en alguna parte y que el futuro no existe en
ninguna.
Como dijo Elsa Cross a los pocos días de la muerte de David Huerta, nunca, ni en mis más oscuras pesadillas, imaginé que iba a estar algún día en una situación como ésta: recordar a David después de su muerte. Su partida no alcanza a cobrar existencia para mí. Eso pasa cuando el amor, la admiración, la prolongada compañía o las tres cosas lo impiden. No quiero hacer la evaluación del crítico literario. David ha estado en mi casa todo este tiempo. Apenas podré platicar de modo deshilachado en torno a algunas imágenes que me han estado rondando desde el pasado 3 de octubre. Son apuntes y recuerdos.
La fecha más remota es 1972, hace 51 años, cuando llega a mis manos El jardín de la luz y lo leo en una tarde. Es hijo de Efraín, está en la Facultad. Lo conocen los de la generación de arriba. Yo lo veo pasar por el aeropuerto. Sé quién es pero él no me conoce. Ernesto Mejía Sánchez me dice un día: “¿Usted es David Huerta, verdad?” Los amigos comunes me dicen que vive David con Paloma Villegas; también a ella la veo en los pasillos de la facultad. Ambos escriben en el suplemento de Siempre!, el mejor del país, muy lejos de nosotros.
En julio de 1975, Coral y yo entramos a una oficina que emitía credenciales de estudiante en el Boulevard Saint Michelle, en París. Nos pusimos en la cola con nuestra credencial de la UNAM en la mano. Al llegar al mostrador veo a Paloma, a quien nunca había saludado, y le pregunto: “Tú eres Paloma, ¿verdad?” David, que iba con ella, se voltea hacia Coral, a quien nunca había visto, y le dice: “Tú eres Coral”, luego voltea hacia mí y me comenta: “Ayer leí tu poema”. (Se refería a un poema recién publicado en México que David ya había leído.) Comimos algo y hablamos un rato. Quedamos de ir juntos al día siguiente a una gigantesca exposición de Max Ernst. Enorme, eterna, la vimos toda lado a lado, poco a poco, tela por tela, escultura por escultura, locura por locura. Nos despedimos, alucinados por las horas pasadas casi en trance viendo obras de Ernst.
Recuerdo su alegría en una fiesta al poco tiempo, porque ese día había firmado contrato con Era para la publicación de Cuaderno de noviembre. Entonces yo no lo había leído y no sabía lo que ese libro iba a significar para mí y para muchos. Y menos sabíamos ninguno de los dos cuál iba a ser mi papel en Era, años más tarde.
Murió Davo y muchas palabras se irán con él para siempre; palabras con formas raras —“estileras”, decía él—; palabras con picos, con colores terrosos, con sonidos agudos, con chirridos. Palabras sabias, datos precisos, regalos. David necesitaba dar regalos. Cuando le gustaba especialmente un libro iba y compraba cinco, siete, diez ejemplares, si podía, y los iba regalando a la gente que tenía a su alrededor. Con ese ánimo, a lo largo de años, recorrió el país hasta el último rincón e introdujo a cientos de jóvenes a la lectura atenta y al disfrute de la poesía. Creo que se puede afirmar que nadie, ningún gobierno, ninguna institución ni persona en el siglo XX y en lo que va del XXI hizo tanto por contagiar el gusto por la poesía como David.
Desde mediados de los setenta nos veíamos casi a diario; comíamos, cenábamos en La Veiga, escuchábamos el rock que iba saliendo. David decía que el rock era inabarcable como la filatelia; sin embargo, él siempre parecía estar al día y haberlo escuchado todo. Sabía los nombres y las vistosas vidas privadas de todos los rockeros. Compartíamos libros, viajábamos, teníamos lecturas de poesía juntos por todos lados, hablábamos sin fin durante noches enteras. Él nos llevó a casa de su hermana Andrea y Eduardo Lizalde, y muchas noches cenamos y escuchamos música con ellos hasta las altas horas. Cuando David tuvo la beca Guggenheim, la dedicó entera a comer con sus amigos. Hablábamos por teléfono todo el tiempo, siempre sabíamos dónde estaba el otro. Cuando nos fuimos a Maryland, él vino detrás nuestro como profesor visitante y se quedó en la casa, como familia. Yo le cocinaba. Él estaba allí, dormido, cuando un día a las dos de la mañana Coral y yo nos fuimos al hospital a que naciese Lorena. David fue su primera visita en el hospital.
Treinta y tantos años después, él mismo ofició la boda pagano-literaria de Lorena en la casa de Era, con su ejemplar de la primera edición de las obras de Góngora en la mano, a manera de libro sagrado. Nada más sagrado para alguien que vivió la poesía como pasión de vida, como una celebración religiosa del gozo de la palabra.
