3 diciembre, 2018

Una cosa hecha

de Ricardo Cázares | Reseñas

Javier Taboada, Nacencia. Ciudad de México, UNAM / Punto de Partida, 2017, 73 pp.

La poesía —al menos tal como la entienden poetas del temperamento de Javier Taboada— no es un don etéreo, por más sublime e infrecuente que sea su roce. En el mejor de los casos es un guijarro brillante y afilado que, de tanto en tanto, uno tiene la fortuna de encontrar escarbando con las manos. Una herramienta para labrar. Imagino que, ante la hipotética pregunta de un lector potencial sobre el tema y el carácter de sus poemas, Taboada afirmaría: “Son sobre el nacimiento de mi hijo”. Sin embargo, lo que el autor estaría callando es que todo poema revela también su propio nacimiento, y con él, el rastro de las fuerzas azarosas que impulsan la vida. Para quienes la practican —sería mejor decir la persiguen— con seriedad, la poesía nunca será un tema de conversación dócil o simple. Casi nunca se sabe qué es, ni cómo o por qué se manifiesta. Es por ello, quizá, que los poetas prefieren hablar de poemas.

No obstante el creciente número de ferias de libro y festivales literarios, y del aluvión de poemas que se comparten o disipan en la red, la discusión sensata sobre el trabajo del poeta es un accidente cada vez más infrecuente, quizá debido a la progresiva distancia entre un arte netamente verbal y un público lector acostumbrado a la estimulación visual inmediata que impera no sólo en la televisión y en plataformas digitales, sino en buena parte de la narrativa que se exhibe en las mesas de novedades de las librerías. La pregunta de ese hipotético lector u oyente sobre el asunto de los poemas no es gratuita. La narrativa, a la que estamos tan habituados por nuestra lectura de las novelas de moda, las películas de superhéroes o las series de Netflix, suele ser de un carácter eminentemente visual y permanece obcecada en la cuestión de los temas. En contraste, el poema —esa “pequeña máquina hecha de palabras” de la que hablaba William Carlos Williams— es un objeto raro, preocupado por la forma y el lenguaje, que siempre opera a ciegas. El poema avanza sin ver. Sus imágenes son apenas un subproducto de la energía liberada por la carga verbal. Dicho de otro modo, si ese lector potencial busca un asidero en los temas, es porque está totalmente deshabituado al modo de pensar de un artefacto que no es la crónica o descripción de un hecho, sino el hecho en sí mismo. Una cosa hecha, que uno atraviesa con la mirada y que, de vez en cuando, logra alterar por un instante nuestra percepción y pensamiento.

Las distracciones y obligaciones de la vida cotidiana crean un ambiente cada vez más hostil para encontrar el estado de atención y retraimiento que suele exigir la lectura de poemas. Al menos en la vida de las ciudades, las circunstancias suelen ser similares, tanto para lectores inveterados, como para personas no habituadas a pasar una o dos horas al día a solas con un libro. Desde hace tiempo, los grandes consorcios de la industria editorial, asumiendo que la literatura es un arte para una élite cada vez más escasa, han intentado adaptarse, no a las necesidades del lector, sino a las demandas de un mercado conformado por hombres y mujeres más ávidos de gratificación inmediata y menos dispuestos a enfrentarse a textos que presenten retos y descubrimientos. La así llamada “literatura de masas” necesariamente ha hecho a un lado a la poesía, puesto que ésta se entiende como un producto para un grupo selecto de hombres y mujeres “cultos” que poco o nada tiene que ver con la masa amorfa de consumidores, a quienes consideran incapaces de apreciar un libro de poesía contemporánea. Sin embargo, de tanto en tanto, aparecen libros como Nacencia, de Javier Taboada (Ciudad de México, 1982); partiendo de una sólida conciencia del desafío de asumir riesgos formales, su autor se niega a apostar por soluciones fáciles y tomas de conciencia tranquilizadoras. Quisiera pensar que este y otros libros —los que no tienen más remedio que nacer—, terminan por resistir el silencioso embate de la indiferencia.

