Ella, la persona, la escritora, nunca se encerró en sí misma. Como poeta manejó distintos registros y su obra es un extenso corpus en donde se manifiestan diferentes momentos de su búsqueda vital, de su evolución como mujer en el mundo que le tocó vivir. Junto a su compañero de toda la vida, el también poeta José Javier Villarreal, formó una familia, colaboró en distintos proyectos, asumió esa continua y constante convergencia, a la vez que diferencia, de aquellos que tienen la misma vocación.
Una de sus facetas más brillantes fue la de editora. A ella le debemos una colección de textos de poesía absolutamente excepcional, la reunida en las diferentes entregas de El Oro de los Tigres, espacio para la traducción en homenaje a Alfonso Reyes y que publicó casi una cincuentena de volúmenes atesorados por los lectores como —justamente— oro molido. Fue una amiga generosa y, a la vez, una férrea y aguda defensora de sus ideas sobre la literatura, la poesía y la vida.
Parecía estar en todas partes: igual me la encontraba en su natal Monterrey o en mi natal Ciudad de México como en lugares extraños, sin saber que el azar nos llevaría a coincidir antes o después en Guanajuato, Chilpancingo, Morelia, Oaxaca, Juárez, Guadalajara, San Luis… La última conversación telefónica que tuve con ella, hace unos meses, fue para hablar de algunas dudas que tenía sobre un texto mío que sirvió como prólogo a las Elegías de Duino (en traducción de Uwe Frisch), aparecidas en la más reciente entrega de El Oro de los Tigres. La colección, dirigida por Minerva, publicaba traducciones de diferentes lenguas y épocas: fue una torre de Babel admirable y fascinante, en la cual se podían leer por igual clásicos que voces contemporáneas, portugueses e italianos, rusos y japoneses.
Era una lectora voraz y activa; se ocupaba lo mismo de Santa Teresa que de Ida Vitale, de un joven escritor regiomontano que de un hallazgo en alguna lengua exótica. Como suele ocurrir con los amigos que están presentes aunque físicamente lejos, solía decirme cada tanto a mí mismo: “Tengo que hablar con Minerva”. Llegaba a pensar incluso en la conversación misma y platicaba con ella de manera ficticia. La última de estas conversaciones imaginarias era sobre la posibilidad de hacer una edición del primer canto de la Ilíada en la versión de Alfonso Reyes, y a la que me quería apuntar como prologuista. Le gustaba comentar sus proyectos, discutirlos, encontrarles los pros y los contras, entusiasmarse tanto como caer en dudas. Y hacía gala de una enorme flexibilidad en lo que proponía, como una manera de estar dispuesta a las sorpresas que da el azar. Por ejemplo, si bien El Oro de los Tigres estaba pensada para publicar libros breves, cuando tuvo entre sus manos el extenso poema Dios de Víctor Hugo, traducido por Tomás Segovia, no dudó ni un momento en publicarlo aunque rompiera esa condición inicial de la colección. Fantaseamos incluso con publicar la Comedia de Dante en la traducción de Jorge Aulicino, a quien entrevistamos juntos sobre ese trabajo.
Hace unos diez años planeamos hacer una edición de su poesía reunida y el proyecto no se pudo llevar a cabo; hicimos, en cambio, una recopilación de ensayos y artículos sobre su obra que funciona como un retrato de su escritura a diferentes voces. Entre las autoras de su generación, abundantes y protagónicas (Coral Bracho, Pura López Colomé, Myriam Moscona, Verónica Volkow, Marianne Toussaint, y otras unos años más jóvenes, como María Baranda, Tedi López Mills, Malva Flores y Silvia Eugenia Castillero), hizo valer su pertenencia a una literatura sin distinciones de género y, a la vez, defendió una sensibilidad absolutamente propia.
El primer libro que leí de ella, aunque no fue el primero que publicó, se titulaba Dama infiel al sueño, con un dejo de estética modernista o simbolista que luego abandonaría en su escritura (publicado por Cuarto menguante, el proyecto editorial que animó Jorge Esquinca en Guadalajara desde los años ochenta). Luego sumaría tres decenas de libros y obtendría diversos premios, incluido el Nacional de Poesía Aguascalientes, que ganó con Las maneras del agua. Cito mis palabras en la mesa-homenaje que se realizó en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes hace unos meses, como parte del ciclo “Protagonistas de la literatura mexicana”:
Así, cuando se me invitó a participar en esta mesa, lo primero que pensé es en cómo nuestra admirada autora y querida amiga es protagonista de nuestra literatura. Lo es, desde luego, como poeta que suma ya una buena cantidad de libros de muy diverso registro, pero sólida coherencia en su conjunto, acumulados en una trayectoria de casi cuarenta años. Ese elemento, que es principio cuantitativo pero que, como veremos luego, se transforma en cualitativo, la sitúa como protagonista de un fenómeno evidente: la irrupción de muchas poetas mujeres de alta calidad en el contexto de la lírica mexicana. Se trata de un fenómeno de índole demográfica, pero también se manifiesta como la aparición de registros sensibles extraños, inesperados, sorprendentes. Ella, de manera inteligente y razonada, ha señalado que quiere ser buen poeta entre los poetas y no verse relegada al casillero de la celebración genérica y del dato estadístico.