Cuando entré a trabajar al Fondo de Cultura Económica, en 1977, David era parte del elenco del edificio. Se llevaba con todo el personal de nombre propio y conocía sus aflicciones y alegrías. Una, dos, tres veces por semana cruzaba por mi oficina, se sentaba, se quedaba a fumar (todos fumábamos). Ahí aprendimos a hablar el uno con el otro. Como el mejor prestidigitador siempre tenía una cita, una anécdota, una palabra, una canción, un poema o sacaba, de plano, un conejo del sombrero. David afirmaba que el truco está en saber conducir la conversación hacia las lecturas recientes. Salíamos juntos en busca de Coral para ir a comer.
David está asociado para mí desde siempre —es decir, desde hace medio siglo— al baile, a la travesura, a Lezama Lima, a las noches largas, a la pasión desbordada por el hallazgo, a la complicidad, al saber, a la novela policiaca, al cine, al pasmo ante algunas joyas literarias encontradas en Tom Waits o en el propio Góngora. “Nadie sabe más cosas inútiles que yo”, me dijo un día.
Hace años, en medio de una reunión, soltó la sentencia que atribuía a algún personaje oscuro: “La poesía se divide en dos: la romántica y la modernista. La romántica es la de amor, y la modernista, la que no se entiende”. Poco antes de su muerte le repetí la sentencia; le dio mucha risa y creyó que era mía. Lo desmentí. “Es tuya, Davo”. No se acordaba. David era un duende chocarrero. Él me había regalado esa frase y la había borrado ya de su memoria.
*
Eran los tiempos en que escribía Incurable —entonces llamado Caldo— en cientos de impecables y apretadas cuartillas de papel revolución. Decía que el libro iba a pasar a la historia de la mecanografía mexicana.
Él y Coral leyeron juntos decenas de veces por todo el país. Ella, de Peces de piel fugaz (1977) y El ser que va a morir (1981); él, de Caldo. Vivió siempre en estado de creatividad total, como Vicente Rojo, a quien ambos admirábamos, amábamos y respetábamos como un hombre de rara perfección.
En una de esas largas noches de rock y baile en la calle de Magnolias, hacia 1977, David ponía obsesivamente un disco, o más bien una larga canción del lado B de un disco: “Get up, stand up, stand up for your rights”, cantaba alguien. ¿Quién? Bob Marley and The Wailers, gritaba Davo, saltando y bailando en medio del escándalo. ¿Quién? Bob Marley and The Wailers, pero al rato había vuelto a olvidarlo. Era el disco Live!, grabado en Londres en 1976. Nadie sabía quién era Marley entonces.
Cuando salió Google Earth, en la imagen del Parque San Lorenzo que allí aparecía, se veía a David parado en el balcón del mismo departamento de Magnolias, mirando hacia los árboles del parque. Allí está, allí sigue, congelado por la tecnología como un recuerdo íntimo y colectivo que vibra en el aire cibernético de la ciudad.
En Huellas del civilizado (1977), él mismo parece recordar la época de El jardín de la luz:
perdí los anteojos los rompí
qué sé yo (carajo)
a la orilla de un cristal anochecido
escupiendo los dientes
saturado el pecho de signos lunares
perfectamente borracho
y escribiendo poemas sobre la Luz, la Tarde
el Agua el Tiempo como si todo eso
fuera materia de celebración o contemplación
Entre ambos libros salió Cuaderno de noviembre (1976), un volumen que dejó definitivamente de hablar de la luz, de la tarde, del agua y del tiempo, y abre el caudal de una obra que se extiende incesante, sin fisuras, hasta el día de su muerte.
Cuaderno de noviembre me hace pensar a veces en Relación de los hechos (1967), de José Carlos Becerra. Becerra y David tenían más o menos la misma edad (29 y 27 años, respectivamente) cuando aparecieron en Era sus respectivos libros. Ambos son textos radicales que trastocan las ideas de poesía en circulación. Tanto Incurable (1987) como El otoño recorre las islas (1973) han tenido larga vida editorial, lectores y reimpresiones a lo largo de las décadas. Algo aparentemente inexplicable para dos compendios tan exigentes con el lector.
Estas líneas se han detenido en unos cuantos granos de arena del interminable Sahara que es la obra de David: igual y cambiante como el mar, eterna e inconfundible como las cantatas de Bach.
Como Lezama, que de Muerte de Narciso (1937) a Fragmentos a su imán (1978) se expresó con una voz única, David, a partir de Cuaderno de noviembre hasta El viento en el andén (2022), su último libro, se expresó con una voz que no se parecía a ninguna en nuestra poesía. Como los grandes compositores y los grandes intérpretes, su música y su instrumento tendrán siempre un sonido inconfundible.
* Palabras leídas el 14 de febrero de 2023 en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes.

Autor
Marcelo Uribe
/ Ciudad de México, 1953. Poeta, editor y traductor. Estudió letras en la UNAM y en la Universidad de Maryland. Es autor de dos libros de poemas: Las delgadas paredes del sueño (Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer, 1987) y Última función (2008).