas sus experiencias con todas las otras palabras de su lengua. En cada una de estas se encuentra la supresión relativa de su abstracción, que le valió al poeta dar forma a esta palabra nueva, en la que la superación del significado ordinario no impide, señalémoslo, que esta permanezca presente, ya que “indovarsi” será, de todos modos, una tentativa para decir lo que Dante sabe que no podrá ser. Y si un traductor se aferra a traducir este verbo directamente, buscando producir un equivalente tan solo por medio de una reflexión sobre este espacio entre significación y presencia, quedará en su palabra nada más que su significación; habrá perdido el contacto con esta intuición, este encaminarse, esta experiencia casi directa que había creado “indovarsi”.
No. Lo que es preciso que haga el traductor es, en su propia lengua, con sus propias palabras, sus experiencias y los ritmos que le son propios, retomar en su origen el movimiento de transgresión de la palabra en la palabra que alcanzó el poeta. Recomenzar en su propia conciencia, movilizada en todos los niveles, convocada por todas sus épocas, lo que Dante ha vivido y hacerlo de manera semejante. Aun recordando situaciones y concepciones que fueron las de Dante, aun hablando de lo que su poema habla, deberá recomenzar, en su propia persona, en su propia lengua vernácula y con su propia música, el movimiento por el cual el propio Dante había intentado transportarse más allá de la significación, permaneciendo allí prisionero.
[…]
Versión abreviada de la contribución al coloquio internacional Dante en el Colegio de Francia llevado a cabo en diciembre de 2009, en París, en el Colegio de Francia, bajo la dirección de Carlo Ossola. El texto fue publicado en francés en Lettere italiane, año XXVII, N° 3, en 2010, antes de ser reproducido en las Actas del Coloquio. Forma parte del libro L’autre langue á portée de voix. Essais sur la traduction de la poésie, Paris, Éditions du Seuil, 2013. Se reproduce con permiso de la editorial.
Autor
Yves Bonnefoy
/ Tours, 1923 - París, 2016. Fue uno de los poetas en lengua francesa más relevantes de la segunda mitad del siglo XX. Tradujo al francés muchas de las obras más significativas de William Shakespeare. Recibió distinciones como el Gran Premio de Poesía de la Academia Francesa (1981), el Goncourt de Poesía (1987), el Cino del Duca (1995) y el Premio en Literatura en Lenguas Romances de la Feria Internacional del libro de Guadalajara (2013). Su obra ha sido traducida a más de treinta lenguas. Entre sus libros editados en español, se cuentan: Del movimiento y de la inmovilidad de Douve (1953), El territorio interior (1971), La nube roja (1977), Relatos en sueños (1987), Principio y fin de la nieve (1991), La lluvia de verano (1999), La traducción de poesía (2000), La alianza de la poesía y de la música (2007) y El siglo de Baudelaire (2017), entre otros.