Ha destacado como escritora, editora y promotora cultural en un triángulo que le da un nimbo particular, casi un aura de santidad, aunque ya sabemos que nada excluye una pizca de malicia y hasta de perversión demoniaca. No hay que olvidar que los demonios también son ángeles. En este caso, parafraseando a Rilke, no es que todo ángel sea terrible, sino que es hipnótico y seductor. Las maneras del agua plantea un diálogo y contrapunto con Teresa de Ávila. Villarreal no se anda con juegos: menudo modelo escoge para que le sirva de espejo y eco. El agua es un término —una experiencia, se diría— central para la poesía mexicana, no sólo por su presencia en Gorostiza y Pellicer, sino por sus afluentes en poetas como Alejandro Aura —les recomiendo la lectura de su breve poema “Agua”, uno de los últimos que escribió— o como los que ella y Francisco Segovia, compañero de generación, han hecho. El agua es deseo y sensación, temperatura y voz, canto y cuento, y es también la forma de las formas, la que al tomar cuerpo da contenido, como sabemos por Muerte sin fin.
Entre los muchos acentos y ritmos que Villarreal maneja, Las maneras del agua no deja de sorprender, porque si bien se adviene y aboca a crear una sensación clásica, también propone una soltura muy moderna del verso, y nos recuerda que si hay un verbo divino es gracias a que, al verbalizarse, se humaniza. Juego de palabras que nos recuerda la enorme actualidad de Teresa de Ávila. Todo poema es una carta de amor; por eso, toda poesía es un rezo. Ambos dicen, a Dios o a la amada, “quiero que me quieras”, y en plan de bolero, “quiéreme como te quiero yo”. Y, el colmo del impulso posesivo que tiene cualquier poema, “te voy a decir cómo quererme”. Pero Las maneras del agua propone hacer de esa posesión una desposesión, una entrega; es una forma de entregarse al correr del río, con sus remansos y sus rápidos, sus estanques y cascadas, y crear una liturgia admirable gracias a dicha entrega, con sus laudes y maitines, con su repetición que no crea costumbre, pero sí entendimiento y complicidad.
En el río y en el mar, el agua es protagonista; en el llanto y en la lluvia, también. En la literatura mexicana, Minerva Margarita Villarreal lo es: una protagonista que nos mira a nosotros en la orilla y accede a detenerse un momento sobre la página, y a escribir con tinta transparente —con agua— un poema. El Premio Aguascalientes nos permitió, además, mirar en retrospectiva la trayectoria lírica que ha recorrido, desde el ya lejano Hilos de viaje, de 1982. Desde entonces, sus libros se suceden dialogando con lectores, autores dilectos y entre ellos mismos. Si, como hicimos al principio, usamos el término en su acepción cinematográfica, diríamos que Villarreal, en su poesía, no se sale nunca del papel, sino que lo habita todo. El escenario y la página se vuelven sinónimos de un espacio en el que ella es protagonista. Aquí deberían acabar mis palabras, pero soy un avorazado y no dejo pasar la oportunidad. Hace unos meses Minerva publicó Vike, Un animal dentro de mí. El título sugiere continuidad en su diálogo teresiano, pero en realidad es un cambio de registro, en el que vuelve a la condición sintética de sus epigramas con una transparencia y paz admirables. Como a los protagonistas hay que dejarles siempre la palabra, quiero terminar citando un poema de ese libro que es casi una definición de la poesía: “Ese árbol cuya fronda/ deja pasar el viento/ es un milagro”.
Hace poco menos de un año, Minerva Margarita Villarreal organizó un coloquio en Monterrey como parte de su actividad al frente de la Capilla Alfonsina sobre un tema que ocupó los últimos años de su vida: la traducción. No es que ella fuera traductora sino que —ya se dijo antes: voraz lectora— le gustaba pensar la literatura desde sus diversas orillas, descubrir para compartir, entusiasmarse para entusiasmar a otros. Su presencia, hoy profundamente extrañada, se volvió imprescindible para la literatura nacional.
Autor
José María Espinasa
Ciudad de México, 1957. Poeta, ensayista y editor. Es editor fundador de Ediciones Sin Nombre y director del Museo de la Ciudad de México. Fue secretario de redacción de las revistas Tierra Adentro y Casa del Tiempo, así como del suplemento La Jornada Semanal. En Piélago, publicado por la UNAM, reunió buena parte de su poesía escrita entre 1977 y 2007. Es, asimismo, autor de múltiples volúmenes de ensayo como Notas sobre la literatura mexicana después de 1968 (2019).