Desde el epígrafe elegido por Taboada —el famoso pasaje inicial de la alegoría de la caverna en la República de Platón—, uno puede ya intuir que la imagen que habrá de formarse en su extenso poema no se revelará de golpe, sino que el lector primero habrá de avanzar por un túnel estrecho y oscuro, como el cérvix uterino, hasta ver una luz que puede revelar el mundo o bien, deslumbrar y llenar de desconcierto. “donde estamos / siente, / estoy aquí: / un simulacro como toda / forma / de este mundo”, dice Taboada dirigiéndose a nosotros: hombres desnudos, ateridos, expulsados del calor a través de una llaga que no está hecha para sanar, porque es la carne misma la que reclama ser explorada. Entra para ver de qué estamos hechos. Hechos para nacer, cuchillo en mano, una y otra vez.

cada día / la liebre / se sueña despierta / con un cuchillo en el vientre // cada día / la liebre / graba y borra / las palabras del sueño // recomenzando / cada día / cuchillo en mano / por la aciaga palabra liebre”, escribe el poeta. Más claro, ni el líquido amniótico ni el amoniaco. El lenguaje crece envuelto en un vapor irritante, cubierto por la placenta sanguinolenta del mundo y el paso de los días. “Éste” —podríamos decirle a ese hipotético lector—, “es un libro de poemas acerca del nacimiento”, aunque, ya que en un poema todo está naciendo en el momento mismo de su escritura, no sepamos bien de qué.

Un niño nace, y con él sus manchas y lunares, el color de sus pupilas, la dureza de sus dientes. Nace la huella de su cuerpo; se perfila en una cobija arrugada. Emerge un pliegue, una estría, una nueva fragilidad. En la superficie de las cosas del mundo despunta la suma de accidentes y transformaciones que él será, hasta el instante real —imaginado y abierto hacia el futuro— en el que sus células decreten que es momento de soltar la mano que lo guía, la de su padre, la de la vida que por fin le permite volver a la caverna y dejar de nacer. Para vivir, el niño se convierte en un leopardo desgarrando la carne de un ciervo hasta abrir un herida feraz desde la cual mane la vida. “Un parto inverso”, dice el autor, donde confluya “un remolino de sentidos / donde todo significado muda / y toda traducción es transitoria”. Un niño “palpa    mira / ve”, descubre sus dedos, los mismos dedos del poeta que escarba en busca de los brotes que germinan en un campo devastado; en busca del instante de la extinción; en busca de aquello que sólo el poema es capaz de pensar. Cuando “el nervio óptico / estalla” se vislumbra un punto de inicio que apunta en todas direcciones sin arribar a ninguna. “La mente”, dice el poeta por vía de Anaxágoras, “gobierna / todo lo que vive”.

Es esa mente la que despliega las imágenes, los recuerdos e impresiones —reales o ficticios—, que pueblan el poema sin atarlo a la tierra. Un bricolaje de vapores, brumas, fantasmas traducidos, reapropiados. Taboada, traductor de Rothenberg y Alceo, escarba en las diversas fuentes de su filiación literaria en busca de huellas. Los humildes nacimientos de partículas del lenguaje que asomen el rostro un instante y se transformen o disipen. “la palabra / original” dice Taboada, ya en plan ontológico, “no puede ser traducida // en cada mente / permanece atada / al mundo creado / por su sola presencia / y discordancia: // oír / o ser / oído”. Oír ¿o ser escuchado? Oír ¿o ser un canal, un tejido, el órgano mismo que permite la audición? La escansión sugiere una ambigüedad propia de un poeta que avanza a ciegas, incapaz de decidirse por el misticismo jasídico o consentir la inevitable incertidumbre del materialista. Ambos comparten una intuición inapelable: todo será arrasado; todo es materia de una nueva traducción.

La imagen del círculo y la espiral —el ojo, el torbellino, el túnel (de una caverna, o bien, el del oído interno)— se repite en más de una ocasión. “un ojo ciego / en cuyo centro / pululan los heraldos de la verdad / y el futuro”. No me parece casual. Quien alguna vez  alcanza lo que Valéry llamaba “el estado poético”, esa suerte de vacío elocuente, sabe que es un necio que sólo alguna vez sabe lo que dice, no lo que quisiera decir. Es un leopardo que gira sobre sí mismo, maravillado por la belleza ilusoria de las sombras, de las manchas en la cola que habrá de devorar.

¿De qué tratan, pues, los poemas de este libro? Es cosa que importa, pero no demasiado. Lo que usted, hipotético lector, sin duda encontrará, es lo mismo que uno halla en cualquier libro poblado de poemas verdaderos: un hombre sentado en una caverna, babeando, balbuceando como un bebé.


Ricardo Cázares / Ciudad de México, 1978. Es autor de los libros <> (Palas vol. 2, 2017), <> (Palas vol. 1, 2013, Premio de Poesía Joaquín Xirau Icaza 2014), Es un decir (2013) y Drivethru (2008). Dentro de su trabajo como traductor destacan la primera traducción completa al español de Los poemas de Maximus de Charles Olson y la antología de poesía experimental Renacimiento de la poesía inglesa, entre otros. Es editor y miembro fundador de la editorial Mangos de Hacha. Es miembro del SNCA.