diciembre 2018 / Inéditos

Perro negro mira oculto una catástrofe

Amnios

Hay casas que te hacen esto. Te agobian, te embrutecen. Hay casas así. Nadie sabe lo que ha sucedido antes en ellas. Casas como ésta, en la que deambulan voces de viejos que siempre han estado en cama, que siempre han sido viejos; casas con crujidos del mar abriendo las montañas, de viento mostrando su ruido de alma indefinida. Casas donde el cuerpo del cautivo estará solo, absorto en el ritual del corazón y en la memoria. Pero en la rutina de cuidar que el estómago no se digiera a sí mismo, que una idea no se confunda con una evocación, que soñar no sea confuso, siempre se puede estar a solas, porque todos tienen miedo de entrar en casas como éstas: habitadas, por ejemplo, por una niña triste y por una muerta en llamas.

 

Corion

Hay casas que te hacen esto, te avientan al calor de una idea peligrosa, te agobian. Hay casas así y nadie sabe lo que ha sucedido en ellas: niñas que llaman a sus muertas, que abren para ellas sus manos muy ligeras, desnutridas, manos que  responden extendiéndose desde un mundo que parte, que se aleja, manos que se estiran sobre otras manos y con ellas mundos y muros que se derriban. Manos así: solares. Manos en las que pulsa una sangre antenatal, latiendo no como sangre sino como una floresta.

Comida en la puerta al mediodía, una sola comida: frijoles, una salsa picante con sabor a espinas, tortillas que humean como los sueños. Y en los sueños la madre que todo el tiempo tiende su mano como una santa.

 

Alumbramiento y llanto

Esa casa tenía la oscuridad de un vientre. Siempre la traspasaba ahí el ansia de la gestación; la noción, todavía hoy sin nombre, de desanudarse: la angustia de su propio alumbramiento. Ahí descubrió que la sensación de vida no era, por estar vivo, inmanente. Porque sólo en esa casa, un gran pozo de silencio, algo tan esencial era puesto en evidencia. Esa era la verdad que la alumbraba. También por eso, a cualquier hora, podía aparecer el espanto y entonces para no acobardarse se besaba la piel agreste de las manos. Poco a poco iniciaba su curiosidad, ¿saldré de aquí mañana? ¿Qué le pasará a mi cuerpo, que es como el cuerpo de otro, pero todavía se siente? Al día próximo algo cambiaría. Ese día llegaba y casi siempre parecía ser el mismo, pero ella salvaba los detalles, pequeñas cosas: un animal comunicándose, un insecto cantando distinto. La curiosidad, esa curiosidad para pequeñas certidumbres, la mantenía siempre más allá de su deseo de romperse la cabeza contra la pared con la que, como una niña, ensayaba a veces un amante.

Esa casa era la noche misma de su cuerpo. Adentro como afuera, todo era regido por el silencio. Pasaba largos días pensando que la mesura de su sangre calibraba las corrientes de agua y el sosiego con que el suelo absorbía su orina. Largos días amando los sueños que prometían el vuelo (porque la gravedad parecía alejarse de su cuerpo: esa casa era la desnutrición, la anemia). Su padre la había puesto ahí para golpearla con hambre y apatía.  Ese lugar era el espejo mismo de su gestación. Ella crecía ahí, adelgazando, como trece años antes lo había hecho en el cuerpo de su muerta. Esa era la verdad: esa casa era el vientre maldecido de su madre.

 

Perro negro mira oculto una catástrofe

Escuché de los hombres que los que mueren sin paz no mueren. Los escuché decir que a veces ni siquiera basta el deseo de morir para que se muera rotundamente. Cuentan historias de gente que todavía muerta recuerda lo que amaba, lo que impulsaba sus puños o la tripa; entonces, dicen, aletean en la matriz de la muerte, contra su pared espesa.

Otros animales dicen que los difuntos sueñan la vida en la muerte, dicen que hablan, que  gritan, que los escuchamos. Que su voz es como la vibración del miocardio. Su voz es un llamado gris y nada registra sus peticiones: el tiempo no reconoce la voz de esos muertos. Parecen estar condenados al mutismo en la historia del mundo, pero logran que algunas noches huelan a su sangre. Porque, dicen, la sangre de los muertos sin paz sigue oliendo y los salvajes que fuimos se despiertan. Creo que esos son los días llenos de ansia: se vuelca el rojo, la gente mata, la gente muere, los perros nos aventamos a las piernas de los corredores, los niños lloran y la violencia atraviesa con la fuerza de su hierro todas las cortezas.

Los perros y los hombres somos bestias, y esos días la estela del animal que siguen siendo, esa vena dura encallada en el silencio, vuelve a palpitar. Entonces los vivos quedamos expuestos, destrozados.

Yo, Perro, que no lloro ni canto, sólo pienso: el amor es la verdadera resistencia, pero está presto siempre a la avería. Yo, que soy sólo un perro y miro desde aquí a las aves, a los árboles,  las madres, los niños y a otros muertos, sólo sé que compartiré lo que hay entre el cielo y la tierra, compartiré con ellos mi tumba.

 

 

* Estos poemas pertenecen a Silencio, libro ganador del Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz 2017, de próxima publicación.


Autor

Clyo Mendoza

/ Oaxaca, 1993. Ha sido becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (2015-2016), fue merecedora del Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz (2017) y de la residencia de la Fundación Antonio Gala, en Córdoba, España. Es autora del libro Anamnesis (Cuadrivio, 2016) y Silencio, su segundo libro, se encuentra en proceso de edición.

diciembre 2018