Últimos signos de identidad
| Reseñas
Jorge Arzate Salgado, El aceite de las nueces, Ícaro Ediciones, Chilpancingo, 2020, 117 pp.

I
Desde una perspectiva más amplia que le daba su conocimiento de los símbolos y los arquetipos antiguos; con una mirada también serena y menos maniquea de lo que muestran algunos de los feminismos actuales, Manuela Dunn Mascetti, a finales del siglo XX y en un libro ameno, sin ira ni pretensión doctrinaria, nos recordaba el papel de la Diosa primordial dentro de las sociedades antiguas: era la única en la que se reunían, de manera indistinta y alternada, todas las fuerzas de la naturaleza, la vida y la muerte, la fecundidad y la destrucción. “Las diosas del mundo antiguo —nos recuerda en La canción de Eva— eran creadoras y destructoras, benignas y malignas, santas y lúbricas, causantes del nacimiento y la muerte”. Sobre ellas descansaba el poder de la vida y la destrucción. La diosa Kali (“La Negra” dentro de la tradición hindú) es, en efecto, el referente obligado más fascinante: representa el prototipo de la Gran Madre, el arquetipo de la diosa creadora y destructora: sentada sobre el falo erecto de Shiva muerto, genera nueva vida al tiempo que cercena cabezas, arrojadas después como comida para perros. La encontramos, también, en su representación icónica más conocida: provista de cuatro brazos, dos de ellos armados y amenazantes; dos más, compasivos y nutricios para sus fieles. En la figura de esta diosa antigua se reúnen, de forma convergente, las polaridades de la vida, no como principios contrarios y opuestos sino como partes de una Unidad acaso ya olvidada.
II
El aceite de las nueces de Jorge Arzate Salgado (Toluca, Estado de México, 1966) es un libro singular, deliberadamente híbrido, donde su autor nos muestra el recorrido ascendente hacia lo humano de una deidad primordial, una que al mismo tiempo es diosa sangrienta, amante, madre, capitana de ejércitos y devoradora. Ella misma es el suave y aromático aceite de las nueces, y se ofrenda, en una suerte de eucaristía pagana, a sus súbditos y amantes. Galya es el árbol nogal, diosa-mujer, “reina-madre”, “reina-flor-lagarto”, “reina maldita”. Amante insaciable, su deseo se mide en siglos, en ejércitos; es múltiple como sus atributos sexuales. Devora lo mismo cuerpos que almas y corazones: “Devora almas de hombres como alcachofas”, dice el poeta.
Construido a través de cinco monólogos, El aceite de las nueces nos convoca a oír distintas voces ora glorificantes, ora lúbricas, ora reflexivas, ora cargadas de duelo y desesperanza. En todas ellas resalta, sin duda, el fino trabajo que realiza el poeta para convertirse, alternadamente, en Lázaro (“cortesano y amante”); en Sandro (“general e hijo”), en Ada (“filósofa, cortesana y amante”); en Tulio (“campesino, soldado, cantante y amante”) y en la propia Galya (“reina-madre”). El poeta encarna dichas voces y las dota de un registro propio, cercano a la lírica contemporánea, pero también las lleva próximas al reparto actoral, propio del drama, y a la narración de hechos grandiosos de la épica. A esto se refiere, justamente, el comentario de Luis Arturo Guichard que acompaña la contraportada: la imbricación que Arzate Salgado hace de géneros y la intertextualidad que logra con obras del pasado, son parte también de la destreza técnica y del conocimiento de la tradición poética moderna y contemporánea que refleja este libro.
III
gigantes insaciables que se miden contigo
para que tú salgas vencedora.
Galya es diosa-madre, reina-amante, creadora de sí misma y de los ejércitos que alimenta y comanda; su voluntad erige y destruye mundos en un ciclo incesante, infinito; su herramienta, sin embargo, no es la palabra: Galya crea como una artista. Su creación surge del lienzo y en él la destruye para volverla a iniciar, igual que en un palimpsesto: “El arte es tu verdadera vocación”, le dirá Lázaro. Diosa creadora, unce a su paleta de color el negro de la noche y el ocre brillante de los atardeceres. Bajo su mirada, los ejércitos de Indomables y Certáceos descienden al polvo igual que flores machacadas; sus coitos son hierogamias con nubes y titanes del universo; su cuerpo vasto, una hierofanía, la manifestación vívida de un dios entre los hombres.
Pero Galya (y el mundo en el que reina esta diosa feroz) es anterior a la razón, a todo tabú: la rodea el incesto, la barbarie, el desollamiento, la guerra, el canibalismo, la brutalidad y el crimen. Galya es una diosa cruel e insana que nos recuerda los terrores más oscuros de la especie; madre sangrienta que fornica con sus crías y luego los devora, convertidos en aceite de nuez.
Pero Galya es también mujer y madre doliente —en eso habrá de transformarse—. Todo el desarrollo de esta épica de acento lírico tal vez no sea sino la puesta en escena del desarrollo de la conciencia humana, abriéndose paso entre las sombras de la brutalidad, la inconsciencia, la vesania y el crimen; un recorrido espiritual, humanizador, que hace su personaje a través de cinco cantos a una sola voz. Si se mira bien, la diosa hipersensual, “loca de cama y sexo”; la diosa sangrienta de los Indomables, la “Reina-flor-lagarto” del primer monólogo, que canta Lázaro, realiza un impactante desplazamiento moral hacia la figura de la madre-mujer, doliente, derrotada, huérfana del hijo muerto, al que le confiesa en el Monólogo V, embargada de culpa y ternura: “Tengo que contarte que soy otra, pues me detengo/ ante el peligro y pienso en mares llenos de peces todos los días”.
Galya se nos revela, así, cercana, humanizada por el dolor, el dardo de la angustia, el duelo del hijo perdido y la derrota de su ejército: “Soy una triste ánima encabalgada en el potro del silencio”.
La madre vieja, diosa abolida ahora, confiesa su dolor, abjura del deseo y la mentira de otros días; ha descubierto su humanidad en la aflicción y la pérdida: “Mi corazón tirita”, dice una vez que acepta la derrota a manos de los Certáceos. Sus lágrimas de madre —ya no mares infinitos— serán, en adelante, los últimos signos de identidad y pertenencia a la especie de los hombres.
Félix Suárez / Ixtlahuaca, Estado de México, 1961. Poeta, ensayista y editor. Estudió Letras Españolas en la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM). Fue, durante más de una década, coordinador de publicaciones del Instituto Mexiquense de Cultura (IMC) y director fundador de la revista Castálida. Por su obra poética ha obtenido, entre otros reconocimientos, la Presea Sor Juana Inés de la Cruz en 1984, el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino en 1988 y el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines en 1997.