Recetas para el asombro. Conversaciones con Antonio Deltoro (1947-2023)
| Ensayos, Testimonio
Dicen que la voz es lo primero que se pierde. A diferencia de lo que vemos, aferrado al recuerdo por la profusión de palabras que existe para las imágenes, el referente acústico del mundo es líquido y se desliza fácilmente entre las manos. No me sucederá eso con la voz de Antonio Deltoro. La encuentro oculta en tantos sitios. Sé que no la perderé nunca.
Tantos poemas que amo están marcados por la huella digital de su voz. Poemas que no puedo leer sin Toni, donde siempre está conmigo puesto que los escucho inevitablemente en su peculiar entonación grave y pausada. Cuando los releo, la encuentro ahí, al fondo, anidando intacta.
Me gustaría empezar leyendo uno de esos poemas pues pienso que una gran forma de celebrar a alguien es compartir lo que ama. Nos lo leyó una mañana de jueves del 2016 en la Fundación para las Letras Mexicanas. En esa época, por unos arreglos, teníamos tutoría en el salón de abajo. Aunque no puedo jurarlo, prefiero imaginar que era un día soleado de mayo y la luz se duplicaba en los espejos. Una luminosidad de esas que a Toni le gustan: una luz que se pertenece a sí misma, un mediodía sin sombras que cercenen los objetos, en el que las cosas saben habitarse. Nos leyó el primer poema de José Watanabe que escuché en mi vida, un autor al que más adelante leería con ahínco.
El guardián del hielo
Y coincidimos en el terral
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol.
En esa situación cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.
Oh cuidar lo fugaz bajo el sol…
El hielo empezó a derretirse
bajo mi sombra, tan desesperada
como inútil
Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza
de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.
No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
Yo soy el guardián del hielo.
Me quedé para siempre con esos dos versos: “No se puede amar lo que tan rápido fuga./ Ama rápido, me dijo el sol”. Y tenía tanta razón. No sabía que poco más de un año después, Toni no iba a llegar a tutoría y su vida cambiaría para siempre. Pero cuando leo este poema, él me acompaña. Hay poemas que amamos porque guardan las voces de los ausentes. Éste de Watanabe contiene dentro de sí, en esa combinación particular de sonidos, la contraseña de la voz de mi maestro. En algún lugar de esas palabras está Toni todavía y siempre, leyéndonos estos versos un jueves soleado de 2016. En estos sonidos perdura esa otra escena simple, paralela.
Hay poemas que amamos porque guardan las voces de los otros, porque en ellos canta no sólo la vida indescifrable de su autor, sino también nuestras otras vidas y las vidas de quienes hemos querido y ya no están. Un buen poema es como un catalizador, un metal conducente, una caja que guarda fragmentos de la vida de los otros. Escribo poemas como quien construye laberintos. Laberintos para atravesarlos, buscando no la salida sino el centro. Para guardar algo terrible, bestial, como el deseo. Esa flecha de sombra. Y para que otros, cuyos rostros no conozco, puedan guardar allí lo que ellos quieran.
Cuando quiero hablar con Antonio, voy también a sus libros. Con los años de lecturas y relecturas, en sus poemas he guardado algo mío. En ellos, lo encuentro a él y me encuentro a mí misma. Sus poemas se han vuelto con el tiempo ciudades secretas.
En cada casa debe haber por lo menos un espacio cerrado. La quintaesencia de las casas no está en su centro, en el espacio abierto a las miradas, sino en el fondo: debajo, arriba, en un lugar siempre difícil y poco frecuentado. Me gustan las covachas, los desvanes, las cambras, los sótanos e incluso los cuartos traseros; me gustan no para entrar como Pedro por su casa sino para saberlos desconocidos; en su existencia se cifra la salud de toda casa, son sus glándulas y su metabolismo.
Siempre he sospechado de esas gentes que se abren de puertas y se enseñan como si fueran guías de su propio museo: un alma fina, delicada, lo mismo que un destripador o un alquimista, debe guardar algún secreto. Aún hoy que estoy en decadencia y vivo en un departamento, mantengo la costumbre de lo oculto. En la recámara del fondo, entre periódicos, fotografías, ropa usada, persevera el secreto. En esa habitación entro una o dos veces al año, abro la puerta y saco una caja de cartón o una corbata.
Este poema, además de ser un retrato de cuerpo entero de Antonio, puede leerse también, o eso pienso, como una especie de arte poética. Como una lección de escritura. Un poema es una casa que habitamos. Como tal, debe también tener su cuarto secreto, su “lugar difícil y poco frecuentado”. Un texto completamente diáfano se vuelve burdo, plano, sin encanto. Es como esas personas que “se abren de puertas y se enseñan como si fueran guías de su propio museo”. Un buen poema, como una verdadera casa, sabe guardar su secreto, mantiene “la costumbre de lo oculto” y desde ella mana la palabra, lo sí dicho.
