El pan de cada día
Nadie ha de comerse aquella dona.
Pensó alguien que ostentada así
—como trofeo de carrera de cafés,
maniquí de escaparate medio adorno,
medio torre de naturaleza muerta—
la dona incitaría algún apetito.
No imaginaron que luciría más muerta
que las moscas muertas
de puro calor enfadado
y que el muerto de hambre
justo afuera de la vista,
de la panera y de la vida.
Cuando está gordo el cordero
Pedí tan sólo un trozo de filete,
suficiente para cenar a solas con mi sombra.
Al despacharme
el carnicero —ese verdugo
timorato y algo ausente—
sin saberlo me aventó a la cara
toda la carnicería que la vida
preparó, con saña, para mí.
Porque sí.
Porque todos somos carne de cañón,
pero muy pocos saben operar con maestría
rastro y matadero.
Infusión errada
Y todo por confundir las aguas.
Sólo quería un buen, cálido,
reconfortante té.
Tomé la jarra metálica mas,
torpe y amateur,
la llené con agua para sopa.
Sí, ya sé
que en ambos casos
hay que llevar el líquido
hasta la ebullición exacta
—no es cosa de cincelar cubos de hielo
para atemperar otras aguas—.
Pero el caldo aspira a ser sal
y reposar por un minuto en la cuchara
(permitidle sus sueños de nutrióloga),
mientras que el té
se complace en imaginarse nube
para que le adivinemos runa,
nombre y forma, evanescencia.
Por confundir las aguas
me he quedado sin nube,
sin vapor de sosiego,
y ahora, a cucharadas,
tengo que devorar como hambriento
en trinchera de guerra mundial
esta infusión de mala hierba
que, ya se sabe,
no muere nunca.
Autor
Adrián Muñoz
/ Ciudad de México, 1975. Es indólogo, poeta y traductor del inglés y del sánscrito. Es autor de Radiografía del hathayoga (El Colegio de México, 2016) y Los versos satánicos de Blake (Ediciones de Educación y Cultura, 2012), entre otros títulos. Su primer poemario publicado se intitula Kintsugi (Cactus del Viento, 2019).