septiembre 2023 / Ensayos

Mi hermano Manuel

Todo poeta auténtico es para su lector un hermano. Yo ahora estoy viejo y sólo las palabras pueden consolarme. Por eso leo, o, mejor dicho, releo a los poetas; no me importa tanto saber de qué tiempo o de qué país han sido. Yo el tiempo y el día y el país ignoro. Me basta lo que han escrito, si es bueno, si me deja un poco de música en el oído o en el alma. Ahora abro un libro y caen ante mis ojos unos versos del querido poeta Manuel Gutiérrez Nájera. Sé su país y sé su tiempo: nació en Ciudad de México en 1859. El tono y el título de estos versos hacen pensar en una pieza escrita hacia el final de la vida. El título es “Pax animae”: “la paz del alma”, sí, pero haberlos puesto en latín no parece casual; el título tiene algo de inscripción lapidaria. Si leemos la segunda estrofa, esta presunción se confirma, porque dice:

No busques la constancia en los amores,
no pidas nada eterno a los mortales,
y haz, artista, de todos tus dolores,
excelsos monumentos sepulcrales.

El lector siente ya que el poeta quiso dar a estos versos la gravedad de un epitafio. Manuel Gutiérrez Nájera fue también narrador y sobre todo periodista; firmaba sus artículos con el pseudónimo de “El Duque Job” y le puso a su novia, en el más famoso, exquisito y burbujeante de sus poemas, el sugestivo nombre de “La Duquesa Job”. Pero esa era otra época; el que escribe estos versos tan serios, tan amargos, tan funerales, ya no tiene a su lado a ninguna duquesa. Este Job, reducido a la bíblica desolación que evoca su nombre, ha perdido su duquesa y su ficticio ducado; sólo le quedan sus llagas, su ceniza, su pedazo de tiesto, su dolor. Pero no quiere que ese dolor se exprese como lamento informe; quiere darle el empaque, la gallardía, la forma verbal que manifieste un desdén supremo; un desdén por el sufrimiento que sea también belleza única:

En mármol blanco tus estatuas labra,
castas en la actitud, aunque desnudas,
y que duerma en sus labios la palabra…
y se muestren muy tristes…, ¡pero mudas!

Se dirá que es el viejo tópico, ut pictura poesis; pero aquí la poesía no halla su metáfora en la pintura sino en el mármol. Y como el que escribe es un poeta, como estaba habituado a escribir para el público, en el periódico, y como a todo el que escribe le importa, poco o mucho, la posible perduración de su palabra, no nos asombra encontrar enseguida esto:

¡El nombre! ¡Débil vibración sonora
que dura apenas un instante! ¡El nombre!…
¡Ídolo torpe que el iluso adora!
¡Última y triste vanidad del hombre!¿A qué pedir justicia ni clemencia
–si las niegan los propios compañeros–
a la glacial y muda indiferencia
de los desconocidos venideros?

¿A qué pedir la compasión tardía
de los extraños que la sombra esconde?
¡Duermen los ecos de la selva umbría
y nadie, nadie a nuestra voz responde!

Mi lectura se tiñe de emoción súbita. Para este hombre nacido en 1859, yo, que nací un siglo después, soy justamente uno de esos desconocidos venideros, uno de esos extraños ocultos en la sombra del futuro. Soy, además, alguien que siente admiración por sus versos; y no puedo evitar sentir una pena póstuma: la de sentir que, si hubiera tenido la suerte de conocerlo en vida, si nuestros siglos dispares hubieran coincidido, yo le habría manifestado esa admiración y no le habría negado justicia a su talento, así como clemencia a sus defectos de hombre (¡quién no los tiene!), si hubiera sido su amigo…

¿Y si lo fui? ¿Si viví junto a él y no pude ser justo con su talento de poeta, porque quizá él me ganó el puesto en el periódico, o porque a mí también me gustaba, no sé, “La Duquesa Job”? Aquella que cantaba como un ave canora, enjabonándose en el baño:

¡Ah!, tú no has visto cuando se peina,
sobre sus hombros de rosa reina
caer los rizos en profusión.
¡Tú no has oído qué alegre canta,
mientras sus brazos y su garganta
de fresca espuma cubre el jabón!

Quién sabe si ese “tú” del poema, ése que no había podido ver ni oír tan deslumbrante espectáculo, no era el mismo que ahora lee con ojos admirativos estos alegres decasílabos, donde de verdad parece moverse, inquieta, irreverente, turbadora, una mujer irresistible.

Sus ojos verdes tocan el tango;
nada hay más bello que el arremango
provocativo de su nariz.
Por ser tan joven y tan bonita
cual mi sedosa, blanca gatita,
diera sus pajes la emperatriz.

Mi exclusión inevitable y amarga de esta escena explicaría, o atenuaría, la inexplicable culpa de haber ignorado el magnífico talento de mi amigo Manuel…

Estoy desvariando, ya sé. La memoria huye sin darse cuenta a las auroras que la hicieron feliz. Tenemos que volver al presente, a “Pax animae”. Un alma llena de amarga sabiduría, el alma augusta y sufriente del justo Job, se expresa en este gran poema. Un alma llena, también, de comprensión. El alma de alguien que, se diría, lo ha vivido todo. Porque dice:

¡Ay! Es verdad que en el honrado pecho
pide venganza la reciente herida.
Pero ¡perdona el mal que te hayan hecho!
¡Todos están enfermos de la vida!Los mismos que de flores se coronan,
para el dolor, para la muerte nacen.
Si los que tú más amas te traicionan,
¡perdónalos, no saben lo que hacen!

Sí, todos estamos enfermos de la vida. Todos vamos a morir. Todos sufrimos. Y nos hacemos daño, con frecuencia, unos a otros, a veces sin darnos cuenta, o sin poder remediarlo, y no siempre por pura y simple maldad, aunque haya mucho de eso. Mi hermano Manuel, noblemente, prefiere pensar que no hubo maldad, sino tal vez incomprensión, o la mezquindad que nace del resentimiento. Y piensa, sin duda, en Cristo en la cruz, viendo, desde allá arriba, desde la altura del dolor extremo, a los que él más amaba, que ahora lo miran cómo se desangra y muere lentamente, sin hacer nada por evitarlo.

Si los que tú más amas te traicionan,
¡perdónalos, no saben lo que hacen!

Suspendo la lectura. Algo me nubla la vista. Los poetas son nuestros hermanos porque saben hablar por nosotros, saben decir lo que quizá no hemos podido sentir o entender claramente. Nos levantan del barro miserable, nos llevan a la altura de su cruz para que desde ahí contemplemos la tremenda escena de la vida.

El poema está fechado en 1890; fue escrito cinco años antes de la muerte del poeta. Había nacido el 22 de diciembre de 1859, murió el 3 de febrero de 1896. Tenía 35 años.

Bekes


Autor

Alejandro Bekes

/ Santa Fe, Argentina, 1959. Poeta, ensayista y traductor. Es autor de los libros de poesía Esperanzas y duelos (1981), Camino de la noche (1989), Abrigo contra el ser (1993), País del aire (1996) y El hombre ausente (2004), entre otros. En 2006, la editorial española Pre-Textos publicó una antología de su obra poética bajo el título Si hoy fuera siempre. Ha traducido a autores como Nerval, Horacio, Shakespeare, Virgilio, Catulo, Petrarca, Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, Keats y Auden.

septiembre 2023