La voz de Toni no sólo anida ahí, en sus poemas y en los que nos compartió en tutoría, sino que también la encuentro en una forma de mirar el mundo. Hace poco un amigo me relató un intercambio que escuchó de pasada en un café. Dos mujeres mayores, con viseras, el cabello teñido y un acento marcadamente ibérico, planeaban su estancia en nuestro país con una guía de viajes en la mano. Una, que parecía ya conocer un sitio al que tenía particular deseo de llevar a la otra, exclamó en un arranque de emoción: “¡Prepara asombro, Carmela!, ¡prepara asombro!” No sé qué fue de esas turistas, si Carmela de hecho pudo conseguir la delicada pócima del asombro como quien prepara un suculento caldo de gallina. Pero una cosa sí sé: si Antonio Deltoro me enseñó algo, fue justamente eso. A cultivar el asombro, el equilibrio delicado de esa alquimia bisiesta. Siempre tenemos las semillas del asombro a la mano, pero él me enseñó a germinarlas con paciencia. Antonio me enseñó a mirar las cosas de nuevo por primera vez. Y eso no es fácil. Nos mostró cómo hacer para “plantar un árbol de silencio/ y sentar[nos] a esperar/ a que sus frutos de caigan”.
Y el asombro sólo puede conjugarse en presente. Antonio me dio las herramientas necesarias para habitar el presente, ese país ignoto que sólo a veces miramos a lo lejos, como a través de un vidrio, sin ganas ni atención. Puesto que yo soy un animalillo adicto a la nostalgia y la ansiedad y habito el continente en sombras del pasado o me desvivo siempre por llegar al futuro, esa tierra minada por mis propios huesos. Como diría Toni, “soy hijo (hija en este caso) del minuto y de la esquina, de los días que saltan uno tras otro hacia la muerte”. Toni me enseñó a quedarme. A explorar el perfil de los centímetros, a observar cómo avanza sobre el tejado el anzuelo de la luz. Cuando pensé que sólo el pasado existía, Antonio se inclinó y me dijo al oído: “todavía hay presente en que apoyarse”.
Hay muchas maneras de mirar el mundo. Hay quien lo mira sólo para despreciarlo, para notar sus carencias, lo incongruente que es consigo mismo, lo ácido de la lluvia, el gentío en el metrobús, las malas lenguas. Hay quienes lo miran para llegar a otro sitio, para tratar de descifrar en él lo que ha sido o lo que será. Son arqueólogos del futuro y profetas del pasado y se pierden de tanto. Ninguna de estas miradas toca el mundo, que permanece intacto e insolente.
Antenoche me llamó Aurelia Cortés, que tanto quiso a Toni, para avisarme que ya no estaba. Es difícil poner en palabras cualquier pérdida, pero la de Toni nos despierta algo distinto, un dolor no sólo por él sino también por el mundo que habitamos. Y pienso que sé por qué: la mirada de Toni cambiaba todo a su alrededor. Tenía algo de hechizo pues sabía tocar las cosas con los ojos. Y la realidad respondía, transformándose.
Hay miradas que son como una luz artificial y blanca que alumbra el mundo exponiéndolo sin dimensiones ni textura, otras que son como la luz de la tarde que al tocar las cosas se despide. La de Toni era una mirada mediodía, luz franca y pleno sol, que no es ajena al mundo, sino que existe dentro de él y así lo cambia.
Apenas me enteré de la muerte de Toni y me parece completamente imposible conjugarlo en pasado. Tal vez no lo haga nunca. Porque para mí Toni nos acompaña aún. Su voz y su mirada han hecho este lugar un mundo más habitable. ¿Cómo hablar en pasado de alguien que ha cambiado así el sitio donde vivimos?
En uno de sus poemas, escribe: “No hice nada extraordinario,/ pero me visitó lo extraordinario”. A mí también me visitó lo extraordinario: tuve la oportunidad de conocer, de platicar con y de querer a Antonio Deltoro.
* Palabras leídas durante un homenaje a Antonio Deltoro, realizado el 23 de mayo en la Casa Universitaria del Libro (CASUL) de la UNAM, dentro de los festejos por el vigésimo aniversario de la Fundación para las Letras Mexicanas (FLM).
Elisa Díaz Castelo / Ciudad de México, 1986. Es poeta y traductora. Ha sido becaria del programa Jóvenes Creadores del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Obtuvo el Premio Bellas Artes de Traducción Literaria Margarita Michelena 2019 y el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2020. Es autora de Principia (FETA, 2018), El reino de lo no lineal (FCE, 2020) y Proyecto Manhattan (Antílope / Instituto Sinaloense de Cultura, 2021).